jueves, 2 de enero de 2014

EL FINAL DEL CAMINO

      
 
Negro corría dentro de su chándal por la vereda de la chopera, un caminejo lleno de charcas en donde flotaban condones de colorines, de los que venden en las peluquerías de caballeros. Él no usaba preservativo. Lo hacía como los hombres antiguos. Si su madre no le hubiera infundido buenas costumbres, habría actuado como los leones en la selva. Era un macho de mirada fiera. Un viejo macho del que se apartaban los cachorrillos que salían a correr cuando su madre les echaba de su nido a escobazos. Muchachos que habían dejado el Instituto, la Formación Profesional y tachaban de fracasados a sus padres porque se habían doblegado durante toda su vida al capricho de sus capataces por unos cientos de euros. El Negro conocía la historia de cada uno de ellos y hasta podía recordar el olor de sus cocinas. El oficio de carbonero era una buena escuela de aprendizaje. Por eso se apartaban del sendero cuando se cruzaban con el viejo trotón, que sus setenta y siete años ya no le dejaban dar zancadas. El Negro iba a lo suyo. El camino de la chopera llevaba a las primeras casas de la ciudad, quizás el lugar en donde sólo vivían los dueños del mundo. Desde primeras horas del amanecer bajaban de las casuchas de las laderas las reinas del lugar. También el Negro las conocía por su olor, un olor muy diferente al de un puchero de cocido. Al cruzarse con una princesa de la noche, le decía:
- Tengo 10 euros para bollos, reina.
- ¡El bollo se lo das a tu madre, degenerado! Mete la primera y desaparece si no quieres que te clave la perica que llevo en el bolso, infectado del coño.

Eran las frases que le resucitaban las cosquillas casi olvidadas. También le traían a la memoria frases amorosas:
- ¡No me la dejes viuda, palomita!
- ¡Mira, loco! ¡Déjame en paz! Mira para otro lado y haz como si he pasado por la acera de enfrente. ¿Qué te he hecho yo, viejo del cuerno?
- ¡Provocarme!
- ¿Cuántos años tienes, Negro?-preguntó la nena con tono de enfermera.
- Setenta y siete cumplidos. ¡Anda, mujer, déjame verlo antes de quedarme ciego! Un recuerdo de la premuerte. Te doy 20 euritos. Para la peluquería, señorona. Cola de golondrinita, azúcar morena, bocado de monseñores.
- Mi tarifa son 100. Pero tú estás fuera de la legalidad vigente. Sólo acepto clientela hasta los sesenta. Los jubilados con las jubiladas, allá, diez números de calle más arriba. La Lentejas resopla, chilla como una rata, te besa las orejas y se deja por cinco y la propina. Todavía le llaman ninfa. Además, aún le quedan cinco nietos en el paro. Practicando la caridad, se gana el cielo.
- ¡La Lentejas! ¡Puaf! ¡Caldo de rata con nabos para el ganado!
- ¡Setenta y siete! ¡No te jode, el angelito!
- ¿Has comido caliente, mirífica de Dios? Dí que sí, pichona. Dí que está bueno. Dame tus manos, mariposa. Setenta y siete años expertos te harán ver lo que hay detrás del cielo. Anda mujer, dame un beso de despedida.
La niña puso cara de santa, abrió el bolso, sacó el spray y lo vació en los ojos del Negro. Echó a correr tipi-tapa, tipi-tapa, tipi-tapa y sólo se volvió al torcer la esquina de la casa para comprobar si lo había dejado ciego del todo.
- Este se queda enlagrimao p’a largo.
- ¡Recuerda mi nombre, que te morirás de granos malos! ¡El Negro te lo augura con pena, que siempre he querido que se mueran las feas! ¡Por mi madre, te lo juro!

Aquel amanecer, Pedro Pablo Campana, alias El Negro, se despertó frotándose los ojos. Su piel era blanca como la de un niño rico, aunque había sido carbonero desde los doce años. Primero llenando sacos con quintales de cuarenta quilos en la tejavana de la carbonería, después con el carro y el caballo cargando los sacos al hombro hasta la carbonera de las cocinas. Tuvo tres caballos. La más dulce, Babieca, una yegua blanca que le vendió un gitano gallego. El gitano arreglaba pucheros y ponía varillas nuevas a los paraguas. Se llamaba Arturo. Tenía los ojos negros y sabía hacer zapatos de hojalata para perros. Arturo quiso enseñar su oficio al Negro. Pero al Negro le gustaba entrar en las cocinas de las casas y oler el cocido que hervía al amor de la lumbre. Fue carbonero hasta los setenta años. Carbonero y soltero. “¡El diablo que les lleve!”, decían las mujeres.
- ¡Cásate, hijo mío! Los hombres solteros son unos puteros-le decía su madre con lágrimas en los ojos-.Además, se mueren solos.
- ¿Cómo es posible que alguien quiera a un carbonero? Ellas sólo ven el brillo de mis ojos en un desierto de arena negra. Hasta las mujeres con viruelas sienten miedo. Yo las hago felices con flores y así se pasa la vida.
Reminiscencias. El resto de la mañana sintió el resquemor de las pistas. El spray. ¡Ay! Cuando su mollera se atascaba en el recuerdo de una real hembra, los sucesos de a diario no tenían cabida en sus desvelos. Le sucedió a los veinte años y a los setenta y siete. Si existían en los sueños, vivían en la realidad. Su madre, ya difunta de un cuarto de siglo, cuando soñaba largo, indagaba en su interior si los sueños eran patraña o tenían posibilidad de convertirse en ciertos. Preguntaba a las pitonisas del barrio. Una vez soñó un número incompleto del gordo de la lotería. De las cinco cifras, le faltaban dos. Vendió los colchones de lana. Compró diez décimos con los tres números soñados y con los otros dos, al azar. Cayeron los tres números. De los otros dos, nada. Su madre le dijo que si no hay sueño entero, todo se queda en humo y susto.
Su sueño era verdadero. Entero y verdadero. Sólo hacía falta gastar cien euros para subir más alto que las nubes. Sucedió de día y en la calle, en la vereda que sube al monte donde follan las parejas huérfanas de cama y un cura enseña el culo a los niños de la Confirmación. Sucedió donde viven las ninfas y los gnomos.

El Negro se levantó con la sensación de haber dormido bien, sin la artrosis en los dedos de sus manos. ¡Cien euros, tú, la sexta parte de su jornal de jubilado! Revisó la caja de puros de madera en donde guardaba sus ahorros, una herencia que todavía olía a la selección exclusiva de los 25 obsequios (entonces se llamaba obsequio a cada uno de los cigarros puros) de “La Radiante de E.S.M. y Cª” de Bejucal. Habana. Una boite nature, que había servido para guardar tres parejas de pendientes, un fajito de recordatorios de difuntos, medio collar de perlas falsas, un botón de almirante y la sortija de plata de su padre, flaca y gastada por el sello, pero de plata vieja, de las que brillan con sólo pasarles las huellas digitales. Se lo dio todo a una hermana que era amante de los recuerdos. Él se quedó con la boite nature porque olía a habanos como olería siempre. Su caja fuerte. Cogió cinco billetes de 20 euros. Se puso el chándal de correr. Se dio diez gotas de Cacharel. Salió en dirección al Parque de los Guerreros en donde crecían unos algarrobos y media docena de plátanos con el tronco lleno de nudos en donde anidaban los pepechines. Allí comenzaban las casas de antes de la Guerra. Ahora, las oficinas de los chulos. También vivían echadoras de cartas y un buscarrecuerdos que por cinco euros era capaz de hacerte recordar cosas que no hiciste. La nena andaría por La Cepa, una tasca en donde hacían vermú con alcohol de droguería, canela y picaduras de aceitunas de manzanilla. Todavía venía gente de la parte noble de la ciudad a darle un mordisco a un taco de bonito en escabeche enlatado en Bermeo. La palomita solía bajar la cuesta por la acera de la derecha y subía por la de la izquierda estampando la sombra de su palmito en las aceras donde se posaban los gorriones. La avistó entre las vallas del huerto del tío Venantino, un hombre que se murió de sarna en la Guerra de Cuba, según decían, y la esquina de La Cepa. 

Allí sacaban un banco grande y bien armado, como los de las iglesias, en donde se sentaban los más viejos y una alemana anciana que andaba en Vespa. Se llamaba Crimilda, como la hermosa mujer de Los Nibelungos por la que tantos caballeros perdieron su vida. Crimilda era adicta al vermú y a los ajos crudos. Era aficionada a los hipnóticos para conciliar el sueño. Hasta que descubrió el poder sedante del vermú de La Cepa, la tasca sagrada de los marineros sin hogar en donde todavía les prestaban un petate y el suelo del camarote para extenderlo. El dueño de La Cepa tenía un loro que se llamaba Einstein. El loro sabía el nombre de todas las putas del barrio. Les saludaba diciendo alto y claro E=mc2.
El Negro no corrió. Le dolía el aliento. Paseó. Llegó pronto a casa. Se encontraba raro. Enredó en la cocina con los párpados bajos. Desde pocos días atrás, el cuerpo y el alma le pedían cama. Aunque quería comportarse como un hombre, la tristeza le sacaba las lágrimas. Sabía que su salud se estaba desgarrando. El aire del amanecer olía a ciprés. Si no había acudido a la consulta del ambulatorio, era porque las acuciantes ganas de dormir le comían el tiempo. Su verdad única, razón de vida, residía en el recuerdo de la Venus, comida sagrada de un hombre sano que ha hecho escaso daño al mundo. Curiosamente, el Negro, cuanto más pensaba en la hembra que le borró los ojos, era en los momentos que se afanaba en la cocina con las zapatillas a rastras, colocaba los platos y las cucharas en su cajón, mojaba con la fregona los desconchados del terrazo, enterraba el cadáver de una cucaracha en el cubo de la basura, se hacía un batido de chocolate o silbaba suave, más bien soplaba entre dientes el poco aire que le permitía el recuerdo del deseo de la carne. 
 
Silbaba para amarrar las lágrimas. ¡Ay, la carne! ¡Negro, pecador!, se regañaba al arrastrarse a su cama un par de minutos antes de quedarse dormido y de comenzar a soñar con la reina del bollo que lo paseaba a una altura entre ochenta y noventa centímetros de los guijarros del suelo. El Negro era consciente de que los sueños constituyen la esencia de la vida. Y que la suya había comenzado a perderse apenas sin avisar. Aunque algo debió de intuir, porque el día que ya no tuvo fuerzas para arrastrar sus huesos y llamó a una ambulancia para que le llevara al Hospital, tuvo tiempo de dejar los cinco billetes de veinte euros en la caja de puros habanos.
FIN

Arrigúnaga, 9 de mayo de 2010.


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