domingo, 2 de junio de 2013

MISS PEA Y EL ABATE ARMIÑO.

CUENTO INFANTIL PARA ADULTOS.
(Con mucho miedo)

Soy primo de Leonardo Armiño, el coleccionista de arte. De adolescente pasaba las vacaciones con su familia. Leonardo y yo íbamos a pescar juntos, aprendimos a cazar con la misma escopeta, sabíamos en qué árboles anidaban los tordos y construimos una cabaña en las ramas de un encino a más de cinco metros del suelo. Estaba suspendida con tanta pericia que mi tío, el padre de Leonardo, nos dejaba dormir en ella las noches cálidas de agosto. Algunos atardeceres, cuando comenzaba a cantar el cuco, él mismo nos traía leche y galletas de jengibre. Recuerdo a Leonardo en su casa de la Alameda, un palacio con tejas rojas y muchas habitaciones aguardilladas en donde vivían los criados y la institutriz inglesa. Se llamaba Charlotte Pea y olía a goma de borrar, a engrudo casero y bastante a cebolla cruda y pepino. Lo peor era cuando sus eructos acompañaban al pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo en pasiva del verbo to have. Miss. Pea era hermosa como una sueca con mirada de carámbano de alero. Siempre que regresaba de su paseo vespertino, Miss Pea encontraba en casa un gran barullo provocado por mi tío, un hombre de casi dos metros. Mi tío no dejaba usar bragas a las criadas. Él mismo inspeccionaba su disposición en la cocina. Y nadie sentía pudor, sino júbilo, como si fuera primavera. A mi tío le llamaban Gregorio Cuarto. Era el cuarto hombre que bautizaban en la familia con el mismo nombre. Tenía barcos, minas de hierro y era dueño de grandes plantaciones de tabaco en Cuba y Filipinas. También decían que tenía una querida francesa, aunque cuando la señora venía de visita la llamábamos tía Noemí y acompañaba a mi tía de verdad a misa y le prestaba sus barras de labios y sus lápices para las ojeras. Quizás mi tío importó de América o de Asia sus extravagancias. Leonardo no era el único hijo de mi tío. Tenía dos primos más: Gregorio Quinto, un par de años mayor que nosotros y Luisa, la reina de la casa. Luisa era una princesita de siete años con el pelo teñido de rubio y las cejas negras y brillantes como dos orugas de la noche. Le encantaba caminar con los zapatos de tacón de su madre y se pintaba sus labios de azul.
 Aquel día Miss Pea encontró al abate Armiño en la escalinata, otro tío mío, que había venido a pasar unos días en compañía de la familia. Era un fraile gordo y de nariz afilada. Tenía el semblante rojo como un vaso de vino tinto, le temblaban los brazos de dar bendiciones y se levantaba el hábito para no tropezarse. Se llamaba Epifanio, el tío Epi. ¡Oh, el tío Epi! ¡Cuántas trampas guardaba en su cogulla! Jugaba en el frontón como un divo. Se quitaba el hábito para zurrarle a la pelota y decía más tacos que un carretero. Uno de sus grandes secretos era que le gustaban los niños. ¡Lo sabíamos bien! Otro disimulo era la atracción que sentía por los senos de Miss Pea. En su presencia, sus ojos parecían canicas con muelles como en los tebeos. Era el regocijo de los criados de la casa. También de mi tío, que le llamaba fraile trasto, tarambana y le aseguraba que llegaría a cardenal.
La tarde que Miss Pea se encontró con él en la escalinata, el fraile la miró de arriba abajo, como si le hubiera visto por primera vez. Paró sus ojos en sus pechos, la asió de ambos brazos, la empujo por un pasillo y la introdujo en su habitación. Miss. Pea, al descubrir sus ojos clavados en sus senos, se pasmó de arriba abajo y su mirada de hielo reflejó un miedo impío. Examinaba la estancia en la que no había estado nunca en los cuatro años que llevaba en la casa de institutriz.
El abate ignoraba que su adorable sobrina Luisa se había escondido en su habitación para revisarle el maletín en el que traía un paquete con frutas confitadas. Una sabrosa delicia. Eran los caramelitos que nos ofrecía con su cara de abad vicioso.
 Mi prima había encontrado refugio debajo de la cama de nuestro tío. Un criado entró en la habitación. Traía la jarra con agua fresca que al abate le gustaba tener siempre cerca. Fue entonces cuando Miss. Pea abrió su boca y lanzó el grito más eminente que nunca nadie había proferido en el interior de la casa de mi tío Gregorio Cuarto desde su fundación. Después Miss. Pea se desplomó encima de la cama. Antes de perder el conocimiento, tuvo tiempo de decir al criado: “El abate Armiño ha pretendido abusar de mí”. Mi prima Luisa salió de debajo de la cama y pataleó con unos formidables zapatos italianos del número cuarenta con tanta decisión que a la segunda patada dio con la jarra en el suelo. El abate Armiño sacó un pañuelo de entre las telas de su hábito, se arrodilló en el suelo y lo humedeció en el charco, se acercó caminando de rodillas hasta el rostro de Miss Pea y lo escurrió encima de sus dos preciosos dones. Los bendijo y besó el trapo con hervor.
Mientras tanto, mis primos Leonardo, Gregorio y yo jugábamos a canicas tras el altar de la capilla. Gregorio ya había cumplido quince años. Le habían puesto pantalones largos y le había nacido una voz muy parecida a la de su padre. Aquel verano, el tío Epi nos atosigaba sin freno. Nos perseguía con los puños llenos de caramelos, aparecía en los vestuarios de la cancha de tenis cuando nos cambiábamos de ropa, pretendía subir a nuestra choza del encino. Nos buscaba por todas partes. Se comportaba como si fuera un crío. Pocos días antes, el fraile nos había acosado con una bolsa de caramelos confitados para que le enseñáramos nuestras partes pudendas. ¡Estaba loco! ¡El tío Epi estaba rematadamente loco!

  Leonardo y yo éramos de la misma edad. Entonces teníamos trece años. Mi tío Gregorio, que me quería como a un hijo y no como a un sobrino, decía que fue la época que se me cambió el temple y dicen que hasta mis modales. Fue desde la muerte de mi padre, un hombre bueno que se metía poco con la gente. Mi padre se murió de melancolía. Para aclarar la defunción diré que no pudo soportar los cuernos que le puso mi madre desde antes de nacer yo con su actual marido. Desde que casi tuve uso de razón, averigüé  las relaciones entre mis progenitores. Además, heredé el carácter apocado de mi padre y puedo asegurar que sufrí el dolor de aquel hombre que lloraba conmigo cuando mi madre se iba a Roma a la casa de su querido. Al enfermarse mi padre de cáncer de pulmón, yo me puse a fumar como un loco para morirme como él.
Mi primo Leonardo fue el que me salvó de convertirme en un muchacho amargado. Su simpatía, su generosidad, su nobleza, me enseñaron que en la vida no todo son celos, rencor, pasión. Su forma de ser fue la mejor escuela para enderezar mi torpeza. Mi primo me quería. Me quería tanto que alguna vez llegué a pensar que estaba enamorado de mí. Cosas de críos, se entiende. Y aunque ahora ya hemos pasado de la cincuentena, experimento una gran alegría cuando le encuentro en algún rincón en nuestras correrías por el mundo. Pero nunca recordamos los gozosos años en que construimos nuestra choza en el encino, no mentamos los pechos de nuestra profesora de inglés, ni la malicia del tío Epi, (que ya es arzobispo). Algunas veces, cuando el silencio vuela por encima de nuestras cabezas, sabemos el origen del pudor que enrojece nuestros rostros y nos obliga a indagar algún tema de conversación para hacer regresar nuestra desenvoltura al movimiento de nuestras manos, al dibujo natural de risa contenida, al cimbrear de nuestras pestañas. No sucedía lo mismo en presencia de Gregorio. Él daba poca o ninguna importancia a los recuerdos de nuestra infancia. Leonardo tenía los pies planos. Al caminar estiraba las posaderas imitando la colita de los patos “Los patos felices caminan moviendo sus colitas”, le decía Charlotte Pea, la institutriz, en un castellano con olas. Miss Pea, ¡Dios mío! ¿Cómo no podía traer recuerdos amables tan singular mujer? ¿Cómo no podía hacernos soltar la carcajada con el solo recuerdo de aquel día en el que Gregorio Cuarto se dirigió a la estancia de su hermano, el abate Armiño, y ordenó cerrar la boca a Miss Pea con un buen chorro de morfina? ¡Oh Santo Dios! Nosotros ya nos habíamos aburrido de jugar a las canicas detrás del altar de la capilla y también llegamos a la habitación del abate para ver al bueno de mi tío entrar al cuarto con sus zapatos negros de charol brillantes como una noche lustrada, con su traje de levita, el que se ponía para las cenas de a diario, en las que tenía la seguridad de que no había invitados. Un traje de levita con las coderas un poco desgastadas, pero tan hecho a la medida que le caía como un guante.
- ¡Pero es que no sientes vergüenza, abate Armiño, torturar a la institutriz de tus sobrinos, sangre de tu sangre, para que después se vengue de todos nosotros enseñándoles mal el nombre de los ríos de Gran Bretaña, colocar en distinto lugar a las cordilleras, a los lagos y a las ciudades! ¡Mequetrefe, badulaque, ganso, trasto irresponsable! ¿Por qué sientes alegría haciendo sufrir a una dama que conoce la verdadera historia de Lady Godiva recorriendo Coverntry a caballo, sin más atuendo que sus largos cabellos sueltos al viento?
Fue Luisa con sus cinco años la que compuso la frase que hizo arrodillarse a la señora ante la cruz de Cristo Crucificado.
- ¡El abate Armiño ama a Miss Pea! ¡El abate Armiño ama a MissPea! Le ha tomado amorosamente de sus manos y le ha sentado en su cama. ¡Le ha tocado, mamá, le ha tocado!-gritó la niña señalándose sus pezoncitos.
 Sólo una niña romántica puede repetir con tanto ardor y arrebato los sueños que una mente infantil y femenina teje con pasión. Gregorio Cuarto se vio en el aprieto de socorrer a su esposa o a su querida hija, la perla más amada de aquella casa. Fue tal su apuro que, acercándose a su hermano, el abate, le arreó un sonado guantazo.
- ¡Un fraile que va para obispo no se enamora de una institutriz!
- ¡Sus pechos, hermano, sus pechos!-dijo el fraile -. ¿No los habrá moldeado el demonio?
- ¿Qué va a pensar el Santo Padre?
Fue entonces cuando mi primo Gregorio, hoy Gregorio Quinto, abrió su bocaza, tan infantil como la de su hermana Luisa, pero seguro que no tan inocente, quien dijo la frase que rompería la unidad de nuestra familia, adelantaría la vejez de mis tíos, empujaría a la huída al abate Armiño, instigaría a hacer la maleta a Miss Pea, me devolverían a casa de mi madre. En realidad, nosotros, los tres, mis dos primos mayores y yo, habíamos resuelto hablar con mis tíos del inocente juego que nuestro tío el fraile intentaba introducir para nuestro esparcimiento con el engaño de las deliciosas frutas confitadas que nos traía de su beaterio. ¡Pero no era el momento! ¡No era el momento!, ¡no señor! Gregorio lo tuvo que decir y lo dijo. ¿Qué más daba un poco más de alboroto en aquella casa de locos? Es por lo que mi buen primo Leonardo se enrojecía cuando nos encontrábamos en un hotel de Moscú o en un museo de Venecia. Y es que la inflexión que dio a su voz Gregorio Quinto, no borra la vergüenza de su rostro, aunque vayamos sumando años por docenas:
- ¡El tío abate no mete mano a Miss Pea! Todo es teatro. El tío abate es marica. Si no, ¿por qué ofrece caramelos confitados a mi hermano Leonardo sino para que le enseñe el pitilín detrás del altar de la capilla?
- El tío abate no llama pitilín a lo que tenéis los chicos. ¡Le llama capullín! ¡Capullín! ¡Le llama capullín!-exclamó la niña en un ataque clarificador.
- ¡Son cosas del clero!-exclamó mi tío Gregorio-. Ellos no hacen pecados con los capullines de los niños. Tienen bulas papales y santos que les protegen-terminó mi pobre tío con el rostro blanco.
- ¿Entonces, si el tío Abate le pide a Leonardo  que le enseñe su capullín, caminará por los narcisos del cielo?- preguntó mi prima. Todos festejamos con risas y aplausos la ocurrencia de Luisa. Todos menos mi primo Leonardo. Yo le vi cómo reculaba hacia la puerta y escapaba con cara sombría. Porque fueron aquellas palabras las que enfriaron la amistad de mi primo. La amistad más profunda que he tenido en mi vida. Fueron sin duda las malditas palabras que todavía enrojecen a mi primo cuando nos encontramos en las casas de antigüedades o en la Ópera de París o en Milán. ¡Y ahora es tan tarde para ponernos a revisar el pasado! Cuando, cada vez que nos vemos, me presenta a su nuevo y joven amante, no puedo dejar de pensar en la casa de La Alameda, en la cabaña del encino y en los atardeceres que esperábamos a las truchas en la curva del río… 

                                           



                                                                        FIN