jueves, 9 de octubre de 2014

LOS PENDIENTES ROJOS

Tercer recuerdo

Él decía que recordaba los pendientes de bolitas rojas que le colgaban a su madre de los lóbulos de sus orejas.
- La playa estaba desierta.
Pilar, su hermana, era rotunda.
- Había un pescador en las rocas. El pescador dijo:
- La señora y la criatura están en un lugar peligroso. Es una zona de corrientes que brotan de la arena con mucha fuerza.
- Es la primera vez que ven el mar. Están emocionados-dijo su padre.
No cubría más de un palmo. Su madre gritaba que había una estrella de mar. Fue cuando la arena se volvió blanda bajo sus pies y un arroyo fluyó del fondo y la derribó y la arrastró boca abajo mar adentro.
- Él se asió con todas sus fuerzas a las bolitas que colgaban de sus orejas.
Su padre creía que un niño de dos años sí se podía acordar perfectamente de un momento de horror. Alguna vez, le escuchó decir:
- Yo era un mal nadador. Te sacó tu hermana.

Ahora no estaba Pilar.

Pedro preguntaba a su padre si se figuraba en qué lugar del mundo dormía su hermana. Pero el médico comenzó a rehuirle cuando descubría brillo de niño en sus ojos.
Pedro se levantó y salió hacia la calle Olmos. No era la calle principal, pero sí la más larga. Comenzaba al pasar un puente de madera y terminaba al cruzar un puente de hormigón. Después del puente de madera un siciliano había abierto un garito en la casa de la difunta tía Felicidad, una hermosa anciana de pelo blanco hasta su cintura, dueña de un broche de colores y de cuatro hectáreas de la mejor tierra para sembrar maíz y calabazas para el ganado. Pero ella no ordenó nunca arar la tierra y el terreno se había convertido en un excelente habitáculo para los topos y en un espectacular solar en donde los muchachos jugaban al pelotón, mientras ella se cepillaba su pelo ante un pedazo de espejo con poco azogue. El italiano vino contratado de carpintero de hormigón para hacer el puente. Era un hombre plácido que sabía tocar el piano y cantar muy bonito boleros con ojos de amor. Tocaba el piano como tocan algunos negros en las películas: mordía un puro apagado. Y cantaba ronco. Como si tuviera un cáncer de garganta que se curaba dándole a la pitarra: un trago cada diez minutos. Tocaba mal. Casi muy mal. Pero sabía poner los ojos en blanco y colocarse con arte un trapo sucio encima de sus cabellos brillantes de siciliano antiguo. Hay sicilianos que huelen a remoto desde la cuna. Generalmente se mueren ricos. También saben decir palabras que nadie comprende pero que suenan hermosas, seguramente por ser viejas. Se llamaba Patriké. Pero todo el mundo le llamaba Carlé no se sabe por qué.
Patriké llegó para hacer el puente de hormigón y varillas de hierro y lo hizo imponente. Le puso un pez de hierro fundido en cada una de las esquinas. Había muchos pueblos con puentes, pero ninguno tenía peces de hierro fundido y ojos de cristal. Los viejos decían que el agua del río sonaba mejor al pasar por debajo del puente y que había dejado un espacio más que respetable para pescar truchas cantarinas. Una semana después de su inauguración se murió Felicidad. Se murió mirando pasar el agua debajo del puente. El alcalde fue a buscar al notario de San Martín para que arreglara su testamento. Nadie sabía que doña Felicidad tuviera ningún descendiente. El notario, un hombre que olía a señora, se rió durante una vuelta entera de la aguja grande de su fantástico reloj de oro. Después dijo que sólo faltaban las rúbricas de la mortis causa. El terreno era para los topos y para los muchachos que jugaban al pelotón. Un largo de la topera lindaba con la calle Olmos. Y nuestro napolitano tuvo la idea de presentarse en el Ayuntamiento y de hacer una proposición al Alcalde. El mandatario era mimoso y todo el mundo sabía que sus decisiones las tomaba con unte y prevaricación. Fue un noviazgo de meses. Se dejaba invitar y sobar las manos para dar el visto bueno, el tirón del pez gordo del ya está hecho. El carpintero de cemento no disponía de suficiente carnada. Y el alcalde se cansaba y le silbaba oh sole mío con voz de mala peste. El siciliano no se dejaba pisar por un alcalde de estepa. Jugó a la mayor y le pisó los callos.
-Haga lo que haga, a medias. Cincuenta y cincuenta. Yo trabajo. Cincuenta para ti. La obra es mía. Una condición.
- Cuenta.
- Los topos para ti. Que los saquen de sus toperas los niños en el recreo. Haremos una escuela nueva y un campo de fútbol.

Se emborracharon tres días agarrados del brazo. Bebieron bien. El médico les dio vomitivos privados, de los que sólo sabía hacer él. En seis meses el pueblo vio alzarse un espectacular bar-piano en la otra punta de la parroquia. Aquel bar sumó el número tres. En dos años había otros tres y una sala con suelo de madera encerada en donde los jóvenes bailaban como Elvis Presley.

Pedro terminó la carrera. Desobedeció a su padre.
Tres días después de la marcha de su hermana, lo encontró intentando arreglar el teclado del piano con movimientos pulcros para no meter ruido. Desde que ella se había ido, sólo era audible en la casa el murmullo del agua del río, la cantinela de los palomos y el eco de las herraduras del caballo. Aunque en casa había dos automóviles y en el ambulatorio una ambulancia con sirenas y arco iris de tres filas de focos, su padre seguía haciendo las visitas en su yegua blanca y negra. El pueblo había medrado. Algunas calles tenían guijo, había casas que callaban su aspecto humilde y parecían chalés con parches. Un campo de fútbol en medio de la topera con tribuna con tejado de brezo; un edificio feo para colgar volúmenes en largas baldas barnizadas con brillo: libros de Ulises, La Odisea, Bobary, El Éxodo, Tito Andrónico, el Caballero que venció a un Molino de viento. Y un banco de jardín debajo de una palmera en el que señoras viejas llevaban agua en sus botijos y vaciaban el chorrito encima de una fila de flores de ángel, amarillas o naranjas y de geranios con muchas ganas de vivir.
La casa del médico seguía igual de hermosa. Los patos se bañaban pegados a los cimientos y acariciaban su cuello en el verdín. El médico se sentaba en el porche antes de salir el sol, escuchaba parpar a los gansos. “Sólo el presente es real”, decía a nadie. Abría el gallinero y se ponía el delantal de Pilar para repartir con equidad los granos de maíz. Una mañana, Pedro entró en la habitación de su hermana cuando Los pasos de la yegua se alejaban al trote. Los hombres se quitaban las boinas. Las mujeres mayores se santiguaban como si el médico fuera el amo de sus vidas. Pedro fue derecho donde quería mirar: la lata de membrillo de su hermana. En el fondo había un sobre con fotos. Dentro del sobre, una: sus padres, su hermana y él. Los pendientes simulando semillas de granada en las orejas de su madre. Los rubíes verdaderos, en una bolsita de terciopelo. En una tarjeta la letra inconfundible de su hermana.
“Te los he guardado”.
Pedro puso el motor del Opel que le había regalado su padre. Frenó al llegar a la vía del tren en desuso desde La República y comenzó a caminar por encima del riel derecho. Al de dos horas se paró en seco. “Por aquí no se llega al Infinito”.
-Si quieres llegar deberás girar en la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer”.
Pedro se dio media vuelta y se juró llegar a casa antes que su padre para poner la mesa y preparar la ensalada de nabos dulces, su plato predilecto. La costumbre más visible que Pedro había heredado de su padre era el sombrero. Se lo compró él mismo en una sombrerería de Zaragoza al día siguiente de recoger su licenciatura y pidió a su padre que se lo colocara con la misma elegancia que se lo colocaba él.
- Ya no hay médicos que usan sombrero, hijo.
- Así no tendré que explicar que ya he terminado la carrera. No conozco a nadie más que a ti que use sombrero en Reinas.

Funcionó. Los vecinos del pueblo se descubrían y le trataban de don. Don Pedro. Sonaba bien.
- Desde mañana pasaremos juntos consulta.
- Mañana iré a dar un paseo por las vías. Es el mejor sitio para pensar. Regresaré a cenar.
- Piensa. No sueñes. Pensar cuando uno es joven es magnífico. Yo ya ni sueño ni pienso. Me tomo el pulso al amanecer y cuando me acuesto. El resto del día hago lo principal: vivo.
- ¿Tú crees que las vías de la mina desaparecen por la boca de una sima que conduce al Infinito en donde los ingenieros rusos levantaron una montaña fantástica con siete vagones que conduce a la Felicidad?
- ¿Qué diablos has aprendido después de asistir siete años a la Universidad?
- Pilar me leía un libro de mamá que se llama “El Carrusel loco”. El carrusel tenía una cuerda de reloj infinita. Nadie sabe en donde se encuentra la llave de la cuerda y el carrusel no se puede parar.
- El libro lo guardo en mi biblioteca. El que llegaba a la parada el primero, recibía una escoba de premio.
Pedro fue a su habitación. Metió el sombrero en la sombrerera.
- Úsalo tú, papá. He soñado que Pilar está mirando al mar. Tenía zapatos de colores como los que se ponen los catalanes para ir a misa.
- Ya has pensado.
- Me iré mañana.
- Mañana habrá tormenta. Yo iré río arriba a pescar anguilas.
Pedro se horrorizó al darse cuenta que estaba a punto de llorar. Se sintió con fiebre al ver a su padre sacar un pañuelo de su bolsillo y tendérselo con la mayor naturalidad.
- ¿Y esto?- preguntó el muchacho con la voz repuesta.
- Yo tampoco comprendía a mi padre- dijo el viejo médico.
Al día siguiente, el médico esperó despierto a que Pedro cerrara la puerta. Esperó a que arrancara su coche. Esperó. Esperó. Se levantó y miró el sitio de las llaves. Su hijo se había ido en autobús. Igual que Pilar.
Revistó la casa. Repasó las habitaciones. También el camarote y la bodega. Pensó en no afeitarse. Cada tres o cuatro días. No le quedaba más remedio que emborracharse al menos cada tres días. Los viejos no necesitan hablar para subsistir. “La casa. Es demasiado grande para mí. Bueno. Ya veremos”. Lo peor fue pasar el día sin hablar con los pacientes. ¿Qué podían tener que no lo supiera ya? La piel de su rostro sin afeitarse, le picaba. Terminó las visitas a domicilio. Ensilló la yegua, la tercera yegua con parecido carácter. Recorrió las calles asfaltadas y sin asfaltar del pueblo. Las vías tenían un extraño atractivo. Sus hijos no eran los únicos que las habían recorrido durante varios kilómetros. Recordó a una joven que desapareció cantando, dando saltos como un pajarito de riel en riel. No volvió. Y a una pareja que contaban a sus amigos que por allí se llegaba a la boca de la mina de carbón en donde, sin dejar de bajar, había plataformas iluminadas con antorchas. Unos decían que la mina era de carbón y otros de hierro.
- De hierro. Las minas eran de hierro. El carbón lo hacían los carboneros con madera o lo traían de Inglaterra en vapores- decía el médico a sus hijos-. Lo demás es inventiva. Los pueblos analfabetos protegen su desconocimiento con fantasía.
Llegó cansado y hambriento. Había una boca oculta por un fantástico zarzal lleno de moras. Los hierros de la vía se perdían en el misterio. Recogió un sombrero de moras. Se las comió a puñadas. Escuchó el goteo de un caño. La yegua ya bebía de un pozo marrón. Esperó. El agua sabía a hierro. Sacó la manta de debajo de la silla. Solo. Se plegó en el centro de tres pinos. El bosque estaba lleno de canciones. Algo le iba a romper la noche. Se levantó. Ató al animal, le libró de sus aparejos, le acarició largo, puso su maletín de almohada.
El bullicio de los árboles le robó el sueño. La noche también asusta a los viejos. Las luciérnagas comenzaron a jugar en las hojas tiernas de los bardales. Parecen monstruos y son animalillos que no se apartan de las suelas de tus zapatos. Las piñas son como granadas. El doctor se puso el sombrero. Lo extraño era que sentía lástima del final de la noche. Estaba feliz. Hasta la yegua se había tumbado no más lejos que la largura de su brazo. Pero se levantó asustada. Los zarzales de la boca de la mina formaron ondas empujados por una música lejana que llegaba perdida por el pedregal. Un bajo largo de órgano apagó la luz de las luciérnagas. El médico pensó en un derrumbe en el misterioso intestino por donde bajaban los rieles formando ochos y nudos marinos. Después de la tormenta, una melodía que recordaba a la salida del sol en la llanura de Marías, alumbró de paz aquel rincón de la tierra. Se levantó. Motores, luces de colores, flashes en los árboles. Frenos. Disparos de voces.
- Es que el abuelo, le ha seguido, don Lucas.
- ¿Qué abuelo me ha seguido a dónde?
Silencio. Cuando él había olvidado por completo su nombre, una garganta con pólipos le llama don Lucas.
- Doctor don Lucas. Mi hija anda con las aguas.
- ¿Y quién es su hija?
- Las mujeres. Las mujeres se pusieron nerviosas. Ellas tienen la culpa.
- He traído la ambulancia para llevarnos al caballo de vuelta.
- ¿Quién habla?
- Hoy tomábamos posesión de la plaza el médico ayudante de usted y un servidor. Yo soy enfermero y sé conducir ambulancias.
Se dejó hacer. Recordó. Un día de aquellos le mandaban un médico y un enfermero. La Seguridad Social había edificado una casa pintada de blanco. También la yegua se dejó hacer. Se dejó subir a la ambulancia. Alguien había sujetado la camilla. Al médico lo llevaron a un coche rojo. Conducía un muchacho joven con traje y corbata. Llevaba guantes. El médico lo miró asombrado.
- Yo soy el médico nuevo- dijo el chaval con guantes.
- ¿Y cómo es que no atiende a la parturienta?
- El niño viene mal. Está con la comadrona. Ella sabrá.
- En Reinas no hay comadrona. Hay ancianas que cantan durante los partos.
El doctor abrió al primer intento la puerta del coche. Salió. Encendió una cerilla de papel. Conoció el rostro de un viejo.
- ¿Saco a la yegua, señor?
- Sí, Carburo. Sácala, ponle la silla, cuelga mi maletín en la silla y ayúdame a montar. Por lo que veo, en el rato que falto del pueblo, la gente se ha vuelto loca. ¿Por qué te llaman Carburo?
- No sé, señor.
- No te preocupes.
Esperaron a que el médico se acomodara en su montura. Salió al trote. Cuando dejó las vías para coger la carretera, un kilómetro antes de llegar a los lindes del pueblo, se encendieron antorchas. Se apagaron en la puerta de una casa nueva. Era de día. Una docena de ancianas cantaba la misa de Kyries. El médico entró en el cuarto. Tres ancianas rezaban. Una mujer joven lloraba. Otra vieja tocaba la pandereta llevando el compás con la madera de sus zuecos.
- Tú eres la madre de la chica. Dame una camisa limpia. Saca a las viejas y agarra a tu hija de las manos. Cuando tenga ganas de gritar, que grite.
El médico se lavó con parsimonia. Pidió el maletín. Le dijo a la madre que se quede. Estaba cansado. Pidió agua abundante. La parturienta era primeriza, delgada, con las caderas estrechas. En vez de gritar, relinchaba con ahínco. El niño era grande. El médico sabía lo que tenía que hacer. Primero girar a la criatura. El doctor hizo un gran esfuerzo para que las cosas salieran bien. Estaba agotado. El suelo del monte es duro. El reloj de la iglesia dio las nueve. La mujer ya no relinchaba. Gemía de dolor. Consiguió rasgar una sábana. El médico se la quitó de encima. La madre metió de una patada la sábana debajo de la cama. Tenía los labios prietos. Quería ayudar en lo que fuera. Ser útil. El doctor escuchó las diez en el reloj. Suspiró. Se hubiera tumbado al lado de la joven madre. Las cosas se fueron enderezando. Cada cosa a su tiempo. Acabó el trabajo y puso la criatura en brazos de la parturienta. La joven abuela se reía mansamente. El médico se fijó en la madre y se dio cuenta de que casi era una niña. Se metió la camisa dentro de los pantalones. Se lavó en una gran palangana. Metió la mano en el bolsillo derecho y sacó una moneda. Se lo dio a la madre.

- Es un niño largo como un potrillo. Hará la mili de gastador. Cuando se haga mayor, le das la moneda.
El médico abrió la puerta y dijo al nuevo padre que ensillara la yegua. El padre puso las riendas a la yegua y ayudó a subir al médico. Iba tan infinitamente cansado que no escuchó los besos que le lanzaban las viejas. Los hombres se habían descubierto. El doctor sólo quería llegar a casa, desnudarse y meterse en el río con una pastilla de jabón de Pilar. En la puerta de la caballeriza le esperaba Baldomero. El médico se dejó caer en sus brazos de hierro.
- Tengo que dormir, Baldomero. Estoy muy cansado. ¿Sabes que he pasado miedo en la boca en donde desaparecen los rieles? Por su boca sale una música de órgano infernal.
El médico dejó su ropa en el porche. El agua estaba fría. Sintió a las sanguijuelas por piernas y brazos.
-¿Necesita un bote, doctor?
- Déjales que chupen toda mi sangre.
Era flaco y largo. Se sentó en la piedra que lo hacía su hija para remojarse sus pies. Sus brazos rodearon sus rodillas. Baldomero se sentía un privilegiado. Tenía la certeza de que su mirada acaparadora no molestaba al médico. Le ayudó a levantarse. Le quitó las sanguijuelas de la espalda.
- ¿Qué ha hecho en la boca de la mina del Barranco de Mina Santa?
- Escuchar tocar el órgano a don Delfín el Organista. Es él. No puede ser otro. Creo que el mundo subterráneo está unido por galerías. Son los caminos por donde discurre la Belleza.
- Pilar creía que la Belleza se encontraba en una Montaña Rusa que no podía parar-dijo Baldomero pronunciando la palabra Pilar con veneración.
- Las mujeres son sofisticadas. Se creen todo lo que les cuentas mirándoles a los ojos.
- Pedro ha venido esta mañana a mi casa a darme esto para usted. Me ha dicho que le diga que se los guarde.
El médico volcó el contenido de la envoltura en su mano.
- Son los pendientes que llevaba mi esposa cuando se ahogó.
FIN

Primer recuerdo AQUÍ 
Segundo recuerdo AQUÍ 
(Continuará)