viernes, 23 de diciembre de 2016

LA GATA DEL ABUELO SE LLAMABA AUDREY

El abuelo consiguió sacarse una selfie con la gata al hombro.  Entonces la gata tenía veinte años y el abuelo ochenta. Los dos gozaban de perfecta salud, calidad que se observa a primera vista. El abuelo tenía una caterva de álbumes de fotos en un cajón del aparador de su comedor.  Me gustaba ir a su casa a mirar fotos. Por ellas supe que en su juventud había sido hippie.  Había una instantánea muy especial de mis abuelos tomada en Kew Gardens, en Londres, delante de la Gran Pagoda. El abuelo luce una frondosa cabellera a lo Príncipe Valiente casi hasta los hombros, camisa con pasionarias, chaleco negro y pantalones acampanados. La abuela, preciosa mujer rubia natural, lleva un vestido de flores, largo hasta los tobillos. Juraría que no lleva sostén. Se ríe arrugando su nariz. Creo que si hubiera tenido la edad del abuelo, yo también me habría enamorado de una muchacha tan atractiva. Le daba besos furtivos, sin olvidarme de limpiar las huellas de mis labios en la estampa.  
- La abuela sólo se reía cuando era feliz. Ahí teníamos veinte años. ¿Cómo no íbamos a ser felices con  la vida por delante?-decía el abuelo. Y yo sentía envidia o una especie de malestar por no poder hacerme pareja de la abuela.

Entonces el abuelo era un muchacho atractivo. Casi tanto como ahora que le tildaban de señor fascinante. Nunca decían viejo ni tampoco anciano, pese a que llevaba el bolo al cero. Yo me perdí muchos años de abuelo. ¿La culpa? Seguramente mi ama y la tía Mari Petri, dos maravillosas hermanas que sintieron pereza de echar una mano.
- ¡Qué pereza, chica! ¿Por qué nuestro padre no quiere llevar a nuestra madre a una Residencia?-decía la tía Mari Petri.
- ¡Qué demonio de hombre!  ¡Dice que ya sabe arreglárselas solo!- decía mi madre.
La tía Mari Petri y ama hacían los mismos gestos al hablar. No eran muecas elegantes. Usaban una pantomima de cocina de hogar obrero. Sobre todo cuando se ponían de acuerdo y se golpeaban con la palma de la mano en sus posaderas.
La abuela se murió en su casa. El abuelo sólo nos telefoneó cuando terminó de amortajarla, después de llamar a la funeraria, elegir un féretro de pino y acordar la ceremonia con el hombre de lo muertos. Menos meterla en la sepultura lo hizo todo. No la incineraron. ¡Faltaría más! -“Los muertos tienen que desnudarse de su carne hasta quedar en huesos. Es entonces cuando adquieren su verdadero estatus de difunto” -me dijo mi abuelo cuando comencé a recuperarlo. Porque desde que cumplí diez años, mi madre me enseñó el camino a casa del abuelo y me dejaba ir solo a visitarlo. Generalmente iba los sábados. El abuelo hacía natillas para la gata y para mí y nos zampábamos un plato hondo con cartolas cada uno. El plato de la gata tenía flores lilas y el mío un reloj.  El abuelo se quedaba estático sin dejar de mirarme. Yo sentía sus ojos rodar por toda mi piel, sobre todo por las facciones de mi cara. Su mirada no me molestaba. Pero sí el peso de sus bolas.  Porque sus ojos eran como bolas de rodamiento de acero que atascaban mis ganas de hacer nada. Un día sentí algo parecido a vergüenza. 
- ¿Por qué me estás todo el rato mirándome?-le pregunté empapado en sudor de apocamiento.
- Te estoy aprendiendo a querer, chaval. 
Aquellas confesiones de abuelo me dejaban tierno. Era cuando se sentaba al piano y ponía a sus dedos a andar encima de las teclas pulsando Penny Lane.
Al abuelo no le importaba que le acompañara al cementerio. Fue allí, sentados en la losa de la sepultura, donde un atardecer de nubes moradas, me contó el destino de los difuntos que están enterrados cerca del mar.
- Al pasar  los años, en las mareas vivas de setiembre, la mar llama a los muertos mondos para que se preparen a regresar a sus orígenes. La mar golpea con fuerza las paredes del acantilado durante nueve días, tiempo que necesita para ablandar el camino que conduce al fondo de los sepulcros. Y las tumbas se vacían arrastrando a los muertos a una gran explanada de corales donde llega con nitidez desde Islandia el canto de las ballenas. 
El abuelo me solía contar sus grandes conocimientos apoyando su manaza en mi hombro. Sólo cuando me sentía temblar se callaba como un muerto y me subía a sus espaldas y comenzaba a trotar como un percherón. Nunca se cansaba.  
El abuelo solía llevar un mochila que yo usé  para ir a la ikastola cuando era más pequeño. Metía en su interior un cepillo, una botella con agua y limón para limpiar el mármol y un ramillete de geranios de su jardín. Algunas veces me mandaba orinar en la losa. Mientras me vaciaba, él pasaba sus manos por el mármol. Generalmente se las solía limpiar al marcharnos en una fuente que había en la puerta del cementerio. Pero también había días que se  olvidaba.
- El chis de nieto limpia. El chis de viejo mata. ¿Me entiendes?
- Creo que sí.

La selfie que sacó con la gata en su hombro era guay al cuadrado. Estaba tomada de abajo arriba. Seguramente sujetó el móvil a la altura de su barriga en el preciso instante en que la gata tenía las patitas en su hombro y arrimaba su cara a la de él. ¡Vaya pareja de freakis!  Una mañana pasé por su casa antes de ir a la ikastola para que me dejara el móvil.  Quería enseñar a mis compañeros la foto, además de presentar a la gata y también al abuelo. El abuelo se estuvo frotando su cabeza. Yo creo que dudaba en dejarme o no su móvil. De pronto se puso muy colorado. Me dijo con una voz cascada: “Si me das un beso”. ¡Claro que se lo dí! Pero desde entonces nos saludamos chocando las palmas de nuestras manos en el aire. Misterios que no llego a comprender.
Naroa, una chavala muy cargante, me la quiso cambiar por su colección de cromos de las olimpiadas de Atenas. La mandé al infierno. También la vio la andereño.
- ¡Menudo señor más guapo!- exclamó la maestra.
- Es mi abuelo-respondí orgulloso.
La gata se llamaba Audrey. Creo que el abuelo la bautizó así en honor de la actriz británica Audrey Hepburn de quien estuvo enamorado toda su vida. Lo cierto es que la abuela se parecía todo a la actriz. El abuelo decía que él dormía doce horas para poder andar tieso las otras doce. No era cierto. Se levantaba a las cuatro de la madrugada para hacer café y prepararse un porro con la marihuana que cultivaba en su huerto. Regresaba a su cama y se sentaba entre cojines a pensar. Eran sus mejores horas del día. Con los dedos de su mano derecha acariciaba las orejas de la gata mientras sus pensamientos reptaban perpetuamente a la hojarasca de sus años pasados en compañía de la abuela. La pobre se murió porque se le olvidó respirar, el último descuido de su maltrecho cerebro. El abuelo, con los ojos cerrados, dejaba penetrar a sus recuerdos sin negarles la entrada aunque fueran nefastos. Como el día que descubrió a su mujer de la mano de un hombre que tenía, según ella, un aliento primaveral. El abuelo no dijo nada, pero esperó al hombre llegar a casa. Lo paró en el porche, alicató sus orejas con sus dedos de acero y lo metió en la cabaña donde guardaba las herramientas de la huerta.
- Espera- le dijo.
El abuelo depuso un mokordo en una pala, se amarró sus pantalones, volvió al interior de la cabaña, trincó de los pelos al hombre de aliento primaveral, le rellenó su boca de mierda personal, lo condujo a la salita donde estaba la abuela y le dio un par de vueltas a su alrededor.
- Es cierto, cariño, su aliento primaveral es inconfundible- dijo  a la abuela.
- ¿Qué le has hecho al afinador del piano? ¡Diablos! ¡Huele a deposición! 
Y el abuelo me contaba con lágrimas en los ojos que la abuela soltó la carcajada más hermosa de toda su vida. 
La gata sabía qué hora era por los quehaceres del abuelo. Como la mayoría de las personas mayores no sentía ningún estímulo que le condujera a actuar de manera diferente. Sólo le cogía desprevenida los domingos de buen tiempo, que era cuando el abuelo le ponía el arnés y le llevaba a la playa a jugar con cáscaras de mejillones. Sin embargo, cuando sentía las correas en su cuerpo arañaba la puerta de la cocina que era donde el abuelo colgaba la mochila de sacarla de paseo.
Cuando la gata cumplió veinte años, el abuelo le hizo un seguro de vida con una póliza especial de enterramiento. 
- No sea que yo me adelante y cuando le llegue el deceso la dejen en un container -me dijo el abuelo cuando me mostró el documento.
Para entonces, aunque ya me había hecho mayor, seguía visitando al abuelo. La gata se subía a mis piernas y se ponía tripa arriba para que enterrara  mi nariz en las nubes de algodón de su barriga. El abuelo más atractivo del mundo, como aprendió a llamarle la tía Mari Petri, seguía haciéndonos los platones de natillas para que no olvidáramos nuestra infancia. Pero ya no me pedía que orinase en la lápida de la abuela para protegerla de las adversidades climáticas o, desde que un día se fijó en mi balano y me dijo muy fanfarrón que había cambiado mi poder infantil a favor de otros laureles. Y chocamos nuestras palmas en el aire.   
 El año que terminé la universidad, el abuelo no pudo asistir a cantar el Gaudeamus igitur. Estaba con gripe. Falleció una semana después, de neumonía.
Llevé a la gata a casa, pero no traga a ama ni a la tía Mari Petri y se pasa todo el día debajo de mi cama. Cuando llego, me espera en la puerta y no se separa de mí. Pasa las noches encima de mi mesilla mirando por la ventana el Abra y las luces que han nacido a los pies del monte Serantes. 
Vivió veinticuatro años.
Engañé a los sepultureros con una buena propina para que levantaran la lápida de la sepultura y lo dejaran encima del abuelo. 
Cuando voy a limpiar la lápida escucho con nitidez los maullidos de Audrey. Entonces canto Penny Lane con los labios besando el mármol.



FIN


Arrigunaga (GETXO) 22 de noviembre de 2016.






martes, 29 de noviembre de 2016

VIDAS EJEMPLARES


 Moncho y Ramona eran hermanos, guapos, hermosos y de familia venida a menos. Tenían una tía bisabuela beata, Mar Ros, experimentada botánica en yerbas santas recogidas en los bosques del convento de Miraflores; un tío que llegó a capitán general de la pandilla de Franco, que guardaba los puros en su bastón de mando; también tenían un hermano cheposito, el mayor, que se llamaba Pachín y trabajaba en El Corte Inglés en la sección de alfombras orientales. El padre de los tres era secretario de Ayuntamiento y su madre matrona de padres abertzales en un pueblo de Gipuzkoa. Una familia de ahora con todas sus consecuencias. 
Moncho era psicólogo. Tuvo mal ojo. Diez años buscando trabajo. Nada. Ramona era farmacéutica sin farmacia. Mileurista por meses, ocho años de trapillos, clienta de mercadillo, vacaciones en el mar Cantábrico, el de abajo de casa. Las libretas de ahorro de los aitas adelgazaban sin parar. Estaban enfermas. Ramona tenía coche, Moncho una motocicleta de tócame Roque, Pachín coche y un cascajo con motor fuera borda. Los aitas, un Renault con quince años parado en el garaje de casa. Para ir al súper a hacer la compra gorda del mes, sirve. La clase media de antes de Rajoy, ahora despeñada, lucha para que las olas no les cubran la nariz.  Una sociedad sin clase media no respira. Ricos y pobres. A lo mejor es suficiente. Moncho y Ramona  eran conscientes de que sus prerrogativas de niños bien estaban a punto de desaparecer desde que besaron los treinta años. Pertenecían por derecho propio al tanto por ciento de abandonados por la ruleta. Destrozada la lógica que había imperado en las clases sociales, se quedaron en brazos de la soberana madre que reparte el trabajo con lupa: los licenciados en algo, a jardineros; los doctores ingenieros, a bomberos; los economistas, a barberos; los que sobran, de camareros al extranjero. Moncho y Ramona no tenían secretos entre ellos. Se llevaban tan bien que hasta se cambiaban las revistas porno. Su camaradería  venía de antiguo. Su madre les metió en la misma cama cuando todavía eran de mantos, un gran lecho de matrimonio que esperaba ocupas desde que falleció su tía beata Mar Ros. Hermanos con el mismo color de pelo, el mismo brillo en los ojos, el mismo olor de piel, pero diferente edad, que se fue acortando con el tiempo. Los tomaban por gemelos. Y es que, además, su padre, el secretario de Ayuntamiento, supo recalificar sus papeles y hacerlos hermanos gemelos por ley. Total, unas cuantas firmas de otros, memorizadas de tanto verlas. “¡Son tan simétricos!”, le dijo a su esposa. 
- Sí, pero yo estuve con ellos año y medio preñada y parí dos veces.
- ¡Cosas de mujeres!- decía el padre desde que dio el pego a las autoridades competentes en partos.
Ramona y Moncho no protestaron. Ni cuando su padre cometió la travesura ni cuando llegaron a adultos con licencia para votar. Además, les gustaba ser gemelos. Su intimidad rayaba en lo enfermizo. No había día que no se regalaran alguna confidencia. Así, sus vidas llegaron a ser patrimonio de los dos. También se contaban sus aventuras sexuales. Eran buenos. Los mejores, según su opinión. Se reían con salud el uno del otro, a carcajada limpia. Tanto que su hermano mayor acudía a su lado para recibir una raspa de alegría. Se la daban. Pero Pachín, vendedor de alfombras nobles, sonreía por compromiso y pensaba que sus hermanitos habían desequilibrado su visión de la realidad. Pachín era un soso de mala curación porque estaba convencido de que su simpleza era el carácter de la gente feliz. No le faltaba razón.
Ramona y Moncho tenían amigos con los que iban de botellón a mamarse con mezclas inimaginables. No les duró mucho. Su padre les esperaba en la cocina sentado en una banqueta. 
Cuando les sentía enredar en la cerradura, corría a abrirles la puerta con una sonrisa endiablada. Les llevaba de la mano a su habitación y esperaba a que se acostaran para arroparles con mimo. Algo sabía el hombre. Fueron tres largos años lo que tardaron los gemelos en darse cuenta de que su padre no iba a tirar la toalla. Por eso el secretario de Ayuntamiento predicaba que a los hijos hay que educar con perseverancia. Los tres años de juegos nocturnos sirvieron para que Ramona y Moncho hicieran un montón de amigos. Y es que los gemelos atraían. No olvidaban los nombres nuevos, hablaban mirando a los ojos sin abandonar la sonrisa, sin rechazar una caricia, sin negar un beso. Se pusieron de moda. El que no conocía a los gemelos era cosa mala propia de gente imperfecta.  Uno: “En cuanto me miró a los ojos, me enamoré de ella.” Una: “¿No te has dado cuenta cómo se toca la tripa Moncho cuando se ríe? Es único. Un crack.”  
Al cumplir treinta años, el demonio se fijó en ellos. Treinta años es la edad en la que los individuos hacen generalmente examen de conciencia. Es la edad en la que se detienen delante del espejo del baño, sorprendidos porque su rostro ha mudado su gesto de toda la vida. Un fogonazo. Eso es. Es un flash que te obliga a pararte en seco para estudiar qué es lo que te ha cambiado el semblante: unas arruguillas casi invisibles, alguna cana, una expresión nueva en la boca, ¿más dura? Casi es lo de menos. Lo más preocupante es que también el carácter, el sentido común, muda sus costumbres de tal manera que lo que antes era importante, ahora es trivial; lo que te hacía reír, no tiene chispa. Fue Ramona la que se sintió primero acongojada. No contó nada a su hermano.  No quería decirle: “Hermanito, no digas sandeces. Antes tus ocurrencias me divertían un montón. Ahora me parecen propias de un muchacho sin gracia”.  Y es que, además  de reparar en la metamorfosis de su semblante, Ramona  descubrió entre la multitud de ojos que la miraban, unos muy grandes que la sedujeron sin remisión. Eran de Ulises Cañaveral, un hombre chato con la voz cascada, como de terciopelo viejo, que se le reflejaba su corazón en sus ojos al ver o escuchar o tocar u oler a Ramona a cualquier distancia en locales cerrados o en el raso de la calle. 
Ocurrió eso que dicen flechazo, que es cuando a una pareja les nace en sus cabellos un rayo verde, como el fenómeno óptico atmosférico que ocurre poco después de la puesta de sol. Ulises Cañaveral era de vientre hundido, gran comedor de alubias que trabajaba de jardinero en el Ayuntamiento cuidando las rotondas de la carretera. Era un detallista que plantaba flores con guindillas en circunferencias perfectas separadas por caminos de piedras subidas de la playa. Provenía de la Escuela de Agrimensores de Aragón. Fue ella la que se acercó a él. Y desde entonces sufrían cuando se tenían que separar porque temían no volver a encontrarse. Ulises Cañaveral le regalaba flores secas dentro de libros de astronomía, que Ramona comenzó a coleccionar. Ramona regalaba a Ulises guantes de laboratorio, que hurtaba en la farmacia para que no se estropeara las manos en su contacto con la tierra. Cuando Moncho percibió las rarezas de su hermana, cogió su almohada y pidió permiso a su hermano Pachín para acostarse a su lado. Y es que comprendió que su hermana se había hecho mayor y le habían dejado de interesar las conversaciones mundanas.
 Moncho echaba mucho de menos a Ramona. Se aburría. Llevaba siete años presentándose a toda clase de oposiciones en donde pedían psicólogos. Y es que, fuera de los libros que había estudiado en la Facultad, no se había preocupado en adquirir otros conocimientos. ¡El diablo! ¡Primero te larga cuerda y luego la suelta de golpe! Ella, que ha paseado su olor, esencia de pitiminí, ha hecho lo que hay que hacer: derretir su carne de hielo ante un Adán que la toma de la mano y la lleva a pasear por las veredas por donde pasean los enamorados encerrados en su bola de cristal. Feliz pareja que no se harta de respirar el aire viciado que emana de su piel, de capturar sus miradas, de confesarse sus sueños de amor.  Moncho no sabe de estas cosas. Él no es infeliz por no tener trabajo. Es su vida: no parar de buscarlo. Lo hace. Ése es su trabajo. Es lo que le aconsejan sus padres. No parar de buscarlo. Como hacen los demás. Sin embargo, desde que el espejo le devuelve la imagen de un Moncho de treinta años, se ha comenzado a preguntar por qué los años corren tan rápido, por qué su hermana ha dejado de ser gemela, por qué su hermano no se olvida de recordarle que se le está pasando el tiempo de encontrar trabajo, por qué la vida ya no le hace reír.
Ramona era dichosa cuando metía su coche en una rotonda. Las flores de Ulises Cañaveral guiaban los pasos del viejo vehículo por el laberinto de la rotonda apartándola de los peligros de las circunferencias. Ramona preguntaba a Ulises en cuál rotonda le tocaba trabajar. No era raro verla escondida tras un seto vigilando a Ulises. ¡Y es que no podía vivir sin él! En la rotonda del Escapulario, al lado de una tienda de aparatos eléctricos, había un banco de jardín detrás de un aparcamiento de motocicletas. Ramona jugaba sentada allí con su trenza deshecha y pensaba sin dejar de observar a Ulises, en el tiempo perdido de su juventud. Todo lo pasado, apena. El futuro asusta. Sobre todo cuando eres viejo. En el presente se juega con las cartas descubiertas. Moncho comenzó a seguir a su hermana por las rotondas de la ciudad. Cuando descubría a Ulises Cañaveral expuesto a la miraba de los viandantes en el escaparate del jardín central, allí agachado fumigando una cueva de hormigas con alas, o en pie, enseñando el bocho de su barriga vacía de alubias, anhelaba encontrar por fin un trabajo de algo que sirviera para echarse un jodido euro al bolsillo ganado con el sudor de su frente.
Dios aprieta pero…  Lo encontró.  Era un fabuloso curro. Había que tener la carne blanca, los ojos negros, los dedos largos, la sangre limpia. Él era así. Le pidieron imaginación. Tenía. Le aceptaron. Aquella misma noche comunicó a su familia después del telediario que a primeros del mes entrante comenzaba a trabajar en unos laboratorios del polígono industrial del Tazón. Y es que, tras una semana de  estudiar la oferta de una multinacional, tomó la decisión de convertirse en donante de esperma. 
“La vida es una conmiseración oblicua” se dijo sin saber como definir el futuro en general. Un futuro que transcurrió apaciblemente llenando probetas con su esperma 10 de máxima calidad. Tras un año comprando revistas para mantener la producción uniforme, comenzó a viajar. Hay gente que no está dispuesta a que su hijo sea concebido en un laboratorio. Así fue como terminó acostándose con la mujer, mientras el hombre estaba con ellos en la cama. Hay hombres que necesitan estar presentes mientras  su hijo está siendo creado. 
Ramona se soltaba la trenza para ir a trabajar. A Pachín le subieron el sueldo en El Corte Inglés, se dejó perilla y se compró un peine. Moncho escupía un lapo en la palma de su mano izquierda. Era zurdo. ¡Para que digan que el catecismo neoliberal es malo!


FIN


Arrigunaga, (Getxo) a 3 de noviembre de 2016.


martes, 25 de octubre de 2016

PARAISO


Iban en un Ford pequeño con la capota bajada. Habían pensado ir a Cabo Roca, a la urbanización Los Peñascos, en donde tenían una casa con porche en una loma con quince pinos al borde del acantilado. Era un pequeño paraíso enclavado en un cabo en la punta de otro cabo. Había siete casas más, pero apenas se veían sus tejados. Como siempre, fue una ocurrencia de Avelina. Una de las muchas que la mujer tenía durante los meses del año. En realidad siempre eran las mismas ideas pronunciadas en las mismas fechas. Costumbres (ellos las llamaba tradiciones) que llenaron su vida en los treinta años de matrimonio. La casa en Cabo Roca la había heredado Avelina de su padre, un tendero de zapatos que hizo su mediana fortuna agachando los riñones delante de una clientela de posibles, armado con calzador y con una sonrisa de charol blanco de Primera Comunión 
El camino que les llevaba a Los Peñascos encerraba  pequeñas sorpresas que casi siempre  suponían la apertura de una nueva carpeta que de seguro usaban para tejer discusiones nuevas en el futuro: un cambio de rasante repintado, el sobresalto de una ardilla al escuchar el rugido del motor de su coche, la ignorancia fingida de un grupo de vacas rubias que apartan sus ojos  de la carretera con enmascarada coquetería, la parada obligada en un manantial de agua ferruginosa para beber en un vaso de plata (un vaso para los dos), traído ex profeso por Avelina. 
- Mis padres bebían siempre que venían agua de este manantial- decía Avelina.
- Estaba esperando que lo dijeras- decía Marcial.
Frases e incidentes, que aún repetidas al menos una vez al año, no les llegaban a empalagar. 
- Recuerda que la próxima curva es peligrosa.
- Por supuesto que lo recuerdo.
- Deberíamos parar en lo alto de la loma y ver si les queda leche del día a los caseros de la vaquería. 

- Ya sabes que la leche cruda me da asco.
- ¿Aunque sea un poco?
- Aunque sea un dedal.
- ¡Qué cosas más raras te suceden!
- A ti tampoco te gusta el pan blanco.
- Eso es diferente. El pan blanco es insípido.
- ¡Cómo tú!- farfulló Marcial casi sin mover sus labios.
- ¿Qué es lo que has dicho?- preguntó Avelina.
- No he movido los labios. 
- Entonces habrás cantado- dijo Avelina recelosa.
- Para cantar se necesita ánimo.
- ¿Se te ha agriado el carácter? Al salir de casa estabas feliz.
- Estaba feliz por probar el coche. 
- ¡Ya decía yo!- exclamó Avelina-. ¡Igual que mi padre! “¡El motor de un coche nuevo es cien veces más agradable que el graznido de una vieja!”
- Tu padre no destacaba precisamente por su cortesía- dijo Marcial-. A veces llegaba a ser un grosero de tomo y lomo.
- Mi padre se quedó viudo sin darle tiempo a soltar  el justillo de mi madre con sus dientes. Fue un marido sin realizar. Era el cuento que me contaba todas las noches para que me durmiera. 
- No imagino a tu padre escarbando en su memoria relaciones conyugales- dijo Marcial.
- ¿A quién, sino a su hija, iba a contar sus fracasos?
- A cualquiera menos a una inocente niña. Por ejemplo a una puta. Aunque una buena puta debe de tener el bachiller acabado y haber leído los cuentos completos de Chejov; a un cura. Preparación. Es lo que les falta a los curas. Simple y llana preparación.  
- Hemos pasado el caserío de la leche y no has parado- dijo Avelina con resignación.
- No es la primera vez- dijo Marcial con cinismo.
- Algún día me tiraré en marcha por el barranco- dijo Avelina.
- ¿Cómo te puede gustar la leche sin hervir?  
- ¿Y a ti los huevos crudos?
- Pienso muchas veces en nuestros pareceres enfrentados. Sin embargo, aguantamos -dijo Marcial-. Lo peor es morirse sin descubrir la quinta pata de la banqueta.
- El secreto reside en saber parar a tiempo -dijo Avelina. Por cierto, ¿te has acordado de meter en la mochila los guantes de lona y los loros para podar las zarzas de la barrerilla.
- No.
- ¿Con qué herramientas haremos el trabajo?
- Con las viejas tijeras y con los guantes de siempre.
- ¿Pero es que no las tiraste a la basura? Recuerdo perfectamente que te dije que los tiraras a la basura.
- No los tiré. Las guardé en el sitio de siempre. Eran unos buenos loros y los guantes no tenían ni un solo rasguño.
- ¿Vas a bajarte del coche para abrir la barrerilla o la abro yo?
- Siempre he abierto yo la puerta de hierro. ¿Me quieres hacer un feo?-preguntó Avelina levantando la voz.
- En absoluto, Avelina. Se me olvidan nuestras obligaciones. 
- Recuerda que las puertas de esta casa las he abierto siempre yo.
- Está bien. ¡Ábrelas!
- ¿Cómo quieres que las abra si no tengo llaves? Las llaves las traes tú.
- Da igual. Veo que se han llevado el candado de la urbanización. 
Avelina salió del coche y empujó la puerta que chirrió como un diablo. 
- Es una delicia escuchar la voz de la puerta dándonos la bienvenida. ¿Verdad que es un chirrido peculiar?
- Muy peculiar.
- Ven. Mira. Desde aquí se ve la mar en todo su esplendor. 
- Eso lo has leído en algún best seller de supermercado. 
- Lo decía mi padre justo desde el lugar en que me encuentro. ¿Sabes lo primero que hacía mi padre cuando entraba en casa?
- Sacar el calzador que llevaba en el bolsillo y dejarlo encima de la mesa del comedor.
- Ya te lo había contado.
- Siempre que venimos a Los Peñascos. 
- Desde aquí veo las copas de los pinos de nuestra casa. Seguro que al descubrirnos se pondrán contentos. 
- Seguro.
Avelina se apartó de la verja de hierro. Marcial arrancó el coche. Pasó y esperó a que Avelina cerrara la barrerilla y se acomodara en el coche. Una ligera brisa de mar impregnada de sal llegó hasta el parabrisas del descapotable. La tarde caminaba con parsimonia  navegando por los caminos que un sol ya mortecino pintaba  en las olas. 
- Ve despacio- dijo Avelina-. Hay un kilómetro desde la barrera hasta la puerta de nuestro jardín.
- Mil ciento dos metros-matizó Marcial.
- Es como el paseo que lleva al Edén-dijo Avelina- ¿Verdad que se parece al Edén?
- No sé. 
- No seas prosaico. Mi padre también decía que era como el Jardín del Edén. ¡Él si que sabía!- Dijo Avelina respirando el aire profundamente.
- No guardes mucho viento en tus pulmones, que es gallego y te puede enfermar. Ya llega fresco.
Tras una curva en forma de herradura apareció la casa. 

- Frena-dijo Avelina.
- ¿Vas a contar los pinos?-dijo Marcial.
- Mi padre los contaba desde esta misma posición. ¡Están preciosos! Desde aquí parece un tupido bosque. 
- Están los quince-dijo Marcial.
- ¿No te has dejado alguno?-dijo Avelina.- Espera. Ahora los quiero contar yo. 
Marcial levantó el pie del freno y dejó deslizarse al coche. Al llegar a la puerta del jardín frenó con brusquedad.
- Sí. Creo que están todos. En el más alto, en el que está pegado al porche, duerme un mochuelo.
- Los mochuelos no duermen de noche. Vigilan a sus presas-.dijo Marcial.
La puerta del jardín era de madera.  Se cerraba con un sencillo picaporte. Avelina cogió un par de paquetes de plástico con comida. Marcial colgó dos mochilas en su hombro izquierdo.
- ¿No vas a meter el coche?-dijo Avelina.
- Primero voy a echar una ojeada al alero de la casa. También bajaré hasta el muelle de madera. Te olvidas de las galernas de verano.  
Avelina se sentó en las escaleras del porche. 
- A mi madre no le gustaba venir a Cabo Roca-dijo Avelina.
- Puede ser.
- Tenía miedo de los bichos.
- ¡Vete a saber!
- ¿Verdad que Cabo Roca es una delicia?
- Toma las llaves de casa y vete metiendo las mochilas y las latas-dijo Marcial.
- Venimos poco. 
- Quizá.
- Tenemos que venir más a menudo-dijo Avelina.
- Ya lo dijiste el año pasado-dijo Marcial.
- Me apetece cenar en el porche. ¿Qué te parece si hago un tortilla?-dijo Avelina.
- Bien. Pero yo cenaré en la cocina. Hará fresco-dijo Marcial.
-  ¡Oh, no! ¿Nos vamos a perder la llegada de la noche? 
- Podemos verla desde la ventana de la cocina-dijo Marcial.
- ¿Qué ha sido ese ruido?-dijo Avelina.
- Un pitorro-dijo Marcial.
- ¡Un pitorro! ¿Verdad que es como el Paraíso Terrenal? ¡Dime que sí, Marcial, dime que sí!

Marcial no respondió. Se levantó de la escalera del porche, metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, levantó su cabeza y comenzó a inspeccionar el alero de la casa. Perfecto. En vez de bajar al atracadero fue hasta la puerta de hierro del camino principal y al dar la media vuelta para regresar a casa se dio cuenta de que la noche estaba al caer. Le extrañó que la casa estuviera sin luces. También estaba cerrada la puerta. Tocó el timbre. No sonó. Volvió a tocar. Nada. Golpeó con los nudillos. Le dio a la puerta un puntapié. Avelina abrió la puerta. Llevaba una vela encendida en la mano. 
-  ¿En dónde te has metido?-dijo Avelina.
-  ¿Por qué estás sin luz?-dijo Marcial.
-  Estaba en la ventana de nuestra habitación mirando a ver si te veía-dijo Avelina.
-  ¿Sin luz?-dijo Marcial.
- ¿No ves que tengo una vela? Seguramente la guardó mi padre en el cajón de la mesa de la cocina-dijo Avelina.
-  En la mochila negra hay una linterna-dijo Marcial.
-  En la mochila negra hay cuatro cajas con plomos, corchos y anzuelos para pescar. Tampoco están las tijeras de podar ni los guantes-dijo Avelina.
- Por lo visto he confundido una mochila por otra-dijo Marcial.
- ¡Qué majo!-dijo Avelina.
- Se habrán saltado los plomos-dijo Marcial.
- ¿Cómo lo vamos a saber sin verlos?-dijo Avelina.
- Pásame la linterna-dijo Marcial.
- ¿De dónde? Ya te he dicho lo que contiene la mochila negra. En la otra hay ropa. La metí yo misma. Sólo tenemos la vela-dijo Avelina.
- ¿Por qué no vamos a pedir ayuda a algún vecino de la urbanización?- dijo Marcial.
- ¿Fuera de temporada? Aquí ya no queda nadie. Yo te alumbro. Por si no recuerdas el cuadro eléctrico está debajo de las escaleras. Ven-dijo Avelina.
Miraron. Sus sombras rotas bailaban a su alrededor. El cuadro eléctrico estaba quemado.
- ¡De buena nos hemos librado!-exclamó Marcial.
- ¿Y ahora qué hacemos?-dijo Avelina.
Marcial salió a la fresca. Bajó las escaleras del porche y luego las que conducían al muelle de madera. Un gajo blanco pintaba el cielo estrellado. Se sentó en el borde del muelle. Avelina le siguió con la vela apagada en la mano.
Un par de luces de un pesquero aparecían y desaparecían no muy lejos.
- ¡Qué paz!- ¿Verdad que también de noche es un paraíso terrenal?- dijo Avelina.
-Sí que lo es-dijo Marcial-, pero tenemos hora y media de camino para llegar a casa.



FIN


Arrigunaga (Getxo) dieciséis de setiembre de 2016.