viernes, 29 de marzo de 2013

AL TERMINAR EL DÍA


(Ejercicio para aprender a escribir).
 
                  “- Puedo enseñarte a bordar-propuso él.”
                  “- Con uno que borde en casa, basta.”

                                 Raymond Carver



  
Edelmira Ardi, sentada en su sillón de relax japonés, con los cascos de oír música en las sienes,  leía las esquelas en el periódico del día anterior. Su hermana Dorotea miraba la pantalla de la televisión, que la tenía sin sonido, y bebía limonada. Aunque ambas mujeres ya habían rebasado los sesenta años, conservaban las carnes prietas y la piel tersa. Ya habían cerrado la tienda de confección que tenían en los bajos de la casa. Las luces del escaparate de la tienda se encendían automáticamente. Se escuchó la bomba del baño del fondo del pasillo.

-  Longino ya está listo para salir a correr. Vamos a prepararnos porque ya sabes que se pone nervioso-dijo Edelmira plegando el periódico del día anterior.

Longino Ardi era el mayor de los tres hermanos. Había trabajado toda su vida de cajero en una sucursal bancaria. Viudo sin hijos, se fue a vivir a casa de sus hermanas cuando estas descubrieron que no sabía guisar unas simples patatas ni planchar como es debido los cuellos de sus camisas. Durante sus treinta años de cajero había aprendido contabilidad y ahora se entretenía llevando las cuentas de la tienda. Había montado una oficina en el ático y había subido su equipo de sonido. Le gustaba la música clásica y se había acostumbrado a trabajar con La Pasión según San Mateo de fondo. Aunque muchas tardes escuchaba boleros y alguna ranchera. También leía. Sobre todo leía las biografías y las novelas históricas que venden en los hipermercados.
Edelmira y Dorotea se habían quedado solteras a pesar de haber tenido muchos pretendientes. Sin embargo, las dos se enamoraron de dos hombres imprevisibles. Edelmira se enamoró de un chico muy guapo que cantaba de solista tenor en el coro de la parroquia. Cuando cantaba el Panis Angélicus de César Franck, las mujeres lloraban como benditas. El muchacho emigró a América y nunca más se supo. A Dorotea le eligió un médico cirujano que la sacaba a pasear al campo en un automóvil descapotable. El médico llevaba un bisturí en el bolsillo y con él hacía ramos de zarzamoras y de fucsias silvestres que regalaba a Dorotea emocionado por su propia delicadeza. Un día el médico se preparó un plato de sopa hecho con matarratas y se lo comió entero. El entierro fue una verdadera manifestación de duelo.
- Entonces, ¿vamos a correr o no vamos a correr? -dijo Longino desde la puerta de la salita de estar.
- No seas impaciente -dijo Edelmira-. Danos un respiro, que acabamos de subir de la tienda.
- Vamos a perder el último rayo del sol. Si vamos a salir a correr, salgamos ya. El sol no espera ni a Dios.
- El día menos pensado te va a dar un reflujo. Se irá el día y saldrán las estrellas, pero el camino seguirá en su sitio con sus farolas, sus plátanos y sus perros-dijo Dorotea.
-Al menos, quítate esos cascos, apaga la televisión. Y tú, termina con esa pócima. Así no vamos a salir nunca.
Longino cerró la televisión, recogió los cascos de la radio de las manos de Edelmira, colocó el periódico encima de la mesita de cristal, agarró fuerte de la muñeca de su hermana y la levantó de un tirón de su butaca.
- ¿Qué chándal te vas a poner? -preguntó Edelmira a su hermana al pasar por su lado.
- El que tiene un lapo en la espalda.
- Es una ameba -dijo Longino.
- Aunque esta noche va a helar, me voy a poner el de los ramilletes de nardos. Tiene un algo, ¿verdad?
- Atrae a las abejas -dijo Edelmira.
Longino cerró las puertas del comedor que daban a la terraza. Subió al segundo piso y revisó las ventanas. En el tercero, en donde se encontraba el ático y su oficina, encontró una lámpara de mesa encendida y la apagó. Bajó a la tienda y encendió la luz del escaparate. Salió a la calle y bajó la persiana de la puerta de la tienda. Se separó tres pasos de la fachada y contempló el conjunto. Lo hacía todas las noches. En la parte izquierda del escaparate descubrió un cartel nuevo encima de unos calzoncillos de tela morena. El cartel anunciaba con letra inglesa que se hacían calzoncillos a medida para caballero. En el centro  había un maniquí vestido con un delantal blanco con peto, propio de una casa de posibles. La base del escaparate era un paisaje de montañas con un río que corría por un valle. Las montañas, los prados, el río y las casas estaban confeccionadas con tejidos de vistosos colores. Parecía un Belén. No había duda que Edelmira y Dorotea, además de tener imaginación, poseían gusto y habilidad con las agujas y la tijera.

Aparcaban siempre al lado del viejo molino de viento, cerca del camino que llevaba al faro. Antes de saltar al paseo bordeado de plátanos hacían dos minutos de calentamiento cantando: “El cocherito, leré,.. Después comenzaban a trotar. Longino, gordo como un tonel, iba en cabeza sin olvidarse de sonreír de oreja a oreja. Tenía una cara de torta como un plato. Una graciosa nariz respingona marcaba el centro de su cara redonda. Sus implantes blancos acogían con cariño el saludo de los conocidos. Edelmira y Dorotea corrían con estilo agarradas de la mano.
- La profesora nos dijo que no levantemos demasiado los pies del suelo -dijo Dorotea.
- Pero no tanto. Parece que vas bailando ballet.
- ¡Qué ridiculez! ¿De veras crees que corro como una diva?
- Corres como siempre. Ya sabes que lo sofisticas todo. Yo, sin embargo, tengo la impresión de correr como los soldados que desfilan en Madrid con una cabra.
Longino, que ya comenzaba a resoplar, se volvió y sin dejar de correr, dijo:
- Parecéis princesas. Dos princesitas reales.
- Lo más difícil es mover los brazos sin imitar a un gladiador. Y si los llevas a la altura de las tetas, pareces un ama de casa limpiando lentejas. ¡A que sí!
- Esto nos sucede a las mujeres. Nacemos coquetas. Mira a nuestro hermano. No corre. Salta como un sapo, se rasca las pelotas cuando le pican, suda como un manantial. Creo que correr es cosa de hombres.
- Ya verás cuando llegue el primer repecho. Longino comenzará a resoplar como el fuelle de un herrero y nosotras, como siempre, le pasaremos dándole palmaditas de ánimo.
- No seas cruel. Luego llora en la cama.
Edelmira se bajó la cremallera del chándal con la mano libre y metió los dedos debajo del sostén.
- ¿Te pesan? -preguntó Dorotea.- Ése es otro inconveniente que tenemos las mujeres para correr. Se mueven como diablos.
- Si no te colocas bien el sujetador, es una lata, chica, vuelan. -dijo Edelmira.
Edelmira soltó su otra mano de la de su hermana. Ahora levantó el borde del sujetador con su mano izquierda y metió debajo la mano derecha. Hurgó unos segundos sin dejar de correr.
- ¡Deja de tocarte las tetas! Llegamos a la cima del repecho y todavía no hemos pasado a Longino.
 Lo rebasaron al borde de los tamarindos, justo cuando el sol comenzaba a morder el monte. Olía a resina, a betún y a mar. Edelmira respiró y luego suspiró para hablar:
- ¡Este aroma resucita a los muertos!
Cien metros atrás habían dejado el cementerio.


Al llegar al antiguo fuerte de La Galea soplaba una brisa fría. Sin embargo, esperaron en la fuente a que tres mujeres dieran de beber a sus perros de una bolsa de plástico. Las mujeres trataban a sus mascotas como si fueran hijos tontos, niños torpes o maleducados, no como a simples perros sedientos. Después bebieron ellas del grifo. Una de las mujeres intentaba limpiar el culo de una perra boxer con un paño mojado. 
Longino sacó de su pequeña mochila un vaso de aluminio, lo llenó y se lo pasó a Dorotea. Sacó tres bombones de chocolate y los repartió mientras dibujaba con sus dientes de rico una sonrisa familiar. Era la ceremonia de todos los días laborables que salían a correr.
El camino de vuelta era cuesta abajo. Edelmira dijo:
- Hoy no tengo ganas de galopar. Me podéis esperar sentados en un banco del parking.
Dorotea se paró al lado de la farola. Todavía  no era de noche, pero las luces se habían encendido. Miró a Edelmira de reojo y le agarró del brazo. Longino se colocó a su lado y los tres comenzaron a caminar a paso lento. No tenían prisa.
- Mierda -se lamentó Longino -Se me ha metido un guijarro en el zapato.
- ¿Qué es un guijarro? -preguntó Dorotea.
- Una piedrecita que me hace incómodo el andar.
- Creí que era un bicho raro-dijo Dorotea.
Longino se sentó en un banco del borde del camino. Se soltó las cintas de las deportivas y se quitó la zapatilla. Edelmira les dio la espalda, corrió la cremallera de su chaqueta y metió la mano derecha debajo de su sostén izquierdo. Apretó con rabia al lado de su pezón y permaneció todos los segundos que pudo soportar mirando a un barco que se acercaba al muelle de los contenedores. Dorotea le dejó sola. Dorotea se sentó al lado de su hermano e hizo la lazada de su zapatilla. Edelmira dijo:
- Cuando éramos pequeñas, nuestro padre solía venir aquí a escuchar a los pájaros ponerse a dormir.
- Ahora no hay pájaros -dijo Longino.
- Volverán -dijo Edelmira.
- Hay paisajes que no necesitan pájaros. Este es uno de ellos-dijo Longino. -Bueno, qué. ¿Vamos?
Edelmira arrancó a caminar. Saludaron a unos conocidos. Dorotea se puso a su lado. Le dijo a su hermana muy bajo:
- ¿Qué te pasa en la mama derecha?
- ¿Qué quieres que me pase? -respondió Edelmira con cara de palo seco. Dorotea la conocía bien. En unos segundos, el carácter jovial de Edelmira, había volado.
- Ya no somos jóvenes, hermanita. Cuando la gallina se escarba las plumas es que tiene pulgas.
- Cállate. Camina y mira al cielo. En casa te enseñaré las pulgas.
- Edelmira, ¿te ha pasado algo?-preguntó Longino.
- Es mi sujetador. Me queda flojo-.dijo Edelmira.
- ¿Flojo? ¿Te queda muy flojo? A lo mejor es que te parece a ti que te queda muy flojo. Muchas cosas que nos suceden son suposiciones.
Longino no supo añadir más palabras. Se había liado y pensó que hablaba como un niño idiota. Miró de refilón el rostro de sus hermanas. Conocía aquel mohín: boca prieta, párpados caídos. El gesto que había descubierto dibujar a Edelmira, mientras Dorotea le ataba su zapatilla, no era de colocarse el sujetador. El gesto que había descubierto en el rostro de Edelmira era el mismo que se le quedó a su mujer cuando visitaron al médico por primera vez. También cambió desde aquel día la sonrisa por las lágrimas. Y sin ser consciente, los labios de Longino adquirieron la dureza de una piedra y sus párpados bajaron hasta el suelo, casi hasta cerrarse.
Comenzó a soplar un viento frío del Este. Los cipreses del cementerio doblaban sus ramas todos al mismo tiempo. Edelmira comenzó a correr y sus hermanos la imitaron.
- Este viento trae agua-dijo Edelmira.

Teodora se quitó el chándal en su habitación y lo dejó encima de la silla para echarlo a lavar. Se puso la bata de estar en casa y esperó un par de minutos delante de la puerta del cuarto de baño. Llamó.
- Pasa-le dijo Edelmira.
Teodora cerró la puerta por dentro. Edelmira estaba desnuda de cintura para arriba y tenía el brazo izquierdo en jarras. Su figura se reflejaba en el espejo.
- ¿Te duele? -preguntó Dorotea casi sin voz.
- Esto no duele, estremece. Dame tu mano, trae, aquí. Junta dos dedos y muévelos de izquierda a derecha. Sin miedo. Son dos. Un poco más arriba. Acercándote al pezón. Tienes las manos frías. Déjame guiarte. Al principio, cuesta. Ahí. Ya los tienes. Aprieta sin miedo. No se escapan.
- Son dos bultos-dijo Dorotea.
- Creo que mañana tendré que ir al Hospital a que me echen una mirada. Parece importante -dijo Edelmira.
- Le voy a decir a Longino que nos lleve. Antes o después habrá que decírselo.
- ¿Crees que no se ha dado cuenta?-dijo Edelmira-. En la tienda dejaremos el cartel de cerrado.
Edelmira se apoyó con ambas manos en el borde de la piedra del lavabo moviendo la cabeza. Dorotea abrió la puerta del baño y fue al cuarto de su hermana por una bata. La ayudó a ponérsela. Luego se abrazaron con fuerza y se dieron dos besos. Edelmira se separó con decisión y dijo:
- Voy a bajar a hacerle algo de cena a Longino. ¿Tú que quieres?
- Yo voy a tomar un vaso de leche caliente-dijo Dorotea mientras se perdía por el pasillo hacia su cuarto. No encendió las luces para que su hermana no le viera las bolsas de sus ojos.

Longino se había puesto una gabardina para ir a la calle. Quería dar un paseo largo, pero el viento era demasiado fuerte para andar haciendo el fantasma por las calles desiertas. El paseo consistió en salir, mirar el escaparate de la tienda y volver a entrar. Se quitó la gabardina y encendió la T.V. Se levantó a bajar el sonido y la cerró. Entonces recordó que Dorotea le había dicho que le dejaba una tortilla francesa y un vaso de leche caliente en la mesa de la cocina. Estaba todo frío pero comió la tortilla y bebió la leche. Después subió al piso de arriba para decirles a sus hermanas que él se levantaría pronto y les haría el desayuno, pero se quedó quieto en el pasillo. Las luces de sus habitaciones estaban apagadas. Se quedó un buen rato en silencio. Se quedó hasta que pensó que alguna de las dos podría salir y encontrarlo como un pasmarote. Bajó despacio. Apagó la luz de la cocina y las de la sala. Entraba suficiente luz de la calle como para caminar sin matarse. Se sentó en la butaca, frente al televisor. Abrió la espita de los recuerdos y los dejó entrar sin misericordia: lo más duro fue intentar convencerla que una mujer con una mama no era ningún monstruo; se mordió los labios al recordar el día que eligieron una peluca con mechones verdes. Y su brazo inflamado, tan hinchado como una pierna. Longino se levantó y sacó de un armario una botella de coñac. Bebió un buen trago a morro. Fue a la cocina y se enjuagó la boca en la fregadera. Recordó que aquella maldita costumbre la cogió cuando ella juraba como una furcia.

Se levantó y fue al taller de la tienda. Un grupo de jóvenes hablaba frente al escaparate a voz en grito. Encendió la luz y comenzó a revisar en el armario de los patrones. Cogió uno cortado en cartulina marrón. En un borde venía escrito: “Delantera para calzoncillos. Talla 48-50”. Puso encima de la mesa de cortar la pieza de algodón moreno, sujetó el patrón con alfileres a la tela y cortó. Se sentó en el banco de Edelmira, enfrente de su máquina de coser. Enhebró la máquina, reguló la puntada, cargó la canilla, colocó la tela y le dio al pedal. Si Edelmira tenía mala suerte, alguien tenía que ocupar su sitio. Primero su mujer y ahora su hermana ¡Perra vida!


P.D.  Cualquier parecido es cierto.


FIN





sábado, 2 de marzo de 2013

A CUALQUIERA LE PUEDE PASAR



Estaba sin trabajo. No había nada.
Estaba sentado en la mecedora con la radio encendida. No escuchaba. De la calle llegaba el ruido de la lluvia y del viento. La lluvia chocando contra los cristales. Pensé que aquel viento barrería a los estorninos del tilo de la plaza. Me levanté a mirar por la ventana. Los pájaros seguían en el tilo haciendo equilibrios. Era la hora de recogerse.
No había nadie en la plaza. Nada. Llovía a baldes. Apagué la radio y me volví a sentar en la mecedora. Me quedaban cien euros. Los volví a contar. Cuatro billetes de veinte, uno de diez y dos de cinco. Igual que por la mañana. Un poco de calderilla. Cuando era crío mi padre decía que el dinero hacía crías. Si no llegaban facturas, había aprendido a vivir con cien euros una semana. Si no había más remedio, vivía dos. Comida, cena, cigarrillos y media docena de botellines de cerveza. Y en una semana era posible que me llamara alguien para hacer una chapuza. Mi economía se medía generalmente por semanas. Limpiaba trasteros, pintaba paisajes al óleo (un río, un puente y algún árbol, olmos, yo decía que eran olmos; si le ponía nubes cobraba veinte euros más). Pero la gente no estaba para cuadros. Aprendí a pintar paisajes con río observando a mi exmujer. Ella fue a la Universidad. Le jodía que la imitara sin haber pisado la Universidad. Yo creo que se fue por eso de casa. No creo. Estoy seguro. Porque yo era un manitas y ella una chapucera. También era una chapucera en la cama. Eso aburre. Nos aburrimos en un par de años. Luego nos aguantamos otros dos años. Hasta que nos mandamos a tomar por el culo de mutuo acuerdo. Hasta hoy. Creo que vive con un griego en Nueva Zelanda. Aunque vete a saber. José Arza tenía un pequeño taller de coches. Enredaba con buena mano en los motores. Es el que más me llamaba. Decía que estaba aburrido de escuchar la radio. Que yo le daba buena conversación. José era un buen hombre. Y aunque viejo, un buen mecánico.
La chicharra de la puerta me cortó el aliento. Hace mucho que la chicharra de mi puerta permanece en silencio. Me quedé inmóvil. Transcurrió un largo minuto hasta que volvió a sonar. No pensaba abrir. Aunque a lo mejor era el dueño del garaje que venía a buscarme para hacer una chapuza. No le gustaba el teléfono. Decía que le sacaba granos en la cara. Me incorporé para tratar de ver por la ventana. Se me cayó la calderilla. Lo que me faltaba. Una moneda de euro se alejó rodando hasta la puerta. Me levanté a cogerla. Guardé mi pequeña fortuna en el bolsillo del pantalón. Volvieron a llamar. Esta vez golpearon la puerta con los nudillos. Quienquiera que estuviera fuera soportando la lluvia tenía que haber oído los chirridos de la tarima. Abrí.
- Me llamo Sacha-dijo.
- Sacha. Muy bien-dije.
- Sí, Sacha. Con “ch”. Mi padre era comunista. Un engañado-dijo.
- Ya-dije-De esos ya no quedan.
El agua corría por los gajos de su paraguas encima de su impermeable negro abotonado hasta la barbilla.
- ¿Me hace sitio para pasar?-dijo.
- ¿Dentro?-dije.
- ¡No querrá que pase fuera!-exclamó.
- ¡Claro!-dije.
- ¡Vamos, ande, apártese de una vez!-dijo mientras empujaba con decisión.
Metió el culo dentro del recibidor y sacudió su paraguas en la calle. Cerró la puerta de un golpe. Me colocó su paraguas en mis manos. Lo llevé a la fregadera de la cocina. A mi regreso ya se había quitado el impermeable. Lo colgó en el ángulo de la puerta de mi habitación. Cruzó sus brazos. Tenía unas buenas botas. Tenía unas buenas tetas. Tenía todas las cosas que tienen las mujeres de buena raza. Esperó. Esperó con los brazos cruzados. Me recordó a mi madre. Ella también esperaba con los brazos cruzados. Nunca supe lo que esperaba. Igual que con la del padre comunista. Cuando una mujer se te planta enfrente con los brazos cruzados puede pasar cualquier cosa. Cuando se murió mi padre en el hospital, mi madre vino por la noche a mi casa. Entonces ya estaba divorciado. Se cruzó de brazos y se me quedó mirando a los ojos. “Tú dirás”, le dije. “Nada, que tu padre ya se ha muerto”. 
- Usted dirá-dije a la mujer.
- Sacha.
- Sí. Sacha. Digo que usted dirá.
- ¡Alucino!-exclamó-¿Es que no le gusto?
Dio una vuelta graciosa sobre el tacón de una de sus botas. Parecía una Barbie con vestido de paseo. Sonrió. Se echó a reír como una chiflada. Contagiaba. Había dejado su bolso encima de una silla. Revisó dentro de él. Entonces pensé que se trataba de una vendedora de libros y que me iba a mostrar una larga lista de enciclopedias.
- Sepa que no dispongo de demasiado tiempo para atenderla. Como mucho dos minutos-dije.
Sacó de su bolso una tarjeta y unas gafas graduadas, de esas que venden en las farmacias. Las dejó colgadas en la punta de su nariz. Leyó en la tarjeta.
- Usted se llama Juan Alín-dijo.
- Yo me llamo Juan Ucén-dije.
- Esta es la calle Ribera, nº9.
- 15. Esta es la calle Ribera nº15. El nº9 cae pasando la Plaza del Tilo. Ése que está ahí en donde duermen los estorninos. La Plaza tiene nombre de persona, pero como siempre hubo un tilo, le llamamos Plaza del Tilo. Cosas.
- Su teléfono…
- Perdone. Yo no doy mi teléfono a cualquiera.
- Es el 4302098.
- No tengo teléfono fijo-dije.
- Efectivamente soy idiota. O por lo menos, lo parezco-dijo quitándose los lentes.
- Pero es muy guapa.
- Guapa, pero tonta. Es usted muy amable. Ha habido una equivocación. Es evidente que ha habido un error. Alguien que no es usted ni yo, ha metido la pata hasta la rodilla. Lo único que coincide es su nombre: Juan. Un nombre precioso. Mi padre también se llamaba Juan. Juan Pichot. Todo lo demás es chino. Pero dígame, ¿conoce a Juan Alín?-me preguntó soplándome en una oreja.
- Si es cojo, creo que lo conozco de vista. En la cuesta vive un hombre cojito al que llaman Juan-dije.
- ¡Mira por donde! ¡La Maripín no se ha equivocado del todo!-exclamó con una sonrisa turbadora.
- ¿Y quién es la Maripín?-pregunté con un deje de coña.
- La que coge los recados. Aunque me parece que ha sido una equivocación celestial-dijo.
- Equivocaciones celestiales solo las puede tener el Papa-dije.
- Claro-dijo.
 Acercó su aliento a mis labios y llenó mi boca de una sombra de deseo. Me entraron ganas de servirme un whisky. Sabía que sólo quedaba un dedo en la botella. Fui a la cocina. Cerré la puerta y me lo bebí de un trago. Salí.
- Ahora me hará la gran revelación de su vida-dije.
- Ha necesitado un trago para decidirse-dijo.
- No. Primero he comprendido que Sacha es una zorra a domicilio. ¿Voy bien? Después me he bebido el último trago de mi última botella.
Le sujeté su nuca con ambas manos y la atraje hacia mí. No puso resistencia.
- ¡Calma torito!  Tenemos que poner precio al grano. Las zorras tenemos precio-dijo zafándose.
- ¡Va servida! 
- ¡Oiga! Yo me gano la vida como puedo. Tengo un documento de la Seguridad Social en el que dice que mi marido está enfermo de cuidado. Pero enfermo, enfermo-dijo.
- También yo me gano la vida como puedo. Me quedan cien euros. Cuando se evaporen, me convertiré en ladrón. Tengo una luger de 9m/m.  
- Malos tiempos, camarada-dijo.
Metí mi mano derecha al bolsillo del pantalón. Estaban allí. Los billetes para pasar la semana, miel del cielo que sustenta la vida, tenían amo. Me senté en la mecedora. Cerré los ojos. ¿Hacía cuánto tiempo no había desnudado a una mujer? Pensé en Clara, mi última pareja. Era una muchacha flaca. Había pasado tiempo desde que la dejé con su madre. Cuidaban perros. La madre, los pequeños. Ella, los grandes. Cuando Clara no podía venir, venía su madre y me limpiaba la casa. Eran dos buenas mujeres.
- No tengo intención de pagarle nada por nada-dije-No crea que soy de esa clase de hombres que duermen con una braga debajo de la almohada.
Olía a Sacha. ¿Se llamaba Sacha? Las putas cambian su nombre. Bien. Olía a Sacha en todo mi apartamento. Era un olor difícil de catalogar. No era una esencia. Olía a néctar de madreselva, a flor de ortiga, a un olor que permanecía oculto en mi cerebro desde la patria de mi infancia. Sabía lo que Sacha iba a hacer: sentarse en mi regazo y esperar. ¿Para qué contar lo que un hombre hambriento y una mujer profesional suelen hacer?
 Los estorninos pintaban de negro las ramas del tilo. El viento y la lluvia silenciaban sus silbidos. Algún día se marcharían, vendría un camión de bomberos y limpiarían sus excrementos del suelo. 
Se estaba bien en la cama. La sentí deslizarse. La oí caminar de puntillas. Recoger su ropa interior de encima de sus botas. Se vistió sin dejar de vigilarme. Con los ojos entrecerrados la vi revisar los bolsillos de mis pantalones. Abrí los ojos para verla calzarse en la penumbra sus hermosas botas. Salió de la habitación. Escuché el golpete de la cerradura de la puerta de la calle y me abandoné al sueño.


FIN