jueves, 31 de octubre de 2013

MI CUÑADO VIVE EN EL APARTAMENTO DE AL LADO



El teléfono del apartamento de al lado suena siempre a las tres de la mañana. Mi mujer me da un codazo y yo me despierto con un susto de muerte.
- ¿Es que no lo oyes? ¡Ya está otra vez el maldito teléfono!-grita mi mujer.
- Duérmete-le digo.
- ¡Patalea el teléfono y me mandas dormir! Anoche dio doce timbrazos. Todos seguidos: ¡rin, rin, rin! Y tú tan feliz baboseando como un bebé. Si me da un infarto, tú no te enteras.
Espero paciente a que mi mujer se calme. Sé que tiene razón. Pero si las casas tienen tabiques de papel de fumar, poco se puede hacer.
- Es increíble lo de ese hombre-dice mi mujer más sosegada.
Ese hombre” es hermano de mi mujer. Me hago el loco. Algunas veces da resultado y mi mujer vuelve a coger el sueño. Cuando se desvela se puede levantar y ponerse a encerar el suelo.
- Mañana saldré a dar una vuelta por los bares de abajo. Tu hermano suele tomar unos cuantos cafés antes de entrar a trabajar-digo.
- ¿Encima vas a confraternizar con él?
- Sólo quiero decirle lo que ocurre y pedirle que desconecte el teléfono cuando va a trabajar a la gasolinera. Tu hermano siempre ha sido un hombre razonable- digo.

- Un hombre razonable que me endilgó a mi madre en bragas-dice engordando la voz como las mujeres fatales en las películas malas.
No tengo ganas de discutir. No tengo ganas de discutir a las tres y diez de la madrugada sobre sus problemas familiares. Me apoyo en el costado izquierdo a ver si se da por aludida y me deja en paz.
- ¿Te acuerdas del día que dio la patada al perro?-exclama sentándose de un salto.
Veo que no hay nada que hacer. Las vigilias de Milagrosa son temibles. A veces se queda pensativa y, al rato, le coge el sueño. Cruzo los dedos. Al que se le ha ido el sueño es a mí. Me siento en la cama y miro por la ventana. El patio está dormido. No hay ninguna ventana con luz. Me vuelvo a tumbar. Así veo una rayita de cielo por encima del tejado del bloque de enfrente. Entra mi suegra en nuestra habitación.
- Dios hizo la noche para descansar-dice.
- ¿Y usted qué hace levantada?
- Mis necesidades, hijo.
Milagrosa no trabaja. Antes de ir a casarnos al juzgado, me dijo: “Quiero ser madre. No de un hijo, sino de los que vengan. Me voy a dedicar al cuidado de nuestros niños. Es una tontería que comience a trabajar para dejarlo dentro de unos meses, cuando me ponga de parto”. Desde entonces han transcurrido veinte años y sigue tan fresca. Ella es licenciada en Historia. Con matices. Descubrí sin querer que no había pasado del tercer curso. Pero es licenciada en Historia. Hay pecadillos que es mejor callarse. El médico dice que todavía somos jóvenes y podemos tener un susto. Otro pecadillo. Milagrosa va para los cincuenta y yo ya los he cumplido. Hace tres o cuatro años ella me pidió ayuda para redactar su curriculum. Entonces pensé que me tendría que confesar con su propia boquita de piñón que no había terminado la Universidad. Yo creo que con el tiempo se ha creído su propia mentira. Uno olvida lo que quiere. Al menos, en su historial escribió Licenciada en Geografía e Historia y para corroborarlo agregó un recibo de la matrícula del primer curso. La dejo hacer. Bastante desgracia tiene con su frustrada maternidad y con reñir a su madre.
Milagrosa suele comprar patatas fritas, ganchitos, y los comemos con la tele puesta. Le digo que la tele me da dolor de cabeza. Ella dice que da ambiente. También le gustan los pepinillos en vinagre. Dice que tiene antojo. Luego me dice que ella es un bluf. Yo no le comprendo qué es ser un bluf, pero me da igual. Antes íbamos al cine un par de veces por semana. Había un cine cerca de casa en el que daban buenas películas. Lo cerraron. Ahora bebemos cerveza hasta gastarnos el dinero de las entradas del cine. Hemos cambiado cine por alcohol. Milagrosa es una mujer atractiva. Lo que más le luce son sus zapatos de tacón y su pelo largo. Camina como una modelo: clac, clac, clac y cruza las piernas. La gente se vuelve a mirarla. Sus largos cabellos se balancean moviendo sus caracoles hacia delante y hacia atrás. Algunas veces le digo:
- Con ese pelo rubio y esos zapatos de cristal pareces un bicho malo.
- Este pelo sólo me da trabajo. Me lo peino así para que metas tus narices en él-. Y me pone su codo en mis costillas. Hace cosas raras.
- Huele a canela.

Ella se pone contenta. Le sale un gesto como cuando era joven. Seguro que se lo cuenta a su madre. Y su madre le presta unas gotas de una colonia barata que compra en la droguería de doña Clara Pampliega, una mujer baja y ancha, Clara la Redonda le dicen en el barrio con cariño.
Mi suegra: doña Adela Martín de Larumbe. Le gusta sentarse con nosotros en la sala. Ella tiene su habitación. La mejor. “Pero si a mí me da igual”, nos dijo cuando le dimos a elegir. “Bueno, creo que por esa ventana veré salir al sol”. Ve todo lo que no vemos nosotros. Ve las pistas de patinar de los niños, la piscina, la autopista, el valle con fábricas, los montes que un día tuvieron hierro en sus entrañas. Ve salir al sol por cinco lugares diferentes. Ha colocado cinco cactus en el alfeizar de la ventana señalando su recorrido anual. A cambio, nosotros vemos un patio interior en donde colgamos la jaula del jilguero. Si el pájaro canta, es que está contento. Y canta. También canta doña Adela Martín de Larumbe. Canta boleros de mucho amor. De esos que dicen que se le queman los centros. Estira sus labios arrugados para pintar el aire con una voz tan fina como un hilo de seda. Y el jilguero infla sus papos y la sigue mudando la atmósfera enviciada de nuestra habitación. Porque doña Adela se encarga de ponerme el café del desayuno y de acompañarme hasta la puerta a la hora de ir a trabajar al Banco mientras su hija sigue durmiendo. Hace poco tiempo, me han comunicado mi próximo ascenso a apoderado. Todavía no he dicho nada a mi mujer. Es mejor meterse el caramelo entero en la boca que chuparlo a ratos. El día que se lo diga, a lo mejor compro una docena de pasteles surtidos. 
 Aunque el salón y parte del pasillo de mi cuñado colindan con nuestra vivienda, él entra en casa por otro portal. Mi cuñado se llama Martín. Es alto y tiene los huesos un par de números más grandes que lo que le corresponden para no ser feo. Y sus manos son pequeñas, como las de un muñeco. En cambio, sus pies son grandes, a lo mejor un cuarenta y cinco, escondidos en unas botas de alta montaña. Mi cuñado, o “ese hombre”, como dice Milagrosa, es un soltero agrio que ya ha pasado de los cincuenta. Mi cuñado puso a su madre en la calle sin bragas y con los rulos en su cabeza sin ninguna explicación. Adela Martín de Larumbe, anciana y viuda de un bedel de Instituto de Enseñanza Media, tuvo que bajar las escaleras de su portal, dar la vuelta a la casa, subir las escaleras de nuestro portal y pedir refugio por caridad porque su hijo había renegado de ella con su voz de bajo amaestrada en el coro de la parroquia. Así nos dijo mi suegra, eso sí, sin lágrimas en sus ojos. Puedo jurar que nunca la he visto llorar. Ni de pena ni de alegría. “Sólo se llora en los boleros”, me dijo un día. Cuando se murió su marido de fumar puros, se quitó un imperdible de la solapa de su chaqueta y le pinchó en una mano antes de cerrar el féretro. “¡Por tonto!”, le escupió. Todavía no sé por qué hizo eso. Sí. Mi suegra es una mujer dura. Sin embargo, no desmiente a su hija sus mentiras sobre sus estudios universitarios ni le lleva la contraria en nada. Si Milagrosa atrapa un berrinche, doña Adela se mete en su cuarto, saca del cajón de su mesilla “El diablo Cojuelo”, y se sienta en su butaca a leer. “¿Pero todavía no lo ha terminado?”, le pregunto. “Muchas veces. Lo he terminado muchas veces, pero lo vuelvo a empezar otra vez. Es para conservar la vista”. Yo creo que no lee. Yo creo que está dormitando o quizás rezando el Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero o el Yo pecador, me confieso a Dios, porque aunque no le tiene miedo a la muerte (“sólo a la soledad”, suele decir) va los domingos a la parroquia de los Sagrados Corazones a misa de once, que es cuando canta el coro y suena el órgano y su hijo Martín, el mismo que la echó de casa sin bragas y con rulos, canta con su voz poderosa de bajo y ella la distingue entre todas, yo creo que porque desafina. Así son las madres. Les das en una mejilla y ponen la otra para sentir la bofetada como una caricia bajada del cielo. No es como mi madre, pero también ella es madre. Mi madre era cariñosa, daba besos a mi hermano pequeño. Ponía la tele y se ponía a llorar. “¡Pero si son las noticias!”, le decía yo. “Por eso me conmuevo, hijo”, decía secándose las lágrimas con los dedos. Mi padre era escritor. Escribió trece novelas. Se las publicaba él en una imprenta que estaba en los bajos de nuestra casa. Era un escritor original. Primero diseñaba la portada del libro. La mandaba imprimir. La colocaba encima de su mesa de limoncillo y escribía las tripas del libro. Era cuando decía: “Ando con las tripas”. El título lo ponía al final. No he leído ninguna novela de mi padre. Me dan miedo. Mi hermano pequeño, el que se llevaba todos los besos de mi madre, los empezó a enviar a las editoriales. Ha conseguido que se los publiquen. Las críticas son buenas. Se venden. Mi mujer los devora. El que más le gusta es uno que se titula “La reina goda”. Mis padres se murieron jóvenes. Ella antes que él. Mi madre de cáncer. Igual que mi suegro, el bedel de instituto. Si no te mueres de cáncer, te llaman raro, como canta Admeto Tatas, el griego. Mi padre se murió probándose unas zapatillas para el invierno. Se llevó las manos a sus ojos y cayó fulminado. Mi mujer tiene celos de mi hermano pequeño. Tiene celos porque mi hermano me llama por teléfono todas las semanas, porque me soba los michelines para colocarme los pantalones en su sitio (se me caen por la tripilla cervecera), ¡yo que sé!, porque nos queremos. Somos cuatro hermanos y nos llevamos de cine. Cada uno es como es. En realidad, Milagrosa tiene celos de todos mis hermanos. Lo que pasa es que mi hermano pequeño es soltero y tiene cara de bebé. Yo le digo que ella tiene hermano y madre. “¡Menudo par!”, me suele responder. Milagrosa ha llegado a echarme en cara el que no le hubiera presentado a mi padre. “¡Pero si mi padre se murió mucho antes de conocerte yo!”, le digo. Entonces se queda en silencio. Un silencio que puede durar cinco minutos o cinco días. La realidad es que me da un poco igual. Ella está celosa de mi vida privada. Y mi vida privada no es interesante ni profunda. Casi siempre es así. Yo también creía que Milagrosa era una mujer con pisos de sabiduría. Y mira.
El gran problema es el teléfono de mi cuñado. Es duro que te despierten a las tres. Es un suplicio que lo hemos dejado podrir. Hasta se me olvida que se llama Martín. Y le llamo cuñado. A él le hace gracia que le llame cuñado. Que le diga:
- ¡Hola cuñado!
Martín mete su cabeza entre sus hombros, como una tortuga. Comienza un conato de sonrisa o dibuja un gesto de tristeza infinita y dice:
- ¡Qué te chinguen!
Habla mal. Dice que pertenece al ramo de la gasolina y que los del ramo de la gasolina siempre han hablado mal. Habla mal también con los curas y con los ricos. Bien. Pues un día le dije:
- Todas las noches suena tu teléfono a las tres.
- Alguna puta. Ya le dije a mi hermana que no compréis ahí vuestro piso. Ella quería abrir una puerta para estar todos juntos. ¡No te jode!-terminó con su voz de bajo coral.
Se lo dije alguna vez más. Hasta que me miró con sus perennes ojos de sueño y me dijo:
- No seas indigesto. A las tres de la noche yo estoy con la manga en la mano. Si me dan fuego, me convierten en antorcha.
Le dejé en paz. Y desde entonces casi no le he visto.
Algunas tardes tengo que ir al Banco a trabajar. Si salgo de noche voy a un sitio que ponen buena música. Preparan bien las copas. Es de un negro de Cuba que usa pajarita y se tiñe el pelo de paja. Le traen ron de allí y usa Coca Cola de botella de cristal, helada. Le pone un poco de lima. El trago entra sin querer. Me atrajo el nombre que tiene el sitio: Canto de Sirenas. Y me gustó. Le pregunté al negro a ver si sabía lo que significaba “canto de sirenas”.
- Mentiras agradables, señor.
- Pero que encubren algún mal-dije.
- Así será- me respondió sin mucha convicción.
Siempre que voy, el barman me trata con cariño. Se llama Silvio. Es un negro corpulento de labios finos, manos arregladas, con la fuerza de un gorila. Un día vi cómo sacaba a dos sudacas, acogotados con sus manos, porque uno de ellos había roto su vaso de tubo en la cabeza del otro. No es un sitio de peleas, pero nadie se libra de gente que no sabe estar.
Voy y entro en el local por la doble puerta. Me quedo en la barra. Miro con disimulo a la gente de las mesas. Así, de casualidad, descubro a mi cuñado sentado en una mesa, revolviendo su café con una cucharilla. Espero un rato a ver si levanta su cabeza. Bebe el café negro de un trago, sin sacar sus ojos de la taza ni cuando su borde le toca su nariz. Silvio sale de detrás del mostrador con otra taza. Parece que son viejos conocidos. De los que se entienden sin hablar. En los altavoces suena “Draculina”, una canción que hizo famosa el travesti Violeta la Burra, en los bares lumpen de Barcelona, ataviado con collares de pimientos rojos. Me planto frente a él.

- ¿Cómo te va, cuñado?
- Bien- me responde con su voz de contrabajo.
- ¿Haciendo tiempo para ir al tajo?
- El café me quita el sueño. Te invito a una copa-. Levanta un brazo largo.
- ¿Lo mismo?-dice Silvio desde su puesto de mando.
Me siento frente a él. Tengo la sensación de que me sonríe o intenta sonreírme. Estoy contento. Mi cuñado no es mala persona. Es raro. Parece mala persona pero es raro. Parecido. Le voy a decir que he estado en el Banco toda la tarde. Para qué. Él ya sabe que he estado trabajando. Creo que me conoce bien. Además, sé que a mi cuñado le importa un rábano en donde he estado ni lo que hago. Así que me quedo en silencio. Cuando el negro me trae la copa, la segunda, Martín chasquea la lengua y me mira de pasada. Silvino el negro pone en el plato Penny Lane. Me acuerdo de mi padre. Siempre que escucho Penny Lane me acuerdo de mi padre. La cantaba oyendo el murmullo que salía de “las tripas” de sus libros. “No sé para qué escribo, pero he tenido la bendita suerte de saber escribir”, solía decirnos en la mesa.
- Mira cuñado- digo-. Tiene que existir alguna solución para que tu teléfono deje de sonar a las tres de la madrugada.
Levanta sus ojos hasta los míos. ¡Le brillan! Nunca había visto brillo en los ojos de mi cuñado. Pienso que a lo mejor se ha puesto lentillas. ¡Me sonríe! Me sonríe sin tapujos, a cara descubierta. Ahora se parece un poco a Milagrosa cuando lee tiras de Mafalda. Pero hace un gesto de hartazgo.
- ¿Mi madre se porta bien?-me pregunta con una entonación de voz desconocida para mí. Que su teléfono no nos deje dormir le trae sin cuidado. Me pregunta a ver si su madre se porta bien. Como si su madre fuera una niña.
- ¿Tu madre? Tu madre no es una niña.
- Eso ya lo sé.
- Ya-digo- ¿Entonces?
Mi cuñado saca el móvil y mira la hora.
- Las diez menos cinco-dice.
Se levanta. Al pasar por mi lado me aprieta un hombro. Sale con andar brioso sin despedirse de Silvio. Tampoco de mí. Me ha apretado un hombro. Yo no hubiera sido capaz de apretarle un hombro a él. Me da un escalofrío. Pido otro trago. El tercero. Voy a mear. Recuerdo que la gasolinera en donde trabaja Silvio está a la vuelta. Sé que trabaja de diez a ocho de la mañana. Sé que libra un día. Sesenta horas a la semana. Al regresar de mear cojo el vaso y lo pago. Me quedo en la barra. En pie. Ahora suena Lucy in the sky with diamonds. Siento que la lengua se me está poniendo gorda. Tres. Uno me sienta genial. El tercero justo me permite conducir con un ojo cerrado. Lo termino. ¡Qué coño! Me ha dicho el director que desde el día uno del próximo mes soy apoderado. Digo en casa que lo estoy celebrando y ya está. Recuerdo que he venido en metro. Me entra una risa tonta. Le doy la mano al negro. Es la primera vez en mi vida que doy la mano a un negro. Constato que no se nota el color de la piel al roce. “Volveré”, digo como despedida. Tres copas pueden volver idiota a un mono.
El sobaco de un gordo que viaja pegado, me espabila. Llego a casa un poco hablador. Da lo mismo. No me atienden. Mi mujer está viendo el debate de antes de acostarse. Me dice que la cena está donde siempre. Doña Adela me sigue a la cocina y me pide los zapatos. Un olvido. Me trae las zapatillas. Me estira de la solapa de la chaqueta. Me la quito. Otro olvido. Se la lleva a mi cuarto. Estoy sentado a la mesa. Miro como un lelo al plato que tapa a otro plato. Las manos de doña Adela llegan como dos urracas y se lo lleva a la fregadera. Volando. Tercer olvido. Tortilla de patatas. Como un trozo. Devoro un trozo de pan. No bebo vino. Cuarto olvido. Me voy a la cama. No le digo a mi mujer que he estado con su hermano. Tampoco que me van a hacer apoderado el lunes próximo. ¡Que le chinguen! Al pasar por su lado me obliga a darle un beso. Otro olvido. Me dice que huelo raro.
- Me he tomado un cubata. El premio al guerrero.
- Se dice: “El descanso del guerrero”- me dice sin quitar ojo de la pantalla de la tele.
- Eso voy a hacer ahora.
Me duermo al instante.
Me despierto asustado. Es de noche. Mi mujer duerme profundamente. Levanto la cabeza de mi almohada para escuchar mejor. Estaba soñando con ruido antes de despertarme. Miro hacia la puerta. Permanece abierta como siempre. Un haz de luz cruza el pasillo. Otro. Me levanto y voy a la sala. Mi suegra, sentada en la butaca de mi mujer. De espaldas. Tiene una pequeña linterna metida en su boca. Encima de sus piernas, el teléfono. Marca. Al otro lado de la pared del pasillo comienza a sonar el teléfono de mi cuñado. Pongo mis dedos encima de la clavija de colgar. Se hace el silencio. En el reloj de pared que heredé de mi padre dan las tres. No enciendo la luz. La que entra de la calle es suficiente para ver los ojos asustados de mi suegra.
- Pégame si quieres. Pero no le digas a Milagrosa que la que llama por teléfono a Martín soy yo. Él tiene conectado su móvil a su teléfono y algunas veces me coge. Es que su media hora de descanso comienza a las tres. Ya sabes que yo no sé manejar los móviles. He nacido a destiempo.
Enderezo mi columna y voy a la cocina. Casi no se ve nada. Abro la puerta del armario de los vasos. La sed del ron cubano. Todo lo que palpo son platillos. A la derecha de los platos están los vasos. Se cae algo. Rebota contra el mármol y cae al suelo haciendo plaf. Un vaso. Piso un trozo de cristal. Se me clava bien clavado en la planta del pié.
- ¡Mierda, mierda, mierda!
Se enciende la luz de la cocina. Es Milagrosa.
- ¡Qué patoso eres!-dice.

FIN








miércoles, 2 de octubre de 2013

EL LAGO DE LOS PATOS

 
Se acababa de quedar sin trabajo. Seis meses de paro y a verlas venir. Era químico, con los tres años del doctorado terminados. Se llamaba Oscar. Usaba corbata. Comenzó a buscar trabajo. Iba al centro de la ciudad y entraba en los comercios. Preguntaba mirando a los ojos de su interlocutor. Eso al principio. Después preguntaba con la mirada en la punta de sus zapatos. Un día que estaba cansado entró en una iglesia y se metió en un confesonario a comer pan con media pechuga de pato. Confesó a una mujer. Descubrió un parque. Un hombre vendía cucuruchos de papel con patatas fritas. Una mañana contó los paquetes que vendió el patatero. No le pareció un buen negocio. También iba a sentarse a la estación del ferrocarril. Los bancos de la estación estaban muy solicitados. Su suegro solía dejar monedas y algo de papel en el cajón de su mesilla. Oscar comenzó a hurtarle algunas monedas. Cuando reunía el dinero suficiente para ir al cine, se sentía feliz. Oscar solía pasar muchas horas con el ordenador. Le llamaron de un laboratorio. Le contrataron para tres meses. Y se sintió dichoso. No se puso corbata.
Ella era gorda. No era una gorda de esas que te sacan la risa. Era simplemente muy gorda. Era guapa. Casi todas las gordas proporcionadas son guapas. Si adelgazan, son feas. Era maestra. Daba clases particulares en la mesa del comedor de su casa. Tenía pequeños grupos de gente menuda. Vecinos. Los grupos llegaron a ser parejas, luego individuos y después humo. Fue como si todos los niños del barrio crecieran de golpe. Se llamaba Inés.
Oscar e Inés no estaban casados. Ni en la Iglesia ni en el Juzgado ni en el Ayuntamiento. Modernos. Inés era una mujer impulsiva. Oscar era un hombre paciente. Ella se irritaba. Él la reconciliaba.
La niña se llamaba Blanca. Tenía cinco años. Su mejor amigo era su abuelo. Blanca quería tener pitilín. Era su gran problema.
El abuelo estaba prejubilado. Era viudo. Se llamaba Miguel. Tenía dos ojos. Uno de cristal, azul. El sano era de color marrón. Daba un poco de temblor. Le hablaban mirando al suelo o al cielo. Según la altura del interlocutor. Cuando enmudecía se veía que era una persona buena. Las personas buenas tienen voz joven.
Al regresar del colegio Blanca hablaba a su abuelo de sexo. Miguel le escuchaba con mucha atención. Bueno. Lo que hacía era no interrumpirle. Miguel pensaba en el lago de los patos. Era una época en la que llegaban los patos azulones a criar. Cuando arrancaban a volar daba gracias a Dios por haberle dejado un ojo. Era suficiente para contemplar aquella maravilla.
 Oscar e Inés discutían por la tarde. Discutían para no aburrirse. Cuando las cosas se ponían raras, Oscar cambiaba de conversación. Era un maestro en aplacar enfados. Después de fregar los platos esperaban sentados en el sofá a que el abuelo y la nieta llegaran del colegio. Entonces discutían de cómo se hacía un curriculum con gancho. El abuelo iba al club de jubilados a jugar al chamelo y el matrimonio salía con la niña a mirar supermercados. Compraban las ofertas. Al ponerse el sol subían a la loma de detrás de su casa a ver volar a los patos desde el lago a los campos encharcados. Trataban de contarlos cuando echaban a volar. El abuelo había enseñado a su hija a silbar como los patos. Ahora le estaba enseñando a su nieta. 
Miguel, al regresar de jugar al chamelo, pasaba por casa y se cambiaba los zapatos por las botas altas de goma. Rodeaba el lago por el Este, que es su parte más estrecha. Caminaba con las manos en la espalda. Silbaba. También cantaba Amapola y Strawberry fields forever. Trepaba el cerro. Semioculto por los troncos de unos olmos, preparaba media docena de anzuelos. Los anudaba a un trozo de pita fuerte y los clavaba en la tierra más seca amarrados a un palo de brezo. Los patos surcaban el aire por encima de su cabeza: eran grupos de ocho, emparejados, dos detrás de otros dos. Miguel ponía en los anzuelos gusanos de tierra. Después rodeaba el lago y regresaba a casa con la noche puesta. Conocía el terreno como la palma de su mano. Sólo temía al guarda. No a la multa. Era un guarda con el libro de sanciones fresco, enseñado como un perro a seguir las huellas de los cazadores furtivos. Miguel temía a la vergüenza. Aunque los vecinos del lago andaban con anzuelos en el bolsillo, comer patos del lago en época de crianza era un descrédito desde tiempo inmemorial. Por eso esperaba a las primeras luces en su puesto de ladrón. Siempre caía alguno. Si tenían plumas azules o verdes, las guardaba para adornar la cinta de los sombreros. Miguel sabía hacer sombreros de fieltro de mirar a su madre cuando era chico. Su madre hacía sombreros para caballeros. Lo tuvo que dejar porque ya no se llevaban los caballeros. Miguel lo contaba así. También conocía los cañaverales en donde hacían sus nidos las patas. Envolvía los huevos en papel de periódico, uno por uno y los guardaba en los bolsillos de su capote. La cena.
  - Te van a llevar a la perrera, padre-le dijo su hija por la mañana. El otro día saltó de la cáscara de un huevo un patito vivo al aceite hirviendo de la sartén.
- Bebes demasiado. Una hija borracha es una desgracia. Yo jamás cogería un huevo gozado. ¡Vamos, anda! Prepáralos con ajos fritos. Pero mejor mañana-le respondió su padre desde el otro lado de la ventana, en la calle.
- ¿Está bueno el tiempo?-le preguntó Inés.
- Según para qué-dijo Miguel-.La tierra está húmeda. Hay brisa para colgar la colada. Esta noche estará bueno para patos. Podemos freírlos y ponerlos en tarros en escabeche.
- Te vas a llevar un tiro en el culo. Ese guarda es malo. Me han dicho que ha sido guardia civil.
- Peor para él-dijo Miguel-. Te traeré más tarros.
- No me hacen falta. Todavía me queda pato del año pasado-dijo Inés.
- Ya.
- ¡Qué es ya!
     - El paro, hija, el paro.
- Saldremos adelante. Oscar está esperando que le llamen de la oficina para prolongarle el contrato. A mí ya me caerá algún niño. Ya verás.
- No deberías ducharte con la puerta abierta- dijo Miguel metiendo su ojo bueno en la cocina. Su ojo azul parecía una estrella. Siempre que alguna frase le hacía gracia, le brillaba el postizo con enigmáticas reverberaciones.
- Me ducho en familia-dijo Inés.
- Es por la niña-dijo su padre.
- ¡Es mi hija!
- A la niña le preocupa el sexo. Contigo fue igual. Primero fue el sexo y después la muerte. Es el orden de las preocupaciones infantiles. Suena raro, pero es así- dijo Miguel.
- ¿Yo me preocupaba por el sexo?-dijo Inés.
- Primero por el sexo. Después por la muerte- repitió Miguel. El domingo te estabas duchando con la puerta abierta. Vi cómo la niña entraba en el baño y te observaba con detenimiento.
- Yo también la vi.
Se agachaba y se levantaba a mi alrededor.
- Buscaba tu sexo-dijo Miguel.
- ¡Y no lo encontró!-exclamó Inés inflada de risa-¡Pobre Blanca! Miraba por delante, miraba por detrás. No se da cuenta que un buen faldón de tocino cubre las cosas de los gordos.
- No hay día que no me diga que está muy preocupada-dijo Miguel.
- ¿Y eso?-dijo Inés.
- Porque eres la única mamá que no eres ni chico ni chica.
Es cuando tocaron la aldaba. Tres golpes secos. Miguel rodeó la casa por el prado. Lo descubrió desde la otra esquina de la casa. Era el guarda. Tenía unas plumas de pato en la mano. Se le secó la garganta como cuando de niño el cura le metía la Hostia en la boca. Se ahogaba. Alguna vez tuvo que sacársela antes de que le diera la arcada y guardarla en el bolsillo del pantalón. Al salir a la campa de la iglesia la escondía debajo de una piedra. La ponía siempre debajo de la misma piedra. Con el tiempo desaparecían. “Se las comen las hormigas”
- ¿Y estas plumas?-preguntó el guarda a Miguel sin dar los buenos días. Era una buena puesta en escena.
- Buenos días, general-dijo Miguel.
- Pregunto por las plumas-dijo el guarda del lago. Tenía la carabina colgada al hombro. Era alto y flaco. Seguramente se le podían contar las costillas. Tenía un colmillo de abajo arreglado con plata, los labios finos y la nariz rara.
     - ¡Usted sabrá en donde las ha encontrado!
- En la puerta de su casa.
- El viento es malo a veces.
     - Creo que usted hace sombreros de cazador-dijo el guarda del lago.
- Déme el suyo. También las plumas. Si su sombrero es marrón le van las plumas verdes.
Miguel abrió la puerta de su casa. Invitó a pasar al guarda. Lo condujo al comedor, donde su hija enseñaba aritmética y hacía dictados cuando venía algún crío. Sacó del aparador una caja de galletas con agujas, hilo y plumas de pato. Eligió las plumas más anchas y brillantes. Las cosió en un abrir y cerrar de ojos, las sujetó en la cinta del sombrero y se lo colocó él mismo. Le invitó a mirarse en un espejo de pared. El guarda hizo un gesto coqueto.
- Parece un sombrero nuevo-dijo el guarda.
- ¡Hija!-dijo Miguel- Trae un par de tarros de pato a la vinagreta del año pasado. Son para el guarda del lago. Los del año pasado están más jugosos.
Inés entró en el comedor con los tarros en una bolsa de papel. El guarda estaba firme. Más que firme, rígido. Inés extendió sus manos con los tarros a las manos del guarda. Miguel adivinó que los músculos del guarda eran piedras.
-Yo antes tenía un perrillo que se llamaba Samuel-dijo Miguel procurando mirar al guarda con el ojo azul. El bueno lo cerraba haciéndole un guiño de muerto.-El perrillo me salió cazador. Algún hombre malo le metió un tiro en la frente. Buena puntería.
El guarda no recordaba que un tuerto le hubiera guiñado un ojo sin parecer ciego. Sintió un escalofrío entero. De los que comienzan en el cráneo y terminan en los dedos de los pies. Extendió las manos y cogió el paquete que le daba Inés.
     El guarda miraba al suelo. Cerró los ojos y puso su mano izquierda en la culata de su fusil. Necesitaba tocar madera.
- Venga cuando quiera-dijo Miguel-Aquí los patos sobran. Pero es mejor que se acerque cuando traigo a mi nieta del colegio. Está muy salada. Anda con lo del sexo y esas vainas. Seguro que le pregunta a ver si tiene cojones como los de su abuelo.
FIN