miércoles, 10 de mayo de 2017

EL REQUIEM DE VERDI


     Marichén clavó un tacón de su zapato de diez centímetros en el agujero de un registro del agua y se rompió el tobillo. Le ayudó a levantarse del suelo un perro de ciego amaestrado para ayudar. Antes, un viandante con granos en la cara y gorro de pompón se solidarizó:
- ¡Menuda hostia, tía! ¡Ju-Ju! -le dijo al pasar por su lado. Y la dejó clavada.
Una chavala dejó de hablar por el móvil un par de segundos para decirle:
 - ¡Qué vergüenza!, ¿verdad?- Se ruborizó y también la dejó abandonada.
Sentada en el suelo, Marichén se frotaba el pie sin ánimo de levantar sus ojos para no ver al personal que trotaba de arriba abajo. También ella pensó que una chica tirada en el suelo  con un zapato de diez centímetros de tacón incrustado en el agujerito de un registro de agua y otro zapato arrebujado en su regazo, era una visión desalentadora para cualquier persona con un mínimo de educación. Así permaneció hasta que la lengua de un perro grande le lamió su cara desde la barbilla hasta su frente y le prestó su lomo para acercarla a un banco. 
El perro se marchó con su dueño ciego y Marichén, mientras esperaba a la ambulancia que había llamado con su móvil, sentada correctamente en un banco, miraba a los ojos de los humanos que paseaban imbuidos en sus entretelas. Marichén, emocionada por el apoyo del perro, lo buscó en la lontananza y le lanzó un beso
- No estamos solos- pensó.
Nuestra protagonista permaneció tres meses recluida en su casa con el entretenimiento de algunos libros ya leídos y atendiendo a las numerosas llamadas telefónicas que le prodigaban sus amistades. Sólo llamaron a su puerta una lanzadera de Gas y el repartidor de Pizzas Ñam-Ñam. Le quedó una pequeña cojera. Suficiente como para apartarla de los zapatos con tacones de aguja. Repasó la balda de zapatos y eligió un par para llevarlos al remendón.


Indalecio el zapatero tenía su cuchitril en un bajo con puerta de cristal, con bombilla de sesenta colgada del techo, justo encima del “burro”. Sentado casi en el suelo, en una banqueta mocha, rodeado de zapatos al alcance de la mano, escuchaba una y otra vez el Réquiem de Verdi de un CD que le regaló una sobrina enamorada de la música clásica. No es de extrañar que la gente del barrio le tuviera como un zapatero culto. Seguro que Indalecio fue un chico guapo antes de que el tren de cercanías le triturara sus dos piernas más abajo de las rodillas. Eso sí. Le quedó en su rostro una mueca de terror que procuraba disimular con una sonrisa trasnochada. Aprendió el oficio haciendo zapatos con ayuda de su abuelo para vestir sus pies nuevos que le confeccionó el ebanista Menelao Vicario, un especialista en pies de apóstoles, cristos y ángeles de los pasos de Semana Santa. Indalecio vivía con una tía viuda. En invierno, cuando la lluvia entraba por la mar azotando los senderos, su tía le bajaba a su taller, aupado en una burra y cubierto con un capote de carabinero. Era cuando su aspecto impresionaba hasta a los perros. Parecía un guiñol de tamaño natural que caminaba bamboleándose colgado de sus muletas como un grillo. Y es que Menelao Vicario, además de tallarle unas piernas postizas de madera de satín con sus correas correspondientes, le hizo un par de muletas axilares que las manejaba con la destreza de un saltimbanqui. 
Sus cuatro piernas de madera le permitían dar zancadas de hasta tres metros. Los días que caminaba ataviado con su capote de carabinero, las madres desviaban la mirada de sus retoños para protegerlos de posibles pesadillas. Sin embargo, sentado en su trono de zapatero, con el CD de Verdi a toda marcha, recibía a su clientela serio como un cura en el momento de la consagración. Indalecio tenía algo que no dejaba indiferentes a las mujeres. No, no era lástima. Si las ruedas del maldito vagón no le hubieran cercenado la tibia y el peroné de ambas piernas, de seguro que Indalecio habría pertenecido al montoncito de hombres codiciados. Aún así, apenadas por el estropicio, algunas eran incapaces de colocar sus ojos en su rostro o en el calendario del parque municipal de bomberos que colgaba encima de su cabeza. Al acercarle los zapatos de vestir de sus maridos para que reparara sus suelas, le miraban su nido con astucia, en donde se suponía que dormitaba su señal de identidad. ¡Ay Indalecio, nunca se sabe en qué punto cardinal  reside el diablo!
Indalecio perdió a su padre a los cinco años. Era labrador. Una patada de una vaca harta de que la ordeñaran, puede matar. La vaca golpeó al padre de Indalecio a las siete de la tarde del mes de noviembre. El muchachito presenció el leñazo desde la puerta de la cuadra. Recogió el balde y lo llevó a la cocina en donde su madre preparaba la cena.
- La vaca es mala. Le ha dado una coz a aita -dijo Indalecio. 
Su madre siguió picando patatas para la tortilla de la noche. Tenía el pelo recogido en una coleta, los labios pintados y las uñas de las manos también pintadas de rosa, menos el dedo índice de la mano derecha que tenía la uña cortada recta. Indalecio se acordaría de dos cosas en su vida: la coz de la vaca y cuando escribió en la pizarra de la escuela del cero al cien. Entonces su padre le llevó a los manzanos y le dio cien besos casi sin respirar. No recordaba ningún beso de su madre. Tampoco los echaba de menos. Además, un mes después del entierro de su padre, ella se marchó a vivir con un carnicero unos diez u once pueblos más lejos de Bilbao. Para ir a casa del carnicero, primero había que ir a Bilbao y coger otro tren en una estación distinta. Le llevó una vez su abuelo, pero no le interesó nada el viaje. Además, su madre no se encontraba en casa y el carnicero, cuando les tocó la vez, cortó un kilo de rabadilla para que se lo comiera en su casa. Estaba buena. 
A Indalecio no le faltó nunca el trabajo ni tampoco los regalos. Las mujeres le llevaban a la zapatería alguna que otra botella de coñac, un kilo de garbanzos, un plato de croquetas preparadas para freír y cosas así.  Indalecio ponía una sonrisa triste que conmovía. Era su forma de dar las gracias. Su mueca iba acompañada de una mirada de perro apaleado. Con el paso de los años, Indalecio advirtió que las mujeres más dadivosas eran las que detenían más tiempo sus ojos en su paquete. Y él, reclamado por los tambores del infierno, estiraba sus muñones y levantaba su delantal de cuero con tal gracia que pinchaba al personal.


 Marichén entró cuando Indalecio lustraba un zapato. Era un ejercicio que dejaba libre su tímida mirada. Así, sin dejar de cepillar, sus ojos se quedaron prendidos de la mujer más linda que seguramente andaba por el mundo. Y pudo permanecer mirándola todo el tiempo que ella quiso porque Marichén también dejó colgados sus ojos  en el rostro del zapatero remendón.  Indalecio sólo enrojeció por un instante al pensar que aquella cosa tan bonita permanecía en pie, mientras él estaba sentado. Y así debía de ser, porque aquella mañana se había quitado las piernas de madera de satín, correctamente calzadas con zapatos de ante. Las piernas permanecían recostadas en la pared, al lado de las muletas. Él y ella. El hombre y la mujer. Se gustaron. De eso no había duda. Primero habló Indalecio. Eso sí. Sin dejar de contemplarla.
- ¿La conozco?
Ella respondió. También sin dejar de contemplarle.
- Creo que no.
- Yo soy de los que van llamando la atención -dijo Indalecio. Y pensó que era la primera vez que hacía un chiste con el desaguisado de sus piernas.
- Yo también me rompí el tobillo-dijo Marichén iluminando su rostro con una sonrisa de pecado mortal.
Marichén no recordaba haber gozado de un sosiego semejante. En sus treinta años de vida,  jamás se había encontrado ante un ser humano con poder para subyugar.  Seguramente eran sus labios. También podían ser sus ojos, ¿quizá su voz? Era todo junto. No había duda de que se había enamorado. Y repentinamente un extraño pudor enrojeció su rostro. Sintió alegría. ¿Cómo no se le había ocurrido entrar antes a aquella zapatería? Nunca había sido una mujer decidida. Nunca había volado hasta las nubes azules que surcan el cielo. Sin embargo, Marichén se agachó para dejar en el suelo la bolsa de plástico cos sus zapatos, extendió sus manos y dijo:
- Me llamo Marichén.
Indalecio, sorprendido por el gesto de la mujer, se dejó despertar de su propio sueño. Su cerebro comenzó a exigirle informes. Quiso saber con apremio la talla de su cintura, el contorno de su perfil, la figura de sus piernas. Pero, sobre todo, necesitaba tocarla, oler su piel, acariciar su cabello, sentir su aliento, morder sus labios, reverenciar sus pechos. ¡Ay, Indalecio! ¡El demonio no es tan malo! Cuando estaba próximo a cumplir cuarenta años, aparece en su cuchitril la hembra con la que había soñado toda su vida. La angustia de su pecho, las cosquillas de sus tripas cantaban sin parar. No había duda. Se había enamorado. Indalecio tiró el zapato que estaba lustrando, estiró sus brazos y en el momento que las puntas de sus dedos rozaron las yemas de los dedos de Marichén, corrió un relámpago por sus venas.
- Me llamo Indalecio.
Lo dijo en el preciso instante  que el CD se fragmentó  y la orquesta y los coros del Requiem de Verdi enmudecieron.

FIN


Arrigúnaga (GETXO), a 22 de marzo de 2017.