miércoles, 29 de marzo de 2017

EL HOMBRE DEL SACO


    En realidad nunca creí que Juana la Seria fuera una bruja. Eso decía mi madre que la conocía de joven y una vez le cosió un abrigo con mangas ranglan. “Entonces era una chica decidida que ayudaba a las madres solteras y acudía a los mítines de gentes progresistas” Después de la Guerra, Juana se fue transformando en una mujer altiva que vivía con su hermano Segundo. Eran pobres y solteros. Vivían de prestado en lo que quedaba de un caserío tullido por el paso del tiempo. No tenían agua, ni luz eléctrica; tenían un fuego bajo en la cocina y jergones con colchones de hojas secas de mazorca para dormir. Muchos días, después de la escuela, entrábamos en su casa a enredar. Y nos cazaban. ¡Ya lo creo que nos cazaban! Juana no hablaba: te agarraba de las orejas y te soplaba en los ojos. Te soplaba tan fuerte que te secaba las lágrimas. A Segundo no le importaba que fuéramos a jugar a su casa. Sólo, cuando le dolía la cabeza, gruñía para despacharnos. Gruñía como un perro. Pero tampoco le gustaba que Juana nos soplara en los ojos. 


- ¡Algún día les borrarás esas cosas tan bonitas que hay dentro de sus ojos!
Era cuando  yo corría a casa para que mi madre me revisara mis ojos para ver si me faltaba algo. 
Dicen que, de joven, Juana iba a cantar nanas a las casas de los ricos. Pero también dicen que Segundo fue sacristán de Santa María, cuando en tal parroquia nunca hubo sacristanes y sí muchas sacristanas. Y un párroco que recordaba en cuaresma que los vascos huelen a alfalfa fresca. Eran las sinsorgadas que quedaron después de la Guerra. Son cosas que pasaron, de poca  credibilidad. También se quedaron un par de frases para medir el tiempo: “Antes de la Guerra”  o “Después de la Guerra”. Yo nací “después de” y nadie ha sabido decirme si  aquello te marcaba en la forma de ser.
Justo encima de la cocina de Juana estaban los jergones en un cuarto grande con tarima de castaño. Se subía por medio de una escalera de pajar. Tenía que ser una gozada dormir allí arriba, fuera del alcance de la mano de los muertos o de los ladrones que meten ruido por las noches. Dicen que “antes de la Guerra” no había muertos en las casas. Ladrones, sí. Pero muertos, no. Un armario largo y robusto hacía de tabique entre las dos camas. Era donde dejaban sus excrementos con forma de txipirón minúsculo las ratas que salían de noche a procurarse alimentos y agua. Segundo veía sus ojos encendidos corriendo por el tablado. Una vez me contó que aprendió a cazarlas con las manos en la cárcel del Dueso cuando esperaba el paseo. Dos fusilados por calabozo y día. Segundo tuvo suerte con las ratas. No vomitó ni con la primera ingesta.
- Si no te liquidan, ya tienes menú para ir tirando-le decía un gudari que aseguraba haber liquidado a tres moros en Upo.
     En la cárcel, los hombres más serios eran capaces de acercarse al foso cantando. El sentido del humor es parte del sentimiento humano.

- ¡Come ratas, Segundo! ¡Aguanta! ¡Seguro que tu hermana te saca de este agujero antes de que te envenenes!-le decían los compañeros de estómago delicado.
Le sacó. Entonces Juana era una mujer gallarda que se ganaba la vida cantando nanas en los palacios del Abra. Cantaba tan dulce que hasta los niños feos se volvían hermosos a la hora de dormir. Juana se cubría el pelo con un pañuelo blanco de dos puntas y su cuerpo olía a manzanas. Sus gestos imprescindibles imponían. Tenía manos de Papa y papada en escalera: una papada perfecta para llevar joyas. Ella sólo se adornaba con collares de chiribitas. El perdón para su hermano lo consiguió el padre de un bebé. Además de la gargantilla de flores, Juana se puso un delantal blanco y se pintó las pestañas con polvo de antracita para lustrar su mirada. El padre del bebé era el secretario de un Juez de Franco. 
- Tengo un hermano en el penal del Dueso con pena de muerte- le dijo ella.
- ¿Sólo una pena?
- ¿Es que se necesitan más para ajusticiarle? Vuestra señoría quizás sepa la manera de perdonarle las penas.
- A lo mejor. Pero tendrás que cantarme para que me duerma. Después de dormir a mi hijo, me acuesto y me cantas “a ron-ron Corderito Divino”.   
Desde entonces, el secretario del juez de Franco lo primero que hacía al llegar a su despacho era revisar las penas de muerte inmediatas. Si la de Segundo se encontraba entre las primeras, la ponía en último lugar. Así, mientras Juana cantó y el secretario actuó, Segundo cazó ratas para su manutención hasta que su pena de muerte fue conmutada por años de cárcel con derecho a rancho de indultado.
 A Juana comenzaron a tenerle miedo en los años de postguerra. Le acusaron de perversidades y dijeron que cantaba canciones de cuna a demonios disfrazados. También le culparon de quemar el confesionario de las monjas de la Dársena, de secar árboles frutales enterrando dientes de ajo entre sus raíces y orinar encima. Quizás lo más llamativo eran las peras de libra que daba un árbol con olor a rosal que creció delante de su casa. Eran, sin duda, las peras más grandes del pueblo.  Vino un general de Madrid a medir y pesar las peras.
 Juana era una mujer de buena estatura que ensuciaba los muros del pueblo con su sombra andante. Producía temor. Sin embargo, el mayor escalofrío llegaba con el rictus que se le había quedado a Segundo en el penal. La carne de rata resucita enfermedades olvidadas y mementos de  ajusticiados. Los roedores se han inmunizado con la llegada de enfermedades nuevas. Los humanos, al contrario, vuelven a enfrentarse a bubas y abscesos con la memoria incapaz de crear brebajes olvidados para curar. 

Cuando se terminó la Guerra, Juana y Segundo dejaron de saludar a la gente. Comenzaron a caminar juntos aunque fueran a distintos lugares. Segundo vestía un traje muy viejo. Costaba adivinar si se trataba de un traje o de una sotana raída. Llevaba un saco al hombro. Primero iba Juana con su pañuelo blanco en la cabeza y su delantal almidonado. Segundo calzaba alpargatas de esparto; alpargatas negras y tobillos repulsivos. Iban a sus quehaceres guardando una distancia de siete pasos. Regresaban ya de noche respetando la distancia. Segundo caminaba con su saco lleno de algo. Juana no se inmutaba ni con la lluvia. Entonces sus pies calzados con txoklos avisaban su presencia. A Segundo comenzaron a llamarle “El Hombre del saco”. A los niños les decían en casa que no llegaran tarde a casa porque les iba a coger el Hombre del saco. Los niños le tiraban piedras y Segundo les daba patadas. Así, muchos niños sentimos la coz de un mulo. Sin embargo, no dejamos de ir a su casa para revisar sus cosas: Segundo tenía un tiragomas colgado en un clavo en la cabecera de su jergón. Lo usaba para matar ratas. En las largas noches de invierno, llenaba la tarima de montoncitos de maíz, esperaba la llegada de dos chispas de fuego, apuntaba en medio, estiraba las gomas y ¡zas!, una rata menos. Por la mañana las metía en el saco y las arrojaba a los jardines de los privilegiados. Juana tenía un rosario de cuentas de algarrobo colgado de un clavo en la cabecera de su jergón. Solía rezar rosarios con misterios inventados. Yo le tenía mucho miedo porque nunca le vi reír. Si iba a su casa era para que me soplara en los ojos. Mi madre estaba convencida de que Juana la Seria no soplaba para hacernos ningún daño. Soplaba para ahuyentar la miseria que veíamos a nuestro alrededor. Otros niños acudían para lavar las pústulas que no desaparecían de sus ojos sólo con la saliva de sus madres. “Antes de la Guerra todas las casas tenían manantiales. Después los manantiales se convirtieron en madrigueras de víboras”, nos predicaba Segundo después de habernos zurrado la badana. En el fondo, Segundo no era malo. Nunca olvidaré la brecha que le hice con un hueso de cañada de vaca vieja. Mi madre me agarró del brazo y me llevó a su casa a pedirle perdón. Pero Segundo estaba demasiado enfadado como para perdonar una pedrada con hueso. No escuchó los razonamientos de mi madre. La llamó madre coñuda y le cerró la puerta en sus narices. Mi madre me prohibió ir a casa de María la Seria a que me sople en los ojos. 
 A finales de los cincuenta cumplí veinte años.  Crecí derecho, con la cintura fina, los brazos largos y dos palas como manos. Las chicas me decían que tenía los ojos limpios. Las madres de las chicas les decían que cuidado conmigo porque tenía cara de demonio.  Y los hombres me admiraban porque jugaba bien a la pelota en el frontón. Apostaban su paga y muchos me daban la mitad. Compré una radio  y mi padre la ponía de noche para oír Radio Pirenaica. Yo me hice carpintero y torneé unos txoklos con una rama de tilo para Juana la Seria. Y es que ella todavía infundía respeto y mi boca se secaba cuando la veía en un bebedero que había cerca de su casa limpiando los puerros que Segundo traía en su saco.  Llevaba ratas y traía puerros.  Pasaron los años y Juana se murió. La enterraron en el cementerio viejo. Alguien debió de empujar el cajón porque su hermano Segundo ya había perdido la cabeza y tampoco fue. Creo que tampoco hubo cura. A Segundo lo encontraron literalmente muerto de frío con los pies dentro del bebedero. Dicen que los renacuajos le estaban comiendo la suciedad de sus pies. Es cierto. Yo le saqué del agua para meterlo en el féretro que le hice en mi carpintería. Y puedo jurar que los sapaburus le habían dejado los pies transparentes como los de un niño de mantos.

FIN



Arrigúnaga (GETXO) 24 de febrero de 2017.