domingo, 13 de septiembre de 2015

PEQUE


Yo soy Cleónimo. De oficio, bedel de Instituto. Jubilado. Muy entendido en peces de la ribera de la mar. Socio del Athleti, del IMQ y amante del bacalao. Ver amanecer me alegra. Si el cielo está azul, echo una pataleta  en la puerta del garaje, que es donde está el Este en mi casa y ya casi todo el día tengo cuerda para dar positivo, como dicen ahora. No, lo que dicen es estar en positivo. Cuando voy a la ciudad a comprarme zapatos suelo alojarme en casa de mi hija Marina, la Peque. Las gemelas se marcharon a Alemania después de las inundaciones. Las dos olían a batán, la colonia que usaba su madre hasta que se murió. Me escriben de pascuas a ramos, las dos en el mismo sobre y siempre dicen que van a venir y que me van a traer una bicicleta. Piensan en el padre todavía joven que dejaron aquí. A esas no hay ya quién las mueva. La Peque sí viene. Vive con un guaperas que trabaja en un tallercito en donde montan relés y cosas de bobinar. Marina viene los últimos sábados de mes, generalmente por las mañanas. Me suele traer una palmera o una carolina grande. También me compra calcetines, pero yo se los pago. No quiero que piense que soy un aprovechado. 
Cuando salgo a pasear por La Galea, la gente que me conoce, me dice: “¿Ya vas Cleónimo?” o “Cleónimo ya va de paseo, guapo, guapo”.
- Sí. Ya voy.
- Tiene tres hijas y vive solo- dicen los chismosos.
Vivir sólo da paz si no te duelen las muelas. La casa es un buen refugio para los solitarios. Es la mejor manera de gastar los días con el ruido del tic-tac  del reloj. Por eso hago un esfuerzo y procuro salir a dar un paseo. Hasta hace poco podía alejarme uno o dos kilómetros. Sin embargo, mis incursiones por el pueblo parecían vigilados por todos los jubiletas aptos, de tal manera que siempre terminaba al lado de media docena de viejos que sólo sabían hablar del cariño que les tienen sus hijos y nietos y del precio de las medicinas. Yo sé que casi todos viven solos, como yo. ¡Menudo chollo! Don Agustín Ciprés, jubilado de Iberdrola, suele tener moretones en los carrillos y con cierta asiduidad aparece con gafas de sol, aunque caigan chuzos. Yo no hablo de mis hijas. Eso es para cuando me quedo en casa sin salir. Entonces me las imagino corriendo por el pasillo de casa. 

Y las gemelas, que son pelirrojas y pecosas, se suben en mis lomos y me dicen que soy su burrito. Les dejo trepar a mis espaldas y las paseo a cuatro patas por los once metros y medio de pasillo sin dejar de rebuznar. La imaginación que no para. 
Ahora salgo poco. Mis cuatro kilómetros de antaño (dos de ida y dos de vuelta) se han transformado en cortos paseos de doscientos o trescientos metros. He dado con un banco en un recoveco del camino y me siento con mi bastón entre las piernas y un cigarro sin encender. No fumo, pero el cigarro queda bien. Da pose. Hace a viejo rebelde y eso me gusta. El banco está recostado en la fachada de una casa vetusta, debajo de un balcón. Es lo malo. Si llego antes de las once, la mujer del primero sacude su bayeta. Entonces me suelo levantar y me pego al muro de la casa para esquivar las pizcas de la doña.  

Al principio Marina ponía su cama como si tuviera intención de quedarse, limpiaba su cuarto y le ponía olor rico. Luego dejó a su cama en paz  y pasaba el rato quitándose los pelos de sus piernas. Después empezó a faltar y finalmente dejó de venir. Tuvieron que pasar tres o cuatro meses sin que Marina apareciera para convencerme que la Peque me había olvidado. Yo, viejo chocho y sentimental, deshacía su cama para volverla a poner y rociaba la almohada con su colonia. Es lo bueno de vivir solo. Puedes actuar como un excéntrico sin que aplaudan las pulgas. El único problema reside           en la altura de tu vivienda. Si vives en una planta baja es mejor cerrar las ventanas. Una vez me puse a planchar mis pantalones para dar mi paseo. Desde luego que me encontraba en calzoncillos. Pasaron dos antiguas alumnas del instituto. Tocaron el cristal de la ventana con sus nudillos. Me dijeron: Cleónimo, ¿nos compras una rifa contra la ablación? Tomé aire por la boca y me agarré los huevos. Tengo dentera. Las chicas se acercaron al alfeizar y me miraron divertidas. 

- ¿Qué os pone contentas? ¿Son mis canillas? ¿Las manzanillas de mis calzoncillos?
- Es tu cara de aspereza. Cierra la ventana y plancha- me dijo la que llevaba las rifas para las negritas de África.
Aquella semana cogí el metro y fui a casa de mi hija. Un pequeño esfuerzo extra. Son las rodillas- ¡Cleónimo! ¡No querrá tener unas piernas de chaval!- dice mi médica.
- ¡Pues claro que quiero!
- ¡Con lo elegante que viene usted! ¡Parece un juez!
Y me manda contento a casa. La Seguridad Social  es la número uno en simpatía de Europa. 
El guaperas con el que vive mi hija no sé que ha podido encontrar en ella. La Peque es flaca, lisa de pechos. Tiene pelos en las piernas y algunos muy negros en el bigote, que se los saca con una pinza. Pero sus ojos son grandes y le brillan. Sobre todo cuando se cabrea. Entonces es cuando más se parece a su madre y me enternece. Dicen que los viejos que lloran tienen una entrada para el cielo. Los viejos que lloran han llorado también de jóvenes. A escondidas. Pero han llorado. Dicen que las hijas son más complacientes que los hijos. ¡Pachanga! 
- ¿Qué te sucede?-pregunta con los pulsos asustados.
- Qué te sucede a ti.
- Que estoy harta de andar de un lado para otro. ¿Por qué tengo que ir a visitarte todos los meses? 
- Soy viejo.
- Eso es evidente ¿Cuántos años tienes?
- Ochenta.
- ¿Y qué más quieres?
- Mimos.
- Eso tienen las gemelas.
- ¿Tú crees que me han comprado la bici?
- No.
- Me lo imaginaba.
- Pero puedes estar seguro que vendrán cuando estires la pata. Los euros, aunque pocos, huelen bien.
Creo que se ha arrepentido del bandazo de sus palabras. Se ha sonrojado y mira a ningún sitio. Algunas veces las hijas dicen verdades como puños. Yo no sé qué hacer. Tengo ganas de pellizcarla un carrillo, pero no me atrevo. Además, dudo de que lo entendería. Viste pantalón negro, camisa gris clara y chaqueta blanca. Tiene buen aspecto. Salí del trance echándome a reír. Al principio lo hice sin ganas, pero cuando me di cuenta de que me encontraba raro, me salió mi risa verdadera.
- ¿De qué te ríes?-preguntó.
- Creo que soy un viejo chocho
- Vale. Pero, ¿te encuentras bien?
- Contento de poder hablar contigo.
- ¿Y te hago gracia?
No sé por qué me puse tierno con ella. Es que, de pronto, me desfondé del todo. Su sequedad me machacaba el hígado. Sus palabras eran flechas que yo apartaba con un poco de ironía. ¡Menos mal que el metro llegaba cada cinco minutos! No tenía que haber ido a verla. Las equivocaciones resultan ingratas. No podía desaparecer como un imbécil. Pero eso tampoco me importó. Mis tres hijas se habían volatilizado: dos, al cumplir dieciocho. La Peque, aburrida de aguantar a un padre viejo. Tengo un pasillo de once metros, una cocina de inducción. Guardo en mi armario un chaquetón de guata para el invierno. Nado en la abundancia. 
- Voy a vender tres gatas- dije. 
Comprendió. Se enfadó. Cuando se enfadaba subía la ceja izquierda. Yo moví la cabeza como diciendo ¡qué lástima! 
- Sólo sabes quejarte.
- Ya- dije.
-Es que tengo prisa ¿sabes?
- Yo también.
- Bueno.
Nos quedamos mirando a los nenúfares de la fuente, sin hablar. Se me había olvidado decir que la Peque vive frente a una fuente con nenúfares. Huele a agua podrida. Ni siquiera me había invitado a subir a su casa. Y eso que le había dicho que me dolían las rodillas. Una ingrata. 
- Pues bien-dijo. Y entonces hizo lo que más odiaba que hiciera una hija mía. No me dio un beso. Me dio la mano. Como si fuera un vendedor de aspiradoras que acababa de tocar la puerta, me tendió su mano con premeditación. Añadió: Seguro que nos veremos.
- Adiós, Peque- dije.
Y se fue esquivando los pasos de cebra. Era un intento de demostrarme que en realidad tenía mucha prisa.




Arrigúnaga, (GETXO) 4 de julio de 2015.



FIN