viernes, 4 de julio de 2014

EL TRANVÍA Nº 7

                                                             Primer Recuerdo



Juan se sienta en una silla de playa al lado de la puerta de la cocina. Una señora le viene a hacer compañía. Está empeñada en enseñarle a hacer punto bobo. Le ha comprado dos agujas y un ovillo de lana azul. También le suele dar una patata para pelar.
- Es un entretenimiento, don Juan- le dice la gorda. Porque la señora es gorda sin perdón.
Juan habla poco. Piensa. Su cuarto da a un balcón en donde hay otra silla de playa. De las paredes cuelgan tiestos con geranios y en el fondo, contra la pared, hay una gruta forrada por dentro con corcho, como un portal de Belén en donde vive Stalin, un perro tranquilo al que le asusta la oscuridad y el ruido de las flores al crecer. Si la señora gorda se pone pelma, Juan emigra a la silla del balcón y se queda al lado de Stalin, dormitando. También lee un libro de cuentos de un escritor americano que Julia dejó encima de su mesilla, en la otra casa, unos pocos días antes de empezar con la morfina. Se le olvida lo leído y vuelve a empezar por enésima vez con decisión y hasta consigue terminarlo. Pero cuando coge otra vez el libro, se avergüenza de no recordar la trama y lo comienza a leer otra vez con todos sus sentidos alerta.
La casa la compró doña Julia al comprender que el cáncer le había ganado la carrera. Pensó que su compañero necesitaba una casa vacía de recuerdos, una casa sin impedimentos para que la llenara con los sustos del presente. Quiso dejarle preparada la vida, sin entender que una vida nueva destruye los recuerdos de los vivos viejos.
También Stalin era un regalo de Julia. Lo trajo cuando se jubiló en el hospital. Pensó que mientras lo sacaban a pasear dejarían de mirarse con pena.
- Así no tendrás más remedio que salir a la calle para que haga sus necesidades.- le decía Julia.
Juan le dejaba actuar. Nunca había huido de sus ocurrencias. El momento que se descubrieron en el tranvía nº 7 y corrieron sin conocerse a ocupar el asiento que luego cedían a algún anciano sin conseguir frenar su fiesta, continuaba vivo. Aquel día comprendieron que la explosión irracional que habían sentido al mismo tiempo, debía de ser la cosa que los adultos llamaban amor. ¡Era tan natural enamorarse! No cabía la menor duda que el palpitar de sus corazones, su risa, su gesto, era el misterio que empujaba a dos almas al deseo de permanecer siempre juntas, sin importarles que una tuviera un pie más recto que el otro, un defecto que le hacía lanzar la cadera hacia delante. Y que el muchacho usara pajarita de goma y una gorra con visera de hule. Porque a Juan le gustaba ir vestido de raro y llevar álbumes de órgano debajo del brazo.
Cuando Julia le dijo que tenía cáncer, Juan le respondió que de eso ahora se cura todo el mundo. Pero sin saber por qué, comenzó a pensar en su vida pasada junto a ella y ya no pudo pararse en el presente, aunque ella permaneció junto a él casi un año. Un tiempo que se iba borrando según iba transcurriendo. Y es que él nunca aceptó que ella se iba a morir. De hecho, el día que le empezaron a dar morfina, Juan sacó a Stalin de paseo a las mismas horas de siempre y a la vuelta dejó al perro que besara las manos de Julia como lo hacía desde que ella hablaba en susurros: un simple toque con su hocico y un ladrido nuevo que a Julia le hacía sonreír.
Ella, además de ser médico analista, era una mujer alta, casi tan alta como don Juan. Cojeaba de un pie. Lo tenía torcido. Don Juan le solía comprar los zapatos más bonitos que encontraba en una tienda de objetos de cuero. El dueño de la tienda tenía un oficial experimentado con manos de plata. Don Juan compraba los dos zapatos, pero sólo regalaba a doña Julia el del pie bueno. Luego la médico pasaba por la zapatería y el oficial experimentado le confeccionaba el zapato para el pie torcido en seis pruebas. La señora cojeaba con dignidad. Todo el mundo decía que era una señora desde la cabeza a los pies.
No se casaron. Fueron a vivir a casa de ella y no hablaron nunca de ceremonias. Juan dijo que no tenía familia. Tenía un hermano. Se llamaba don Pedro. Era párroco en donde él iba a tocar el órgano en noches cerradas. Muchas veces a las dos y a las tres de la madrugada. Alguna vez llamaban del obispado al párroco para decirle que la policía había llamado para informarles que alguien había entrado en su parroquia a tocar el órgano.
- Es mi hermano- decía don Pedro. Y colgaba.

La casa de Julia era un chalé de tres plantas parapetado por un muro de piedra y una empalizada de hierro. En el muro crecían ombligos de Venus y musgo. La pareja cuidaba un jardín de hortensias que rodeaba la casa. Era tan magnífico que en tiempo de la floración se acercaban familias enteras a contemplarlo los domingos. Un heladero colocaba su carro tirado por un burro gris en la acera de enfrente, al lado de una plantación de maíz. Al burro le gustaban las hojas frescas. El paisaje se perdía por una pendiente que llevaba al monte. En el monte había una cantera de piedra arenisca donde vivían lagartos verdes y una tribu de gitanos que hacía cestas de mimbre. El tranvía nº 7 daba la vuelta a cincuenta metros del chalé. Luego comenzaba la ciudad.
Don Juan trabajaba de corrector de noche en un periódico y tocaba el órgano en los funerales de la parroquia de su hermano. Cuando comenzó a hacerse viejo, muchos comenzaron a llamarle don Delfín el Organista, no se sabe por qué extraña razón.

Cuando la señora gorda que iba a su casa a cuidarle le daba una patata lo suficientemente grande, don Juan buscaba en el cajón de los cuchillos de la cocina uno pequeño y puntiagudo y tallaba un pie con sus cinco dedos a la perfección.
- ¡Es precioso!- exclamaba la gorda.
- Es para Stalin. Al perro le encantaba lamer los pies de la señora.
A don Juan le molestaba la presencia de aquella mujer que al de media hora de entrar en casa se acomodaba en la butaca preferida de Julia y se ponía a dar nudos en la aguja de plástico con lana azul. Era la hora en que don Juan arrastraba a su mente la carrera que daban por el pasillo del tranvía nº 7 buscando un asiento libre con ventana. Ella llegaba en pie, con una mano en la barra de la puerta. Era inconfundible. Sus labios acentuaban su risa cuando el tranvía llegaba (dos paradas después de que se hubiera montado ella). Se tomaban de la mano y revolvían el silencio con sus frases entrecortadas que ni ellos ni los viajeros comprendían. Entonces el tranviario tocaba la campana y un hombrecillo que vendía pájaros se ponía a cantar un bolero. A todos los pasajeros les parecía que el tranvía corría más y se miraban y se reían.
- Tome don Juan. Ya sabe: meter la aguja, sacar la lana y empujar. Pruebe, don Juan. Es un trabajo sedante. Yo empecé con ejercicios sencillos y ahora me estoy haciendo un vestido de ochos.
- Le harán falta mil ovillos.
- No crea.
- Digo por su volumen.
- Ya sé por qué lo dice.
Don Juan saboreaba su maldad. Guardaba su “labor” en una bolsa de papel. Iba a quitar las hojas secas de los geranios y a jugar con las orejas de Stalin. Después se sentaba a recordar los días de agosto cuando el maíz de la huerta del otro lado de la carretera crecía más de dos metros y los niños y las parejas jugaban a perderse entre el cañaveral. Era la época en que las hortensias pintaban el jardín y la verja se llenaba de mirones. No había un jardín semejante en la ciudad. Doña Julia regalaba caracoles de colores a los niños. Lo que nunca supo es que los niños asaban los caracoles encima de la chapa y se los comían con un poco de sal.
Ya no existía la casa con festón de hortensias. Había allí una casa de doce plantas con ladrillos cara vista, pegada a otra. Ya no había chalé ni carro de heladero con burro. Había ciudad. Tampoco había tranvía nº 7. Había trolebús. Diferente.
Quedaban don Juan y Stalin en un piso octavo. Casi siempre en el balcón del piso octavo de una casa de doce alturas. “Lo suficiente para hacerse tortilla, Stalin”, le decía al perro. No eran felices. La soledad llega al lado de los perros y de los hombres viejos con las mismas sensaciones. Aunque tengan un loro. Así todo, Juan tenía que dejar de pelar patatas muchas veces, Entonces salía a su balcón plagado de geranios y reía hasta sentir dolor en la boca de su estómago. Reía hasta que Stalin emergía de su morada y le abrazaba con sus patas a la altura de sus rodillas. Si llegaba la cuidadora, se apoyaba en la barandilla y mirando al mar, se mordía la lengua hasta sentirse seguro que la mujer no se había dado cuenta que se reía precisamente de su afición de tenerlo pelando patatas. “La mayoría de los mortales piensa que los viejos somos tontos”.
- Esta noche va a cambiar el viento- decía.
- ¿Se encuentra bien, don Juan?- decía la gorda abrazándole por la cintura. La señora cuidadora tenía momentos de amorosos cuidados. Era una efusión que entraba en su trabajo desde que un cliente nonagenario le pidió con lágrimas en los ojos que le enseñara sus pechos para acudir flotando en ellos a la presencia del Padre. “¿Qué maldad hay?”, se preguntó la próvida señora. Por supuesto que el cliente nonagenario expiró de felicidad. Desde entonces había fabricado una lista de caricias que las ponía en práctica cuando creía haber descubierto el morbo apetecido por “sus muchachos”. Según sus observaciones, don Juan se sentía seguro con sus gordezuelos brazos rodeándole su cintura.
- Lo digo porque los aviones ponen su morro mirando al Sur para aterrizar. ¡Y no me entorpezca el caminar, que nos vamos a romper la crisma!
Un día al antenochecer, a esa hora que las mujeres hacen confesiones inauditas, la gorda de arriba abajo le confesó que no le quedaba más remedio que embutirse en un corsé de varillas de ballena para disimular su cuerpo de gallina cebada. Estaba tan emocionada que contó a don Juan que los anclajes para el justillo se la enviaba una prima desde el puerto de Tórshavn, en las islas de Faroe. Don Juan, que tenía su memoria en el pasillo del Tranvía nº7, lloraba desconsoladamente al sentir los latidos fuertes de su corazón que le golpeaban el pecho con esos bombazos amargos que brotan algunas veces con los recuerdos.
- Perdone, don Juan. Le prometo no contarle más historia tristes-dijo la buena mujer sin sospechar que el viejo no le había escuchado una sola palabra.
- Es el Tranvía nº 7.-le respondió don Juan sonándose los mocos.- En el tranvía nº 7 no viajaban las desgracias. Las dejábamos en casa. ¿Usted no ha gastado nunca un cacho de tiempo para saber si pisa el cielo? Si no lo ha hecho, le aconsejo que vaya en busca del tranvía nº 7. Verá nubes al ras de la calzada, nubes de yerba en donde nacen fresas.
La señora desapareció. Don Juan no la volvió a ver más. La esperaba afeitado y con los dientes limpios. Colocaba la lana azul y las agujas encima de una mesita. Llamaba al frutero para que le subiera tres patatas grandes y lisas. Bajaba a la pastelería de la esquina y compraba bollos con mantequilla. Permanecía en su balcón mirando el paseo del litoral con los tamarindos florecidos. Y cuando descubrió que Stalin se dirigía a la puerta en cuanto oía el ascensor, se sintió naufrago sin barca. Perro y amo tenían miedo. Con su cachaba de cabeza de tigre arrastraba su cuerpo hasta la parroquia de don Pedro, su hermano que no era familia porque era hermano, subía al coro, limpiaba los cuatro teclados del órgano, se descalzaba para pisar el teclado de los pies y con los ojos cerrados encendía los sonidos bajos, los que llamaba a los pobres sin cama y se dormían llorando escondidos en los confesionarios. Cuando su composición quedó sostenida en un fa interminable, amaneció de los tubos finos el redoble de un mirlo. Fue cuando salió una vieja de un confesonario, subió las escaleras del coro de medio en medio paso y regaló un huevo de pata a don Delfín el Organista.
- Coja fuerzas don Delfín. Sorba la yema. El órgano es un instrumento de viento, no de tempestades. La cuidadora de ancianos era hija de un pescador de bacalaos. A lo mejor por eso se ha amarrado al cuello cinco tuercas de hierro y se ha arrojado desde el faro de luz verde a los remolinos del mar.
- Hoy no han venido a escuchar el órgano las niñas del orfanato. Ni tampoco ha bajado el párroco-dijo don Juan.
- ¿Es verdad que es familiar suyo?
- No. Es mi hermano.
Se acercó otra menos vieja con tres sayas recién robadas. Seguramente aquella misma tarde.
- Yo sé el recorrido del tranvía nº 7. Te vi jugar con la coja muchas veces. Tu tranvía está aparcado en la campa de los titiriteros.
- Si hablas de la campa en que yo pienso, creo que allí sólo vivían gitanos.
- Ahora hay un campamento de titiriteros al mando de Ramplín, un sargento de la Guardia Civil, que tiró sus armas al fondo de una mina de hierro cuando empezó la guerra. Dicen que ha recorrido todos los pueblos de España y que en uno de sus carros lleva a la verdadera Virgen del Carmen, tallada en un tronco de alcornoque.
Don Pedro despertó a su hermano y a Stalin poco antes de misa de ocho.
- ¿Por qué no vuelves a casa después de tocar el órgano? Este banco tiene más de cien años. Es duro como la piedra.
- También los pobres duermen en tu iglesia.
- Desde que la policía vigila la iglesia, aquí sólo entras tú por la puerta de la rectoría. ¿Por qué has despedido a la señora que te cuida?
- ¡Ella se ha ido!
- No discutiré contigo.
- Ya buscaremos a otra mujer. Procuraremos que no sea gorda y se empeñe en enseñarte a hacer punto.
- Yo sé por qué se ha arrojado al fondo del mar. Se había enamorado de mí. Esa es la verdad. No era una mujer fuerte.
- Sube a casa a desayunar.
- Una anciana me ha regalado un huevo de pata y me lo he bebido.
- Sube y mientras nos preparan un desayuno como Dios manda, te contaré la verdadera historia de la gorda, hermano.
- ¿Y Stalin? Él sólo sabe comer un pienso que vende Jeremías el judío.
- ¿Por qué lo llamas Stalin?
- Porque es su nombre. Julia le bautizó con agua destilada, que es el agua que emplean los ateos para bautizarse.
Don Juan acompañó a su hermano hasta la puerta de la Rectoría. Recordó que la maleta rosa de julia permanecía encima de un armario lleno de prospectos de películas. También recordó que tenía unas botas de cuero y un abrigo marrón para el invierno. No era invierno, pero llegaría. No subió a casa de su hermano. Pero instintivamente hicieron una cosa que no habían hecho nunca. Ni siquiera jugando cuando eran niños. Se dieron la mano.
Metió unas mudas, dos camisas, calcetines y las botas de cuero. Se marchó del octavo piso de aquella casa que le había comprado Julia para que no se enterrase en su pasado. Se marchó con Stalin en busca del tranvía nº7 para volver a empezar y repetir la parte más hermosa de su vida. Estaba seguro que en alguna ciudad del mundo habría un tranvía nº7 en servicio.



FIN  
Segundo recuerdo AQUÍ