viernes, 5 de febrero de 2016

EL ORGASMO


  Prodigiosamente el 22 de mayo de 2014 tuve un orgasmo. El último, aunque nunca se sabe. Fue al despertar de un sueño en el amanecer de un día sin nubes. La eyaculación, exuberante y agónica, me produjo tal languidez que me arrastré hasta el armario del cuarto de baño en busca de una aspirina. Luego me volví a acostar y me puse en posición fetal para ver si me dormía y regresaba la pesadilla. No me dormí.  Tenía setenta y nueve años, así que pensé que la andanada de mi cuerpo era un aviso de mi tránsito a la nada.
 Las piernas me comenzaron a flaquear hace tres o cuatro años y desde entonces me conformo con salir a un pequeño boscaje que un día fue jardín. Dejé de cuidarlo al darme cuenta que era un trabajo pesado que apenas me entretenía. Desde entonces sólo cuido dos metros cuadrados debajo de un manzano para colocar mi hamaca y sestear los veranos. Allí nadie me ve. En el porche guardo tres sillas por si viene algún conocido, aunque si hiciera fuego con ellas no pasaría ningún sonrojo. Los viejos que vivimos solos echamos en falta a los amigos que se van y te dejan tirado. ¿Quién mejor que un amigo para contarle mi portento? Tengo un hermano sin hijos que enviudó hace treinta años. Mi hermano, desde pequeño, tuvo un mundo diferente al mío. Fue hijo único durante diez años para convertirse en primogénito cuando nací yo. Para mí siempre fue un chico mayor, un joven serio y lejano con el que no pude compartir ningún secreto. Sin embargo, recuerdo un día que me agarró de la mano y me llevó a un partido de fútbol al Campo Municipal. 

Él tenía quince años y yo, cinco. Me subió a sus hombros como mi padre, y sus manos apretaban fuerte mis pantorrillas. Quizás este único suceso haya servido como argamasa para tenerle algún afecto. Había cumplido treinta años cuando comenzó a tratarme como a una persona mayor.  Fue el año que se casó con Rita y se marchó a vivir a una casa no lejana a la nuestra. Aunque sigue teniendo diez años más que yo, sé que da un paseo matinal y que no usa gafas para leer. Es la última referencia que me trajo el tendero que me llena el frigo una vez por semana. Ignoro si mi hermano tiene una vida interesante o está vacío. Me es tan desconocido que si me encontrara con él no sabría comenzar una conversación medianamente atractiva. Algunas veces, sobre todo los días oscuros  del invierno, pienso que podría llamarle por teléfono. Tengo su número. Pero después me avergüenzo de sólo pensarlo y el rubor cubre mi rostro. Además, creo que estará ofendido porque no asistí al sepelio de Rita, su mujer. Tampoco me llamó para decirme que estaba enferma. Si me hubiera buscado para decirme eres mi hermano y necesito que me hagas compañía o me hubiese pedido que le acompañara a tomar unas cervezas, yo habría acudido junto a él. Pero prefirió ignorarme como siempre o ni siquiera pensó que yo existía hasta el punto que un día me llevó cogido de su mano a ver un partido de fútbol. También se apodera de mí el bochorno al recordar la esquela mortuoria que mandó poner en el periódico en donde sólo aparecían sus cuñados sin mencionar mi existencia. Para entonces ya había arrinconado mi nombre de su memoria. En realidad, nuestro parentesco comenzó a desvanecerse después de la muerte de nuestra madre hasta llegar a olvidarnos que ambos comimos el mismo bizcocho con diferencia de diez años. Sin embargo, en los largos anocheceres de junio, escondido en mis dos metros cuadrados de yerba buena, mecido por el canto de las cigarras, acude a mi mente la figura estirada de mi hermano, médico de familia, con su sempiterno maletín que le regaló mi madre al terminar su carrera. Aunque ya tiene ochenta y nueve años ignoro si se ha jubilado. Nuestro tendero, que fue también el de nuestra madre, es la única persona que me puede informar de pequeños detalles de su vida, pero me comeré la lengua antes de usarlo como correveidile. Me imagino que él se comporta de igual manera. En una ocasión el tendero me dijo que mi hermano no había quitado el cartel de médico de la puerta de su casa. Los médicos y los curas no se jubilan, le dije. No le debió de gustar mi respuesta. Mi madre se acusaba de haberme parido ceñudo. Seguro que llevaba razón porque la mueca de mi cara nunca se corresponde con mi estado de ánimo. Estas boberías se aprenden con los años. ¡Ay, los años! 
Cada quince días o así comienzo con la operación salida. Consiste en estudiar mi ánimo y mis facultades físicas, así como observar con atención en la tele los cambios meteorológicos del tiempo. Cuando veo que el viento sopla a mi favor, agarro mi cachava de pasear y me dirijo a un bar que no está lejos de casa. Siempre voy al mismo. Los camareros me saludan con respeto. Me suelo sentar en una de las mesas fronteras al ventanal y me tomo cuatro o cinco jarras de cerveza acompañadas de aceitunas negras y almendras saladas. Algunas veces entra algún exalumno y me saluda. Otros disimulan, miran al móvil y buscan un lugar para sentarse a mis espaldas. Me suelo entretener en descubrir gestos o alguna pista para adivinar  de quién se trata, porque a decir verdad no reconozco a nadie. El tiempo ensucia la fragancia de la juventud y encubre la edad del bachiller.
Fue el pasado martes cuando hice la travesía de casa al bar con cielo cubierto y dolor articular mediano. A las siete en punto ocupé una silla y una mesa pequeña. El sitio es perfecto para pasar una tarde entretenida. Sobre todo si hay grupos de señoras o señoritas de buen ver. Alegran el ojo. Generalmente guardo mi bastón entre mis piernas, pero no sé por qué razón lo sujeté en el borde de la mesa. Sucedió lo lógico: se cayó. Me agaché lo más rápido que pude y cuando lo tuve bien agarrado aproveché mi postura para volver la cabeza y fijar mis ojos en los bajos de una señora que vestía faldas y se sentaba sin avaricia. 
Sin embargo, mi nariz  rozó la nariz de otro rostro que también se había agachado para coger el bastón y devolvérmelo. La amabilidad de mi vecino de mesa eclipsó mi curiosidad. 
- ¿Lo has cogido tú?- preguntó el señor.
Me incorporé para agradecerle su cortesía. Él también se incorporó. Adiviné el cambio de color de mi rostro y dudé en mi capacidad para mover la lengua. Además él me había visto desde que entré y de seguro que me estuvo observando hasta que mi cachava fue a parar al suelo. Mi hermano sonreía. 
- ¡Sí, sí! ¡Este es su sitio!-dije colocándolo entre mis piernas.
- ¿Es aquí dónde vienes a llenar el tanque? Algunas veces he pensado en llegar hasta tu casa. Al fin y al cabo sólo hay trescientos metros.
- ¿Sólo?-dije.
- ¿Las piernas?-preguntó.
- Y los años-dije olvidándome de que él tiene diez años más que yo. 
 Entonces le dije que se pasara a mi mesa. Llamó al camarero, pidió un café y se sentó enfrente. Tenía las orejas más grandes. Me parecieron enormes. Me hubiera gustado tocarlas, pero no me atreví.
- ¡Coño, hombre, coño!-exclamó.
- Te conservas de maravilla-dije.
- No puedo decir lo mismo de ti-dijo él.
- ¿Tengo mala cara?-pregunté preocupado.
- La tienes más gorda-respondió.- Cuando te he visto entrar, he pensado: “A éste no le queda mucho”. 
- Los viejos con reuma somos eternos-dije mosqueado.
- ¡Vaya con el chaval!

Ambos estábamos turbados. Lo cierto es que si nos habíamos ignorado más de la mitad de nuestras vidas, ya quedaba poco para intentar arreglar lo que siempre había estado roto. Temía que de un momento a otro mi capacidad de decir algo congruente se iba a esfumar. Me fastidiaba quedarme en manos del superficial sentido del humor de mi hermano. Entonces sonreí mirándole a los ojos. Dije:
- Hace no mucho me desperté muy agitado de un sueño triste. Estoy seguro de que es el último de mis sueños eróticos. Soñé que tuve una erupción propia de un adolescente. Me sentí tan debilitado que me levanté a tomar una aspirina.
Me quedé en silencio. Mi hermano bebió su café de un trago. Pidió otro café y una cerveza para mí. El rubor se apoderó de mi rostro. Él se quedó desconcertado. Me arrepentí de mi confesión y por mucho que moví mi cabeza, no hallé ningún punto llamativo para fijar mi mirada. Estuve a punto de levantarme y coger la puerta. Hice un esfuerzo supremo y le miré a los ojos. Aunque a mí me pareció que el mundo se había detenido, no debieron de pasar tres segundos hasta que  me sonrió como cuando yo era un niño. Se rió abiertamente y me contagió. Nos reímos como cómplices de una trastada.
- ¿Manchaste mucho las sábanas?-me preguntó.
- ¿Manchar las sábanas? Yo no manché nada-dije. Me volví a ruborizar hasta las tetas. 
- Entonces fue un sueño casto. Eso no es tener una erupción propia de un adolescente. Más bien es la de un anciano de tu edad. Un espejismo, vaya-dijo.
- ¡Pero si me tuve que tomar una aspirina! Me desperté agotado.
- Sí. A los viejos todo nos cansa. Hasta tener un sueño dentro de un sueño nos abruma.



FIN


Arrigunaga (GETXO), a 22 de diciembre de 2015.