sábado, 22 de diciembre de 2012

EL CANARIO DE DON SALOMÓN (CUENTO DE NAVIDAD)



Siempre que suena el teléfono, el canario de don Salomón comienza a trinar. Entonces mi hermano y yo saltamos al sofá, pegamos nuestras orejas a la pared y cerramos los ojos. Nos quedamos tan embelesados que casi nunca nos damos cuenta que nuestra madre ya tiene una de nuestras zapatillas entre sus manos. Permanecemos como idiotas hasta que la suela nos arrea fuerte:
- ¡A la mierda la tapicería nueva del sofá!
- ¿Es que no has oído cantar al canario? -pregunta Álvaro, mi hermano
- ¡En vez de un hombre hecho  y derecho, llegarás a ser una vieja chismosa!
- Los pajaritos no chismorrean, cantan. Nos hemos descalzado para subir al sofá. También aita escucha  al canario y dices que es un hombre hecho y derecho. Y siempre se sube al sofá cuando tú no estás.
    Se sentó muy lívida en el sofá y dijo mirándonos a los ojos:
- Vuestro padre me ha llamado para decirme que ya es oficial que nos vayamos a tomar por el saco. ¡Que no hay paga de Navidad! ¡Se quedan con ella! ¡Dios sabe qué uso le darán esos ineptos de mierda!     
Ama nos mira como si fuéramos ratas al ir a la cocina. Se encierra dando un portazo. Estrella un plato contra el suelo, seguramente un plato desportillado. No es una histérica. Al rato la escuchamos llorar.
Tengo once años y Álvaro, trece. Aunque soy el menor, soy el que toma las decisiones conflictivas. Nos encerramos en nuestro cuarto y no salimos  a oír trinar al canario pese a que el teléfono suena dos veces. Tampoco queremos enterarnos del momento en que mi madre deja de llorar. Cuando se consuela, abre la puerta un resquicio. Es la manera de decirnos que volvemos a tener madre, que el temporal ha pasado. Hasta puede salir y sentarse a nuestro lado para explicarnos que no darnos el dinero pactado es uno de los peores castigos que podemos recibir los trabajadores. Y más si se trata de la paga de Navidad.
- Nos privan de un par de cenas tradicionales que tanto os gustan, del viaje con vuestro padre a la nieve. Os quedáis sin las botas nuevas, sin los plumíferos. ¡Nos quitan el habla!
- Algo tendréis ahorrado -dice Álvaro.
- Algo. Pero desde que estoy yo sin trabajo, a ver de qué.
Entonces me entran unas ganas muy grandes de abrazar a mi madre y no me corto. Álvaro acerca sus labios húmedos a mi oreja y me llama pelota. Lo dice  para que lo oiga ella. Algunas veces no sólo dice “pelota”. Dice: “Jokin es un pelota”. Después se sienta en la butaca de mi padre y enciende la televisión. La deja sin sonido. Se levanta, coge un libro de encima de la mesa de colocar los pies. Los coloca. Y se pone a leer. Mi hermano siempre lee con la televisión encendida y sin sonido. Como si fuera sordo. Es el Álvaro que a mí me gusta.

Nuestro vecino, don Salomón Gotxi, tiene una jaula china en donde vive un canario de plumas naranjas y amarillas que se llama don Luis. Es el canario más alegre que yo he visto nunca. Da vueltas en un trapecio, se mece en un columpio y modula a rabiar. Don Luis es un tipo que se gana el alpiste. Comienza a piar y se acerca a los barrotes pidiéndote la punta del dedo para jugar con su pico.
- Es la raza -nos dice don Salomón -.Le compré una cinta de magnetofón con redobles y al de una semana parecía un ruiseñor.
- ¿Por qué se pone a trinar cuando suena nuestro teléfono?-le pregunto.
- Misterios del mundo animal-dice don Salomón levantando sus hombros.

Ama nos permite entrar en el apartamento de don Salomón lo menos posible por el extraño olor que coge nuestra ropa. Yo ya sé de qué es. He entrado en su cuarto de baño a mear y he visto las capas de sarro en su retrete. Pero no le digo nada a mi madre.

Un domingo de noviembre por la tarde, el viejo nos espera con la puerta de su casa entreabierta y nos invita a pasar.
- ¿Tiene yema de huevo cocido para darle a don Luis? -le pregunto.
- Tengo. Precisamente quería hablaros de él. Estas navidades quiero ir un par de semanas a Benidorm. Mi idea es ver si vosotros le podéis atender. Yo os dejo todo preparado. ¿Queréis hacerme el favor? -dice don Salomón muy nervioso. Después nos sonríe como un japonés. Con la boca de oreja a oreja.
¡Claro que quiero! Quiero limpiar la jaula de don Luis y ponerle el alpiste en su comedero y agua en su bebedero. Pero me callo. Falta el permiso de nuestros padres.
- No hay problema -dice el atolondrado de mi hermano. 
- ¡Dios! Ya verás cuál es el problema -digo a Álvaro en el descansillo de la escalera.
- ¡Joder! ¿Por qué no nos van a dejar dar de comer al canario?
- Porque antes lo tienen que pensar. Como siempre. En casa de don Salomón huele a meada vieja. No creo que ama nos deje entrar a diario en una casa que huele a meada de siglos.
- Bueno, ya veremos cómo vienen las cosas.
    No decimos nada en casa. Por mucho que aseguro a mi hermano que a la larga se van a enterar y que el castigo va a ser de los rumiados por los dos en su lecho matrimonial, el listo de Álvaro me convence (no le hace falta mucho esfuerzo).

    Desde que mi madre se ha quedado sin trabajo, echa una buena siesta en el sofá, baja al portal para mirar el buzón y después friega. Si no le llama una amiga, nos saca a Álvaro y a mí a mirar escaparates. Por la mañana va a la Oficina de Empleo y a recibir clases para reciclarse. El mejor momento para dar de comer al canario es la mañana cuando regresamos de comprar el pan. Se lo expongo punto por punto a Álvaro. Como es el mayor, duerme al lado de la ventana. Yo hablo casi en un susurro. Pero Álvaro está en otra cosa. Lo comprendo cuando suspira hondo.
- ¡Duérmete de una puta vez! -dice el mariconazo de él.
¡Se está haciendo una paja! Siempre es igual. Es el mayor y le otorgaron la cama de al lado de la ventana desde donde se ve la copa de un sauce, el camino que lleva a la piscina, un ángulo de piscina y detrás, un campo con frutales. No hay duda de que el paisaje le pone cachondo. Yo veo el techo de la habitación y la iluminación de los vehículos de la autovía. Pero lo que más me importa es que nunca tiene en consideración mis palabras (mi padre les llama alegatos) y luego sale el pastel quemado.

Don Salomón lleva la misma corbata que cuando iba a la Escuela. Daba clase de Química a los mayores. A los alumnos llamaba gente menuda. A mi hermano y a mí nos llamaba por nuestros nombres, seguramente porque somos vecinos. No llegó a darnos clase, pero mi padre dice que es un buen profesor. Don Salomón es viudo desde hace muchos años y creo que no tiene hijos. En el verano don Salomón baja a la piscina con una bata a rayas y se baña en la zona que no cubre. Mi madre dice que sólo se mete a mear. No se confunde. Yo le suelo mirar la cara y se le cambia cuando le sale la meada. Lo mismo me pasa a mí. Tampoco usa gorro. Dice que como no se moja el pelo, no mancha. El último verano me dijo que estaba esperando para operarse de una cadera. Me dijo que había ido a preguntar por su operación, por si le llaman mientras está en Benidorm. Le contestaron que mejor que se quede allí y que acuda a Urgencias si se le rompe la cadera del todo.

Don Salomón toca el timbre de nuestra casa para despedirse.
- ¿No están vuestros padres en casa? Quisiera decirles adiós y felicitarles por la educación que os han dado. En realidad debería habérselo dicho en primer lugar a ellos. He actuado precipitadamente.
- Han ido a una lonja a pintar una pancarta para la manifestación. Es que han quitado la paga de Navidad a mi padre. Vendrán tarde. -digo aliviado.
- Usted diviértase -dice Álvaro a don Salomón.
- Voy a ver si se me quita el frío de los huesos en el Este -dice don Salomón-. Y vosotros aprovechar las vacaciones -don Salomón extiende su mano y nos la estrecha. Primero a Álvaro y luego a mí. Después nos da unas palmaditas en la mejilla. Su mano huele a semilla de eucaliptos-. Cuidar a don Luis. Es todo lo que tengo.
- No se preocupe -dice Álvaro. Don Salomón da la llave de su casa a Álvaro. No cerramos nuestra puerta hasta que él cierra la suya.
Guardamos la llave en el cubo de los dados. El cubo de los dados en el cajón de los lapiceros, de cables del ordenador y de las cosas que compartimos.
    Cuando nuestra madre sale a hacer sus cosas, guardo la llave de nuestro vecino en el bolsillo de mis vaqueros. Álvaro me dice que va a un partidillo de baloncesto. Al entrar en la vivienda de don Salomón me tapo las narices para no oler de golpe aquel aire condensado, sin ventilar seguramente en meses. Me cuesta abrir una ventana. Una tenue brisa matinal manchada de sol mueve el aire viciado. Saco la bandeja de la jaula de don Luis. El canario se balancea como un loco en el trapecio. Pía sin cesar. Al acercar mi mano para coger su comedero, acude a picotear mi piel. Limpio la bandeja con una rasqueta y le paso un estropajo. La seco bien. Queda reluciente. Luego saco los palos de la jaula. También los limpio con agua y jabón y los vuelvo a colocar en su sitio. Don Luis salta a mi dedo y come alpiste. Le doy una rodaja de manzana. Don  Salomón ha dejado en la nevera media docena de tarros de cristal con diferentes frutas y verduras. En el blog de notas leo que lo que más le gusta a don Luis es la zanahoria rallada. De pronto, don Luis estalla en una escalera de gorjeos, modulaciones y trinados que te hacen sentir algo parecido a la felicidad. Me quedo en la sala enredando en los libros de don Salomón. En una balda hay un paquete de cigarrillos de tabaco rubio sin empezar. Abro el paquete con la técnica de mi madre, saco un cigarrillo y me lo pongo en los labios estilo James Dean. El paquete me lo meto en el bolsillo. Veo un mechero. Enciende a la primera. Lo meto en mi bolsillo. Le doy una calada al cigarrillo y lo tiro por la ventana. Salgo al recibidor. Me adentro por el pasillo adelante. La vivienda es exacta a la nuestra, pero al revés. Después de la sala, la cocina; dos habitaciones y dos baños. Una puerta está cerrada. Voy por ella. La empujo. ¡Joder! ¡Dios! ¡Joder! Un tren eléctrico de la época de mi abuelo ocupa casi toda la habitación. Esta montado encima de un tablero apoyado en caballetes. Tiene estación con reloj, un banco pintado de verde, un jefe de estación de plomo con bandera roja, el nombre de la estación rotulado en la marquesina: ¡Villa Coño!, tú. ¡Se llama Villa Coño! ¡Joder con don Salomón! Al lado de la estación llega una carretera que cruza un paso a nivel. En total tiene tres pasos a nivel y un túnel en curva; tres cambios de agujas para mover las vías; dos locomotoras; vagones a tutiplé. También hay árboles y una pequeña montaña rocosa. No me atrevo a tocarlo. Es demasiado complejo para mí. Cierro la puerta. También cierro la ventana de la sala. Don Luis  trina como un desquiciado. Huele a chis.

 Álvaro no me cree que don Salomón tiene un tren eléctrico.
- A lo mejor mañana podemos ponerlo funcionando -le digo. Me mira picado.
- ¿Por qué no ahora?
- Porque ahora hay moros en la costa.
- No metemos ruido.
Abre el cajón para coger la llave del apartamento de don Salomón. He escondido la llave dentro de las páginas de un libro de mi estantería. Se lanza encima de mí y me quita el paquete de cigarrillos y el mechero. Es de gas. No me importa mucho. Seguro que me lo devuelve.
- Quedamos en que iríamos por la mañana -digo-. O cumples con lo pactado o descubro el pastel.
 Se queda tranquilo en la sala. Cuando ama mira para otro lado me llama cerdo. Mi madre se pone el abrigo y nos invita a dar un paseo. Vamos. A la vuelta llama mi padre por teléfono. Don Luis comienza a cantar desde el primer timbrazo. Me lo imagino en su columpio. Pienso decir a don Salomón que le traiga una canaria para matar su soledad.
Al día siguiente, nada más abrir la puerta, el canario comienza a piar. Abro una ventana de la sala.
- ¡Joder! -exclama Álvaro desde el cuarto del tren.
- Ayúdame a limpiar la jaula y luego vamos ahí -le digo.
- ¡La hostia, tú, menudo empacho!
 Don Luis no ha comido demasiado. Apenas ha picoteado la manzana. A lo mejor es que se encuentra triste. Cuando le quito el comedero comienza a piar con estridencia. Voy donde mi hermano. Está enredando con el mando del tren. Toca todos los interruptores. Se da cuenta que no está enchufado en la red eléctrica.
- Esto es un lío -dice.
- Hay muchos cables por el suelo. Algunos van a una tabla con enchufes y otros recorren la mesa -le digo.
Álvaro enchufa y desenchufa primero aquí y luego allí. No consigue nada.
- Mientras no encuentre el enchufe principal, no hay nada que hacer-dice.
Lo tengo en la mano, pero no digo nada. Es un cable gordo que va directamente al mando que mi hermano tiene en las manos. Sé que si lo meto en el enchufe de la pared, se hará el milagro. Miro debajo de los caballetes y lo enrosco en una pata. Álvaro se está aburriendo. Nunca ha sido constante. Coge al jefe de estación de plomo y se lo mete al bolsillo. Intenta cerrar un paso a nivel con la mano. Se rompe por algún lado y se queda con él en la mano.
- Es de hojalata -dice.
- Y tú tienes carne de burro -le digo.
No me hace caso. Coge una locomotora y le da la vuelta. Intenta girar las ruedas. Alguna pieza hace clic. Intento quitársela, forcejeamos. A la locomotora se le dobla la chimenea. La suelto. Se cae al suelo. Mi hermano la pisa para joderme. Le ha salido su lado malo. Mi madre ya ha hablado con su tutora. Le ha recomendado un psicólogo, pero mi padre dice que él también tenía mala leche a esa edad. Que ya se le pasará.
- Si es como se te ha pasado a ti, vamos dados -dice mi madre.
Entonces mi padre le llama zorra y se meten en su habitación.
 A Álvaro le da un ataque de nervios y comienza a dar puñetazos. Salgo de la habitación y me marcho del apartamento dando un portazo. Por la tarde reviso la mochila de Álvaro, la que guarda encima del armario.  Hay trozos de rieles que ya no sirven para nada, el cartel que colgaba en la estación, una locomotora, dos o tres vagones, la caseta del guarda agujas. Álvaro es un quinqui. Mi madre dice que cuando se le cruzan los cables, hay que dejarlo a su aire. Salgo a la calle y deambulo sin rumbo fijo. Llego a sitios que nunca he estado antes. Camino tanto que tengo que coger el metro para regresar a casa. Estoy rendido y sin ganas de hablar. Tengo que inventarme una historia de un cumpleaños y de amigos que no tengo. Amigos nuevos. Yo también sé ser mentiroso y cínico. Mi padre me escucha sentado en el sofá, al lado de mi madre. Me cree todo y me sonríe. Mi madre no sé lo que piensa porque me mira raro. Álvaro, sentado en el sillón de mi padre, no me cree nada. Digo que he merendado en casa de un amigo y que me voy a acostar.
- Jokin también crece -dice mi padre satisfecho.
- Sí. Cómo crece es lo que me preocupa-dice mi madre.
Cuando estoy acostado, entra mi madre en el cuarto y deja encima de mi mesilla un vaso de leche y una torre de galletas.
- A lo mejor te despiertas de noche y empiezas a revolver el armario de la cocina. Mejor que tomes la leche mientras está caliente.
Tengo ganas de llorar y de abrazarla. Me muerdo la lengua. Cuando escucho a mi madre comentar algo de la serie de televisión, cojo el vaso y bebo la leche en un par de tragos. Como las galletas a puñados. Mi hermano no tarda en llegar.
- ¡Pero si le han traído al niño leche!-dice haciendo el payaso. Me doy cuenta que se le está cambiando la voz. 
- ¡Mariconazo! ¡Cabrón de mierda! ¡Pajero!-digo con rabia.
Me pongo mirando a la pared. Álvaro no me molesta.

Al día siguiente espero a que ama salga a un curso de Ofimática para ir a darle de comer a don Luis. No le digo nada a Álvaro. El apartamento no huele tan mal. El pajarito está muy cariñoso. Me pica en la yema de mis dedos. Veo que ha comido más. Le cambio el agua y se baña mientras limpio la bandeja en la fregadera de la cocina. Abro la puerta de la jaula para coger los palitos y don Luis se posa en mi mano. Lo saco de la jaula y pongo su pico en mis labios. Algo le asusta. Revolotea por la sala y se posa en lo alto de la librería. Acerco una silla para cogerlo. Echa a volar. Entonces veo la ventana abierta. Se me olvidó cerrarla ayer. Salto de la silla y corro a cerrarla. Delante de mi mano, tan sólo a unos centímetros don Luis vuela en el viento. Aletea sin gracia dibujando catenarias  hacia la curva de la autovía. Hasta que lo pierdo de vista. Miro a la jaula vacía con agua limpia, abundante comida. Nunca he sentido tal sensación de soledad. Comienzo a llorar. Meto las manos en mis bolsillos y me topo en el derecho con la llave del apartamento de don Salomón. Abro la ventana del todo y la tiro con todas mis fuerzas a la calle. Cierro de golpe la puerta de mi vecino y salgo a la calle a dar vueltas por el barrio. Reviso árboles, balcones, regreso cien veces debajo de la ventana del salón de don Salomón. Regreso a casa a la hora de comer.
Transcurren dos días. Estoy sentado en el brazo de la butaca de mi padre. Él me abraza por mis hombros. Mi muslo izquierdo está encima de su pierna. Mi padre huele bien. Estoy a punto de contarle lo que me ha pasado con don Luis. De pronto carraspea y dice:
- Me he enterado que nuestro vecino don Salomón se ha ido de viaje.
- ¿Quién le dará de comer al pájaro?-dice mi madre.

    

FIN



¡FELICES FIESTAS!

jueves, 29 de noviembre de 2012

HUBO UNA MUJER CON BOCA DE ACTOR DE CINE AMERICANO, QUE ME ENAMORÓ.


Salustio Gato era gordo, muy gordo. Y se puso a régimen. Vive en una cama que un carpintero reforzó con pernos y clavijas. La colocó en la sala, frente al televisor. También lee novelas de amor, tebeos del Capitán Trueno y atiende al teléfono con voz de azafata de aeropuerto. En otro cuarto duerme Angelines, su criada, mujer con cara antigua que canta con voz gorda y friega con tonadas de boleros cubanos. Sus grandes personajes son el Che Guevara y Juan XXIII. Por las noches, Salustio y Angelines se cuentan historias de aparecidos, de ahogados y, sobre todo, de amor. Angelines Lee novelas góticas, que le presta una vecina. Y le atemoriza andar a oscuras. Pero cuando los dos cantan una habanera a dúo se sienten más arriba que las nubes.
- Si no hubiera sido gordo me habría casado.
- En los veinte años que llevo trabajando en esta casa no he visto a ninguna mujer dentro de sus paredes, a excepción de su tía doña Saba, que huele a cocido de pobre y se cubre los pechos con dos boinas porque siente frío invernal. Es más rara que una monja en celo.
- ¡Qué sabrás tú, chismosa! Hubo una mujer con boca de actor de cine americano, que me enamoró. Fumaba cigarrillos rubios marca Camel y bebía whisky Johnnie Walker. Nunca pude verle las piernas más arriba del tobillo porque usaba pantalones y botas de montar.
- No existe una mujer así. Más parece un cowboy.
- ¡No blasfemes sin saber! Fue antes de hacerme ateo. Todavía podía salir a la calle y sentarme en el banco que está arrimado a la pared de la casa. El banco que me  regaló Melitón Ramírez. Lo hizo para dos personas. Al atardecer me sentaba en él, desabotonaba mi camisa y dejaba correr la brisa por mi pecho. Como todavía no era ateo del todo pensaba que la brisa del cielo sería igual de la que corría por delante de mi banco. Las palomas hacen sus necesidades en él cuando vienen a expandir sus sofocos de amor. Píntalo de rojo y cuando adelgace saldremos a tomar la brisa sentados en el banco que me regaló Melitón Ramírez. Cantaremos bajito la habanera de las mujeres cubanas no saben saltar.
- Conozco a un pintor fino.
- Melitón Ramírez era músico de la Banda Municipal. Cuando pasaban por aquí, se arreglaba para que el director hiciera una parada de cinco minutos para que oyera la alborada. Él tocaba el clarinete. Unos años antes de morirse llamó a mi puerta a las diez de la noche y me dijo que me iba a hacer un regalo. El banco lo traían su mujer y sus dos hijos gemelos, uno que ahora es músico como su padre y el otro peluquero de señoras. Me lo dejaron arrimado  contra la pared, elegante como un trono de maharajá.
- Melitón Ramírez soplaba un palo pintado de clarinete. Él no sabía solfeo, sabía pintar. Le dejaban meterse en el grueso de la banda para hacer bulto por su buena presencia. A ti te engaña cualquier tonto.
- ¡No levantes falsos testimonios de un difunto bueno, mala pécora! Para ti el mundo camina con los zapatos al revés.
- ¡Pero si lo saben hasta las cucarachas! ¿Por qué decía él mismo que iba a soplar el palo o que venía de soplar el palo? ¿Por qué le decía su mujer? : “Tú sopla el palo, Melitón, sopla hasta que te caigas de culo”.
- Porque la gente culta sabe hablar con fantasía, con segundas palabras, que se dice. Quiero que pinten el banco de rojo.  Del mismo rojo que tenía cuando me lo trajeron los gemelos. Cuando esté listo me ayudarás a cruzar la puerta de la calle un día de brisa fresca, me soltaré los botones de la camisa y me refrescaré la piel y el alma.
- ¿El alma?
- También el alma. Los ateos tenemos alma. Si no, no podríamos llorar con sentimiento las desgracias del mundo.
- Don Salustio Gato. Mis fuerzas se han muerto enfrente de tus fogones. ¿Crees que he llegado a vieja para morirme en el empeño de hacerte pasar por el agujero de una aguja?  No pasas por tu puerta.
- De perfil y empujando, sí. Además, desde hoy hasta que pueda salir, me fabricarás sólo ensaladas y tisanas de aceites de hinojos y alcaraveas, para el regüeldo matinal. Llama a ese pintor fino que tú conoces y que venga a tratar conmigo el precio que me hará por pintar el banco.

Fueron dos meses de ayuno irreprochable. Salustio Gato consiguió adelgazar medio kilo por día y su aspecto de gordo de revista se quedó en la memoria de su cocinera. Todas las madrugadas, después de que su señor se vaciara de orines y de cuerpo, intentaban pasar la puerta de la calle de costadillo y sin roces dolorosos. Treinta kilos hicieron el milagro. Treinta kilos de hambre de pobre, cepillados a sus carnes a base de caldos y tisanas. El banco, cubierto con una colcha de brillos para protegerlo de las cagadas de las palomas, estaba pintado y colocado en su lugar inmemorial. No había nada más que salir, doblar a la derecha y andar cuatro pasos. Después, uno se agachaba y encontraba en su justo lugar el asiento. Dejándose caer unos centímetros, la espalda se apoyaba en su respaldo y ya uno podía balancear a izquierda y derecha las nalgas (como hacen los que sufren de hemorroides). Además, ¡cómo adornaba la fachada de la casa de Salustio!
 Salustio gato salía a sentarse en su banco media hora antes del anochecer, cuando al sol le quedaba poco camino para enterrarse detrás de un edificio de oficinas pintado de gris. El edificio de oficinas reinaba sobre otros edificios de oficinas de menor altura. El sol, antes de marcharse, teñía de colores los cristales de sus ventanas, después daba brochazos a los cirros rotos  inventando cianes imposibles de copiar. Salustio Gato maldijo su pereza de no querer adelgazar al sumar los días que se había perdido al no poder admirar aquel portento de haces y colores. Cuando se terminaba el sol comenzaba la brisa que olía a limpio y sonaba el canto de pájaros sueltos que buscaban cama en los ramales de los setos. No merecía la pena morirse mientras un txiotxu daba saltos esquivando el laberinto de ramas para llegar a su lecho. La brisa de otoño, entre dos luces, entre la luz del sol, que se ha ido y las estrellas que esperan su hora para estallar. Salustio lo recordaba bien. Era la hora precisa en que llegó aquella mujer de boca de hombre y a la que sólo pudo ver los pies.
- ¡Angelines! -llama alguna vez a su criada-. Tú me contaste un cuento  en el que las cosas suceden más de una vez.
- No es cuento. Es verdad. Las cosas suceden dos veces al menos. La primera vez te sorprenden. La segunda piensas por qué te sorprendieron. Es cuando algunos abren la boca y se les queda cara de tonto.
- Luego, tiene que venir de nuevo. Tiene que darme la oportunidad de pensar por qué me enamoré de ella.
- No te martirices, don Salustio. Los cuentos los inventan los hombres para forjar ilusiones.
- Ella llegó por allí cuando el sol se había puesto. Llegó y se sentó a mi lado, aquí. Su dentadura era impecable y hablaba americano. Las mujeres con dientes grandes hablan casi siempre inglés. ¿Por qué será?
- Porque no se les entiende.
- La mujer con boca de actor de cine americano hablaba con voz de tela vieja, grave, muy grave. Era tan reposada que producía temblor en la piel del vientre. Me dijo que tenía sed y yo le ofrecí agua. Ella me dijo que sólo bebía whisky. Desde entonces tengo una botella de Johnnie Walker.
- Tenías una botella de Johnnie Walker, señor Salustio. Me la fui bebiendo durante un año que estuve con el corazón averiado.
- Todas las viejas zorras son ladronas. Toma mi monedero y compra otra botella en la taberna del Monaguillo. Dile de mi parte que si la ha rellenado, iré yo mismo a degollarle.
Salustio Gato ve marchar a su criada y se ríe por dentro. Antes de que doble la esquina la llama y le dice que compre dos. Cuando le suelta la tela le dice que la segunda es para ella.
- Los quilos de más te hacían malo. Es el primer detalle que has tenido conmigo, pero es un buen detalle. Ha merecido la pena esperar.
Salustio siente la brisa en su pecho cuya piel abre sus poros y percibe el frescor de la noche. Sus ojos se cierran aplastados por un dulce sueño que le sume en un duermevela saludable. Sólo algún sonido de la calle le perturba sin sobresalto. Entre el escape de una motocicleta y el claxon de un autobús escucha el caminar de unas herraduras golpeando las losas de la acera por la parte de la derecha. En efecto, al doblar su cabeza  ve a una mujer vestida de cowboy montando una yegua negra. La cowboy es muy hermosa. Lleva los pantalones prietos y el pañuelo del cuello le cubre solo a medias la piel de sus pechos. La cowboy baja del caballo, deja las riendas en el barrote de una ventana, entra en la casa y sale con una silla. Da la sensación de que alguna vez ha vivido allí. Se sienta a su lado. Entonces le sonríe y Salustio Gato, el gordo, reconoce aquella boca grande, una boca de actor de cine americano que le enamoró hacía dos décadas.
Le dice intentando no romper los cristales de sus ojos:
- Ya he mandado a Angelines por una botella de whisky.
- O.K.  
Medio dormido escucha como un cuchillo el grito de su criada:
- ¡No había whisky, señor don Gato!
FIN
                                                                          


COMO SIEMPRE, LOS DIBUJOS DE LOS CUENTOS SON DE J. GIL.                 

martes, 6 de noviembre de 2012

EL RECOGEMUERTOS



Tengo un amigo que trabaja recogiendo muertos.
Cuando había curro, se ganaba el pan poniendo escaleras de madera. Era bueno. Clavaba despacio la tarima, pero era bueno. Jamás se le dobló un clavo. Se llama Noé. Y tiene un compadre que se llama Abel. Como los de la Biblia. Noé y Abel. Eran amigos sin querer. Eran compañeros de la vida. Solían ir a una taberna a jugar al chamelo, a comer tripas de novillo y bebían dos o tres cuartillos de clarete navarro. Aunque no se metían con nadie, se levantaban de sus taburetes un poco a gatas y jugaban a ver quién atrapaba las pantorrillas de Eulalia, una camarera de grandes pechos, de esos que llaman de canal o de estrecho de Kiev. “¡Homéricos!”, como en la película de Johon Ford, “El hombre tranquilo”. Eulalia ya no era una niña. Tenía varices azulitas en las piernas, pelusilla en la barbilla. Pero si Dios te había concedido un poco de picardía y la usabas algún rato para soñar con sus pechos, seguro que era una de las siete felicidades que caían del cielo. Ella también les daba patadas en la cabeza a los dos amigos, verdaderos pisotones de yegua en celo. Noé bebía con buen saque, pero no era un borracho. Tampoco comía con apetito. Masticaba con los brazos sobre la mesa y fijaba los ojos en la pared, en un cuadro que alguien colgó y se fue. Tampoco el dueño de la taberna sabía quién había colocado el cuadro en la pared. Aunque algunas veces afirmaba que apareció una mañana de Año Nuevo. Quizás lo más original era que no había más cuadros que aquél en todas las paredes de la taberna. No había calendarios ni fotografías de equipos de fútbol. Noé masticaba como si estuviera cansado. Como los enfermos inapetentes en los hospitales. Después dejaba de mirar al cuadro y ponía sus ojos en la frente de su amigo. Abel le sonreía y Noé miraba al plato y elegía un trozo de tripa de novillo, lo cortaba con parsimonia. Y comenzaba a masticar sin importarle los minutos que le iba a llevar en hacer trocitos el pedazo de tripa de novillo.

- ¿Por qué sonríes cuando miro el cuadro?-pregunta a Abel.
- Yo no sonrío cuando miras el cuadro.
- Tú sonríes todo el tiempo que estoy mirando el cuadro.
- ¡Algo tendrá!
- Cosas. Tiene cosas. Todos los cuadros tienen cosas. Tiene motas de moscas. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que te ocupes de tus asuntos y que me dejes en paz!
Abel sabía que lo mejor era seguir los consejos de Noé. Había que tener paciencia con él. Eran sus momentos de melancolía. Cuando terminaban el tercer cuartillo de clarete navarro comenzaban a perseguir las pantorrillas de Eulalia y llegaba la paz. Noé dejaba sus manos quietas encima de sus rodillas y al pasar la tabernera a su lado salían sus dedos de debajo del mantel y corrían a escarbar debajo de las faldas de Eulalia. No había mucho más. El juego duraba hasta que el hermano de Eulalia se acercaba a su mesa y dejaba encima un trozo de papel con la cuenta. Aunque Noé era revoltoso, desde que recogía muertos le respetaban como a un funcionario de la Diputación, un recaudador de Hacienda. Le respetaban más que cuando hacía escaleras de madera. Además, no todos los funcionarios de la Diputación se quedaban embelesados contemplando la reproducción de las Señoritas de Aviñón, que era precisamente la copia del óleo que un día apareció en una de las paredes del Mesón de Eulalia. La única pintura que lo dejó clavado en el asiento, su gran secreto placentero superior a comer un plato de tripas, arrear un patadón en la cabeza a Abel o pasarle las yemas de los dedos a Eulalia por las varices de sus piernas. Noé no era un hombre amante de la pintura que perdía el tiempo en los museos. No iba a exposiciones. Tampoco pasaba de largo, sin echar una ojeada a los cuadros que vio en las casas en donde clavó la tarima de las escaleras. La gente que va a una casa y no mira los cuadros, comete una falta de educación. Los cuadros se cuelgan para ser contemplados. Noé no era un patán como su amigo Abel. Tan patán que estaba seguro que no había caído en que dos señoritas del cuadro de la taberna de Eulalia tenían rostros de máscaras negras. Ni que eran putas con un pedazo de sandía a sus pies. Ni otros cien detalles diferentes que estaban pintados para descubrirlos con tranquilidad, sin excesivo tute, casi sólo con el trabajo de mirarlo a ratos. Sólo era necesario meter los ojos en el cuadro y al de un rato ¡zas!, otro misterio inesperado. Era un cuadro tan hermoso como las tetas de Eulalia, que siempre caminaban con rumbo espontáneo: ora a estribor, como si una se hubiera perdido; ora a babor, con un lunar negro remaneciendo gracias al arte de sus lapiceros; ora con la proa abriendo mares, bien separadas, mellizas, con la desembocadura del Orinoco en sus justas proporciones ¡De mareo celestial! ¡Santo Dios!

A Noé le dieron la noticia de su despido del taller de hacer escaleras un domingo por la mañana. Justo se había levantado de la mesa de la cocina después de tomar un huevo frito, cuando vio la manga de la chaqueta del guarda de la empresa empujar la puerta de la cocina que daba a la calle. Y supo lo que iba a pasar. En su taller estaban despidiendo gente. Los de la oficina decían que estaban reduciendo el personal. Bueno, Noé supo antes de que el guarda, un buen hombre que vivía casi en una chabola con una perra de color canela, hablara, que los de la oficina iban a entregar el lunes por la mañana los sobres con los despidos y con las cuentas hechas de unas treinta personas.
- Se veía venir. En un par de años sólo olerán el trigo los que saben labrar y han sabido esconder su pequeña propiedad en el campo. Cuando los nuevos ricos tienen hambre, se muerden hasta sus propias manos. Quieren todo lo que se pueda contar.
Noé se había sentado encima de la lavadora y miraba por la ventana el seto recién plantado de sus vecinos.
El guarda no llegó a entrar en la cocina. Se despidió con una exclamación sin mucho sentido:
- ¡Qué cojones!
     Era un hecho real que el mundo estaba cambiando. Decían que a bien. Aunque Noé llevaba casi diez años en la empresa nunca pensó que él estaría a salvo de las reducciones de personal. Confraternizaba con los jefes, pero en los tiempos que corrían, la amistad, el buen rollo, eran pan mojado. Ya llevaban dos meses despidiendo gente. Veinte, treinta. El barco se hundía y con él, desde arquitectos hasta peones. Y hacía un año a Noé el Banco le había concedido un crédito de ciento cincuenta mil euros para comprar un pequeño pareado en una urbanización con piscina y pista de tenis. ¿Quién iba a saber que dentro de doce meses iban a comenzar a enviarlos al paro con el martillo y la caja de puntas de recuerdo?

Noé tenía una novia desde secundaria. Se llamaba Mercedes. Sus amigos y familiares le llamaban Amapola. Ella no había querido abandonar la casa de sus padres porque le habían enseñado que las chicas tenían que cuidarlos en su vejez. Después del Insti se colocó de dependienta en unos grandes almacenes y allí seguía, ya de encargada de la sección de perfumería. Amapola y Noé se veían de Pascuas a Ramos. Y cuando se veían, siempre terminaban discutiendo por culpa de la norma que mandaba a las mujeres hacerse cargo de sus padres hasta su muerte.
- ¿En qué misal pone eso? -le preguntaba Noé cuando ella comenzaba a mirar con disimulo su reloj.
- Ya te he dicho que para las once debo de estar en casa para ponerle las gotas del corazón a mi padre. Tiene que tomar veinte gotas y él siempre se pone treinta. Hemos estado demasiado tiempo en la cafetería. Además, ¿por qué tienes que ponerte el pijama para echar un polvo?
- Porque tengo educación.
- Porque eres un ridículo.
- Pero sano.
- Mira Noé. Mejor que lo dejemos.
- ¿Después de veinte años? Amapola, hay personas que han nacido el uno para el otro. ¡Si no hago nada más que pensar en ti!
- ¡Pues claro!
- ¡Pues eso! ¿Uno rápido?
Amapola miraba el reloj de muñequera y decía:
- Vale. Pero sin quitarme la ropa.
- Me gustaría que te quedaras en casa y me hicieras la cena. Cenaríamos con una vela encendida y…
- Como en las películas americanas. En el fondo eres un cursi. Por eso quieres comprarte un pareado.
- Bien sabes que quiero comprarme un pareado para ocuparme de las escaleras.
Y las hizo. Y puso un cuarto con dos camas para sus futuros suegros para poder vivir todos juntos. Pero Amapola no se movió de su casa. Razonaba y razonaba en las pocas horas que se veían, diciéndole a Noé que si sacaba a sus padres de su casa, sus hermanos se echarían como lobos y la dejarían sin nada. Que la tradición de su familia decía que la vivienda de los padres era para el hijo que les cuidaba hasta el fin de sus días. Y que de eso nada, monada. Que ella ya había hecho méritos, como para tirarlos por la ventana por un capricho.
- ¿Qué vi en ti, Amapola de los cojones?
- Inteligencia.
- Será.

Noé no terminó de cobrar el paro.  Un hermano de Amapola le ofreció un trabajo en una funeraria.
- Si el muerto no habla, vale -dijo Noé.
- No son muertos naturales. Son muertos con sangre -dijo su futuro cuñado-. Es para trabajar con la policía. Para recoger asesinados y eso. La policía os llama recogemuertos. Así podré decir que mi cuñado trabaja para la poli.
- De chivato.
- Eso era antes. Ahora viste.
- Bueno.
 Noé no es alto, pero es bien parecido, con los brazos anchos como jamones. No le dieron uniforme, pero a cambio le obligan a vestir chaqueta y corbata. Si se la mancha cuando anda trajinando con el muerto, lleva la chaqueta a la tintorería y le pagan sin rechistar. También le pagan la limpieza de la corbata. Siempre lleva sus prendas a la tintorería La Transparente, que está bien de precio. Los  pantalones los lava en casa con amoniaco, para ahorrar. Mi amigo no huele a formol ni a ninguna substancia que los forenses utilizan en la morgue. Huele a cerveza y a chupe de faria. Mi amigo recoge los muertos que le ordena la policía. Cuando hay una reyerta entre extranjeros con muertos, la policía llama a Noé para que nadie toque la escena del crimen hasta que haya pasado el juez de guardia. Cuando se termina la inspección ocular, mi amigo envuelve al muerto en una cobija de cuartel, lo carga en su furgoneta y sale pitando para otro lugar de la ciudad a recoger otro muerto. Es raro el día que no recoge dos. Cada vez hay más muertos repentinos, debido seguramente a la falta de trabajo y al hambre. Lo dice la prensa, los políticos de la oposición y algún cura despistado, pero los de arriba se la cascan.
Noé anda casi siempre con un tío que es sargento de un Zeta, Amalio Martínez de la Hidalga, nacido en  Soria, de unos cuarenta y cinco años, tan barbiazul de rostro que parece un moro. Este don Amalio es especialista en poner en marcha la sirena y en llegar el primero donde hay sangre. También tiene una intuición especial para encontrar las navajas y las pistolas en los alrededores de las reyertas. Según cuentan en el cuartelillo es el sargento que más putas explotadas ha encontrado. Tampoco Noé es manco. Una noche mi amigo recogió nueve muertos. Desde entonces, el juez, que levanta los sucesos, don José Zorriqueta, uno cojo de polio infantil, le llama de don. Mi amigo Noé me contó que con lo que le paga la policía y una pequeña derrama de la Diputación, tiene para ir siempre curioso y para tomarse dos o tres cervecitas bien frías en el mostrador de la Eulalia. La Eulalia tiene un mozo en la taberna encargado de  recoger las monedas de encima del mostrador porque ella un día las tocó y las sintió frías como la carne de los muertos. “El  Recogemuertos nos traerá la desgracia. De niño, jugaba con bichas”, dijo entonces la Eulalia. Había un par de sevillanos que se santiguaban y se palpaban los latidos de su corazón. Cuando La Eulalia se pone transcendental, sus tetas, que parecen galeras, se inflan como las velas de los barquitos. Pocos hombres no vuelven su cabeza para poner los ojos en el portento. Por lo demás, no es que valga mucho, pero aquellos pechos son un milagro hecho con la mano derecha de Dios. Cuando está detrás de la barra de la taberna, le quedan al ras de la tabla, aterrizando en ella como dos toboganes. Mi amigo Noé me decía de vez en cuando que a falta de mujer bendecida, soñaba con “soplar los pezones de la Eulalia”. ¡Mi amigo Noé! ¡Qué jodido!
Para ir a casa, la Eulalia atravesaba un callejón sin bombillas; casi sólo con una luz que bajaba del primer piso del almacén de manzanas. Podía ir por una calle iluminada por farolillos japoneses y poblada de paseantes que comen palomitas, pero ella prefería llegar a casa para meter los pies en una palangana con agua, sal y vinagre. Aunque tendría unos treinta y cinco años se le hinchaban los tobillos como a una interina vieja.
Mi amigo había tenido un día duro recogiendo muertos para la policía.
- Cinco.
- Cinco son muchos.
- Ya no silbarán más.
Iba a preguntar a mi amigo Noé, si los habían baleado o les habían mandado al otro barrio con navaja, pero no me dio tiempo. Casi siempre era igual. Ahora era un hombre muy ocupado. Noé salió del bar. Sólo supe de él hasta el día siguiente. Se fue con la Eulalia y caminaron por el callejón. Frente a un bar de chinos, Noé pidió con mucha educación a la Eulalia que le dejara tocarle los pechos y la Eulalia se puso a gritar como una rata. Gritaba y gritaba como una rata, como un nido de ratas hembras, como media docena de conejas a punto de ser degollada para hacer arroz. Noé debió de sufrir un ataque de nervios. Hay muchos hombres que no soportan los gritos irracionales de las mujeres. Entonces metió la mano en el bolsillo de su pantalón y se encontró con una navaja de filo ancho, afilada y dentada, de esas que está prohibido llevar al monte para hacer astillas. Era una navaja que había encontrado aquella tarde al  lado de un cabezón sin ojos. Se le había olvidado entregársela al sargento del zeta para que la guardara en su correspondiente bolsita de plástico como prueba número uno de asesinato. Jugó con ella sin sacársela del bolsillo, hasta que le tentó el demonio, la sacó, la abrió, cabalgó encima de su vientre y le cortó las tetas en vivo llamándola puta más que puta sin poder quitar a su Amapola de su cabeza. Cantó por lo bajín “Amapola, lindísima Amapola” Después la degolló y esperó sin desmontarla hasta que su cuerpo se quedó sin una gota de sangre. Le cortó las tetas y las metió en dos latas de aceitunas rellenas, marca La Gitana. El cuerpo lo cubrió con una sábana de plástico. Miles de moscas acudieron atraídas por el olor dulzón de la sangre. “Seguro que van a cagar al cuadro”, pensó Noé. El chino llamó a la policía y la policía a Noé. Alguien le dijo al pasar por su lado que su chaqueta necesitaba un toque de tintorería. Noé tenía la cabeza en otra parte. Añoraba su trabajo de hacer escaleras de madera. Se fue a la taberna de Eulalia a contemplar el cuadro de Picasso. Todavía no habían llegado las moscas.



FIN

domingo, 14 de octubre de 2012

DÓNDE ESTÁN LOS HUESOS DEL ABUELO?

 Esteban Pérez se casó  con gafas sin graduar para parecer mayor. Ángela Teruel fue de blanco y con zapatillas de ballet para igualar su estatura. Hubo banquete en un restaurante de carretera con orquestina y solista hasta las diez. Esteban Pérez era viajante. Vendía antigüedades chinas muy apreciadas y a  buen precio: figuritas Chu, pareja de perritos Hi y bailarina Chu-Hi. Todas con certificados de la dinastía Ming. Las vendía en tiendas de regalo, pero no tenía pereza en tocar las puertas de las casas cuando los pedidos no iban bien. Ángela era manicura en una peluquería. Hacía manos, pies y depilaciones en general. Tampoco le importaba quedarse a limpiar el establecimiento después de cerrar. Esteban y Ángela alquilaron una pequeña vivienda en la azotea de una casa situada en los extrarradios. La casa tenía dos habitaciones y una cocina minúscula, sin embargo, disfrutaban de una hermosa terraza que daba a un huerto en donde había un pozo. En el verano solían salir a la terraza a escuchar cantar a las chicharras y a ver el polvo de las estrellas. Se entretenían en contar estrellas fugaces y en pedirles deseos. Era prácticamente el único momento que permanecían juntos durante todo el día. Ángela compró un porrón de cristal y lo solía sacar a la terraza con clarete fresco. Cuando lo terminaban se iban a la cama, muchas veces sin cenar. Otras veces freían huevos y salían a cenar a la terraza. Ponían la radio y cuando tocaban boleros y cha-cha-chás no paraban de bailar. Algunas veces les dieron las doce y más.
Al abuelo de Esteban Pérez lo fusilaron  los Nacionales en Valladolid. El padre de Esteban presenció la ejecución al amanecer,  de la mano de su madre, cerca de la llamada Pradera de San Isidro y dibujó un mapa con el lugar exacto de su enterramiento. Al morir su padre, Esteban Pérez compró una maleta usada, una pala, un farol y un billete de ida y vuelta a Valladolid. En la ciudad preguntó en donde se encontraba el Huerto del cura Viriato, cerca de la Pradera de San Isidro, donde fusilaban en la Guerra y las señoritas iban a tomar chocolate con churros. Le mandaron a las afueras, a la orilla del río. Llegó por la tarde al sitio, estudió el mapa y esperó a la noche. Cavó tres horas alumbrado por el farol. Cuando encontró los huesos de su abuelo, se santiguó y los recogió con devoción. Los guardó en la maleta, regresó a la estación y se sentó en un banco a esperar al tren. Antes de subirse al coche, Esteban Pérez compró para su mujer un dedal de porcelana. Cuando llegó a casa enseñó a su mujer los restos de su abuelo. Ángela Teruel los sacó a la azotea y les cepilló el barro. En la cocina, los limpió con agua y jabón y los secó con un paño limpio. Después los enceró y rezó algunos cachos de oraciones que recordaba. Decidieron dejar la maleta encima del armario ropero hasta ahorrar el suficiente dinero para comprar un nicho.
Esteban construyó en la terraza una pequeña barriada compuesta de cuatro jaulas pintadas de amarillo y otra pintada de azul. En las jaulas pintadas de amarillo metió cuatro conejas. En la jaula pintada de azul, alojó a un gran conejo gris. Después les puso nombres. A la primera la llamó Juanita Reina, a otra Estrellita Castro, a la tercera Carmen Sevilla y a la última doña Concha Piquer. Al gran conejo gris lo llamó El Gran Capitán. Encima de las puertas de las jaulas colgó sus nombres escritos en tarjetas de visita y un calendario en donde anotaba las fechas de preñez, parto y número de gazapos. Cuando tenían cuatro meses, los vendía a un carnicero. El dinero que sacaban lo metían en una hucha para comprar el nicho para el abuelo.
Algunos domingos Ángela y Esteban bajaban la maleta del armario y miraban los huesos del abuelo y le rezaban lo que sabían, que era poco y con remiendos. Un día le revisaron la boca y le contaron los dientes y las muelas que le faltaban. Esteban compró a un mecánico dentista jubilado veinte o treinta muelas y un tubo de pegamento. Le arreglaron la boca entre los dos y les quedó como nueva. También le taparon con yeso el tiro de gracia en el occipucio y le sujetaron dos costillas con hilo de bobinar el transformador de la radio. En invierno, cuando salía el sol, sacaban la maleta a la terraza y la dejaban encima de una silla. Del huerto de abajo volaban mariposas blancas con motas negras. Y algunas veces se posaban sobre ella.
Transcurridos dos años, contaron el dinero que habían ahorrado para comprar el nicho para el abuelo. Para entonces se les había muerto Estrellita Castro y la habían sustituido por una coneja blanca que la llamaron Imperio Argentina. El dinero que habían ahorrado durante dos años alcanzaba para comprar el nicho para enterrar con dignidad al abuelo. Fue cuando Ángela se quedó encinta de su primer hijo. Pensaron que el abuelo estaba tranquilo en su maleta de cartón, encima del armario y tomando el sol. Decidieron guardar el dinero de la hucha y seguir criando conejos. El dinero voló pronto. También el que consiguieron ahorrar en otros dos años. Ángela se quedó preñada de su segundo hijo y después de un tercero.
Las antigüedades chinas se pasaron de moda. Los comercios comenzaron a devolver a Esteban Pérez cajas con figuritas Chu y paquetes con la pareja de perritos Hi y la bailarina Chu-Hi. Le llegaron en tal cantidad que no le quedó más remedio que apilarlas en la terraza, primero encima de las conejeras y después en todos los rincones libres. A los tres niños, que dormían en un cuarto, también se les achicó el espacio. Durmieron los tres en una cama hasta que se hicieron chicos grandes rodeados de cajas y paquetes con antigüedades chinas. Mientras los hijos crecieron, Esteban Pérez siguió visitando tiendas de regalos por las mañanas. Por las tardes elegía una manzana de casas de siete pisos y las pateaba portal por portal, piso por piso, puerta por puerta. En el mejor de los casos conseguía vender por un precio irrisorio una pareja de perritos Hi y dos bailarinas Chu-Hi. Vivían del jornal que traía Ángela. Las conejas con apodos folklóricos se fueron muriendo de viejas y no fueron sustituidas. Al Gran Capitán se lo comieron con verduras el día de la primera comunión del crío pequeño. Los niños lloraron con mucho sentimiento el triste final del gran conejo gris, pero el hambre prefiere a un conejo viejo que a un mendrugo de pan duro. Las jaulas de los conejos se fueron llenando de antigüedades chinas, según se iban quedando libres.
Las antigüedades chinas llenaron casi todo el espacio de la pequeña casa de dos habitaciones y una  cocina minúscula. Tampoco en la terraza quedaba el  espacio que se necesita para colocar un pie. Pese a las adversidades, Esteban Pérez y Ángela Teruel criaron a sus hijos con la fe de que las modas regresan y de que un día su padre vendría a casa con el pedido de tres cajas de bailarinas Chu-Hi. Al cumplir dieciocho años, el hijo mayor pidió permiso a sus padres para marcharse a Francia a trabajar en una granja de conejos. Fue cuando Esteban y Ángela comenzaron a buscar la maleta con los restos del abuelo para que su hijo viajara con dignidad. Lo cambiaron todo de sitio. No encontraron la maleta con los huesos del abuelo. Lo volvieron a cambiar minuciosamente, con orden y perseverancia. No encontraron la maleta con los huesos del abuelo. Sacaron a la escalera las cajas hasta el piso de abajo. No encontraron ni rastro de la maleta con los huesos del abuelo. “¿Dónde está la maleta con los huesos del abuelo?” No les quedó más remedio que vaciar una caja de figuritas chinas y plegar allí los calcetines, las mudas y el queso manchego que se llevó el muchacho a Francia. Al llegar a la granja de conejos le recibió un hombre fornido que olía a flores. El muchacho vio que el hombrón miraba a la caja de figuritas chinas. “Tenemos una maleta con los huesos del abuelo, pero se ha extraviado entre las figuritas Chu que vende mi padre”, dijo el muchacho rojo de vergüenza. Daba igual, porque el hombre fornido que olía a flores era francés y sólo entendía francés. “El caso es que no tenemos ni idea dónde está la maleta con los huesos del abuelo”, dijo el muchacho.
- ¡Oh, oui! 




                                                                         FIN