viernes, 4 de julio de 2014

EL TRANVÍA Nº 7

                                                             Primer Recuerdo



Juan se sienta en una silla de playa al lado de la puerta de la cocina. Una señora le viene a hacer compañía. Está empeñada en enseñarle a hacer punto bobo. Le ha comprado dos agujas y un ovillo de lana azul. También le suele dar una patata para pelar.
- Es un entretenimiento, don Juan- le dice la gorda. Porque la señora es gorda sin perdón.
Juan habla poco. Piensa. Su cuarto da a un balcón en donde hay otra silla de playa. De las paredes cuelgan tiestos con geranios y en el fondo, contra la pared, hay una gruta forrada por dentro con corcho, como un portal de Belén en donde vive Stalin, un perro tranquilo al que le asusta la oscuridad y el ruido de las flores al crecer. Si la señora gorda se pone pelma, Juan emigra a la silla del balcón y se queda al lado de Stalin, dormitando. También lee un libro de cuentos de un escritor americano que Julia dejó encima de su mesilla, en la otra casa, unos pocos días antes de empezar con la morfina. Se le olvida lo leído y vuelve a empezar por enésima vez con decisión y hasta consigue terminarlo. Pero cuando coge otra vez el libro, se avergüenza de no recordar la trama y lo comienza a leer otra vez con todos sus sentidos alerta.
La casa la compró doña Julia al comprender que el cáncer le había ganado la carrera. Pensó que su compañero necesitaba una casa vacía de recuerdos, una casa sin impedimentos para que la llenara con los sustos del presente. Quiso dejarle preparada la vida, sin entender que una vida nueva destruye los recuerdos de los vivos viejos.
También Stalin era un regalo de Julia. Lo trajo cuando se jubiló en el hospital. Pensó que mientras lo sacaban a pasear dejarían de mirarse con pena.
- Así no tendrás más remedio que salir a la calle para que haga sus necesidades.- le decía Julia.
Juan le dejaba actuar. Nunca había huido de sus ocurrencias. El momento que se descubrieron en el tranvía nº 7 y corrieron sin conocerse a ocupar el asiento que luego cedían a algún anciano sin conseguir frenar su fiesta, continuaba vivo. Aquel día comprendieron que la explosión irracional que habían sentido al mismo tiempo, debía de ser la cosa que los adultos llamaban amor. ¡Era tan natural enamorarse! No cabía la menor duda que el palpitar de sus corazones, su risa, su gesto, era el misterio que empujaba a dos almas al deseo de permanecer siempre juntas, sin importarles que una tuviera un pie más recto que el otro, un defecto que le hacía lanzar la cadera hacia delante. Y que el muchacho usara pajarita de goma y una gorra con visera de hule. Porque a Juan le gustaba ir vestido de raro y llevar álbumes de órgano debajo del brazo.
Cuando Julia le dijo que tenía cáncer, Juan le respondió que de eso ahora se cura todo el mundo. Pero sin saber por qué, comenzó a pensar en su vida pasada junto a ella y ya no pudo pararse en el presente, aunque ella permaneció junto a él casi un año. Un tiempo que se iba borrando según iba transcurriendo. Y es que él nunca aceptó que ella se iba a morir. De hecho, el día que le empezaron a dar morfina, Juan sacó a Stalin de paseo a las mismas horas de siempre y a la vuelta dejó al perro que besara las manos de Julia como lo hacía desde que ella hablaba en susurros: un simple toque con su hocico y un ladrido nuevo que a Julia le hacía sonreír.
Ella, además de ser médico analista, era una mujer alta, casi tan alta como don Juan. Cojeaba de un pie. Lo tenía torcido. Don Juan le solía comprar los zapatos más bonitos que encontraba en una tienda de objetos de cuero. El dueño de la tienda tenía un oficial experimentado con manos de plata. Don Juan compraba los dos zapatos, pero sólo regalaba a doña Julia el del pie bueno. Luego la médico pasaba por la zapatería y el oficial experimentado le confeccionaba el zapato para el pie torcido en seis pruebas. La señora cojeaba con dignidad. Todo el mundo decía que era una señora desde la cabeza a los pies.
No se casaron. Fueron a vivir a casa de ella y no hablaron nunca de ceremonias. Juan dijo que no tenía familia. Tenía un hermano. Se llamaba don Pedro. Era párroco en donde él iba a tocar el órgano en noches cerradas. Muchas veces a las dos y a las tres de la madrugada. Alguna vez llamaban del obispado al párroco para decirle que la policía había llamado para informarles que alguien había entrado en su parroquia a tocar el órgano.
- Es mi hermano- decía don Pedro. Y colgaba.

La casa de Julia era un chalé de tres plantas parapetado por un muro de piedra y una empalizada de hierro. En el muro crecían ombligos de Venus y musgo. La pareja cuidaba un jardín de hortensias que rodeaba la casa. Era tan magnífico que en tiempo de la floración se acercaban familias enteras a contemplarlo los domingos. Un heladero colocaba su carro tirado por un burro gris en la acera de enfrente, al lado de una plantación de maíz. Al burro le gustaban las hojas frescas. El paisaje se perdía por una pendiente que llevaba al monte. En el monte había una cantera de piedra arenisca donde vivían lagartos verdes y una tribu de gitanos que hacía cestas de mimbre. El tranvía nº 7 daba la vuelta a cincuenta metros del chalé. Luego comenzaba la ciudad.
Don Juan trabajaba de corrector de noche en un periódico y tocaba el órgano en los funerales de la parroquia de su hermano. Cuando comenzó a hacerse viejo, muchos comenzaron a llamarle don Delfín el Organista, no se sabe por qué extraña razón.

Cuando la señora gorda que iba a su casa a cuidarle le daba una patata lo suficientemente grande, don Juan buscaba en el cajón de los cuchillos de la cocina uno pequeño y puntiagudo y tallaba un pie con sus cinco dedos a la perfección.
- ¡Es precioso!- exclamaba la gorda.
- Es para Stalin. Al perro le encantaba lamer los pies de la señora.
A don Juan le molestaba la presencia de aquella mujer que al de media hora de entrar en casa se acomodaba en la butaca preferida de Julia y se ponía a dar nudos en la aguja de plástico con lana azul. Era la hora en que don Juan arrastraba a su mente la carrera que daban por el pasillo del tranvía nº 7 buscando un asiento libre con ventana. Ella llegaba en pie, con una mano en la barra de la puerta. Era inconfundible. Sus labios acentuaban su risa cuando el tranvía llegaba (dos paradas después de que se hubiera montado ella). Se tomaban de la mano y revolvían el silencio con sus frases entrecortadas que ni ellos ni los viajeros comprendían. Entonces el tranviario tocaba la campana y un hombrecillo que vendía pájaros se ponía a cantar un bolero. A todos los pasajeros les parecía que el tranvía corría más y se miraban y se reían.
- Tome don Juan. Ya sabe: meter la aguja, sacar la lana y empujar. Pruebe, don Juan. Es un trabajo sedante. Yo empecé con ejercicios sencillos y ahora me estoy haciendo un vestido de ochos.
- Le harán falta mil ovillos.
- No crea.
- Digo por su volumen.
- Ya sé por qué lo dice.
Don Juan saboreaba su maldad. Guardaba su “labor” en una bolsa de papel. Iba a quitar las hojas secas de los geranios y a jugar con las orejas de Stalin. Después se sentaba a recordar los días de agosto cuando el maíz de la huerta del otro lado de la carretera crecía más de dos metros y los niños y las parejas jugaban a perderse entre el cañaveral. Era la época en que las hortensias pintaban el jardín y la verja se llenaba de mirones. No había un jardín semejante en la ciudad. Doña Julia regalaba caracoles de colores a los niños. Lo que nunca supo es que los niños asaban los caracoles encima de la chapa y se los comían con un poco de sal.
Ya no existía la casa con festón de hortensias. Había allí una casa de doce plantas con ladrillos cara vista, pegada a otra. Ya no había chalé ni carro de heladero con burro. Había ciudad. Tampoco había tranvía nº 7. Había trolebús. Diferente.
Quedaban don Juan y Stalin en un piso octavo. Casi siempre en el balcón del piso octavo de una casa de doce alturas. “Lo suficiente para hacerse tortilla, Stalin”, le decía al perro. No eran felices. La soledad llega al lado de los perros y de los hombres viejos con las mismas sensaciones. Aunque tengan un loro. Así todo, Juan tenía que dejar de pelar patatas muchas veces, Entonces salía a su balcón plagado de geranios y reía hasta sentir dolor en la boca de su estómago. Reía hasta que Stalin emergía de su morada y le abrazaba con sus patas a la altura de sus rodillas. Si llegaba la cuidadora, se apoyaba en la barandilla y mirando al mar, se mordía la lengua hasta sentirse seguro que la mujer no se había dado cuenta que se reía precisamente de su afición de tenerlo pelando patatas. “La mayoría de los mortales piensa que los viejos somos tontos”.
- Esta noche va a cambiar el viento- decía.
- ¿Se encuentra bien, don Juan?- decía la gorda abrazándole por la cintura. La señora cuidadora tenía momentos de amorosos cuidados. Era una efusión que entraba en su trabajo desde que un cliente nonagenario le pidió con lágrimas en los ojos que le enseñara sus pechos para acudir flotando en ellos a la presencia del Padre. “¿Qué maldad hay?”, se preguntó la próvida señora. Por supuesto que el cliente nonagenario expiró de felicidad. Desde entonces había fabricado una lista de caricias que las ponía en práctica cuando creía haber descubierto el morbo apetecido por “sus muchachos”. Según sus observaciones, don Juan se sentía seguro con sus gordezuelos brazos rodeándole su cintura.
- Lo digo porque los aviones ponen su morro mirando al Sur para aterrizar. ¡Y no me entorpezca el caminar, que nos vamos a romper la crisma!
Un día al antenochecer, a esa hora que las mujeres hacen confesiones inauditas, la gorda de arriba abajo le confesó que no le quedaba más remedio que embutirse en un corsé de varillas de ballena para disimular su cuerpo de gallina cebada. Estaba tan emocionada que contó a don Juan que los anclajes para el justillo se la enviaba una prima desde el puerto de Tórshavn, en las islas de Faroe. Don Juan, que tenía su memoria en el pasillo del Tranvía nº7, lloraba desconsoladamente al sentir los latidos fuertes de su corazón que le golpeaban el pecho con esos bombazos amargos que brotan algunas veces con los recuerdos.
- Perdone, don Juan. Le prometo no contarle más historia tristes-dijo la buena mujer sin sospechar que el viejo no le había escuchado una sola palabra.
- Es el Tranvía nº 7.-le respondió don Juan sonándose los mocos.- En el tranvía nº 7 no viajaban las desgracias. Las dejábamos en casa. ¿Usted no ha gastado nunca un cacho de tiempo para saber si pisa el cielo? Si no lo ha hecho, le aconsejo que vaya en busca del tranvía nº 7. Verá nubes al ras de la calzada, nubes de yerba en donde nacen fresas.
La señora desapareció. Don Juan no la volvió a ver más. La esperaba afeitado y con los dientes limpios. Colocaba la lana azul y las agujas encima de una mesita. Llamaba al frutero para que le subiera tres patatas grandes y lisas. Bajaba a la pastelería de la esquina y compraba bollos con mantequilla. Permanecía en su balcón mirando el paseo del litoral con los tamarindos florecidos. Y cuando descubrió que Stalin se dirigía a la puerta en cuanto oía el ascensor, se sintió naufrago sin barca. Perro y amo tenían miedo. Con su cachaba de cabeza de tigre arrastraba su cuerpo hasta la parroquia de don Pedro, su hermano que no era familia porque era hermano, subía al coro, limpiaba los cuatro teclados del órgano, se descalzaba para pisar el teclado de los pies y con los ojos cerrados encendía los sonidos bajos, los que llamaba a los pobres sin cama y se dormían llorando escondidos en los confesionarios. Cuando su composición quedó sostenida en un fa interminable, amaneció de los tubos finos el redoble de un mirlo. Fue cuando salió una vieja de un confesonario, subió las escaleras del coro de medio en medio paso y regaló un huevo de pata a don Delfín el Organista.
- Coja fuerzas don Delfín. Sorba la yema. El órgano es un instrumento de viento, no de tempestades. La cuidadora de ancianos era hija de un pescador de bacalaos. A lo mejor por eso se ha amarrado al cuello cinco tuercas de hierro y se ha arrojado desde el faro de luz verde a los remolinos del mar.
- Hoy no han venido a escuchar el órgano las niñas del orfanato. Ni tampoco ha bajado el párroco-dijo don Juan.
- ¿Es verdad que es familiar suyo?
- No. Es mi hermano.
Se acercó otra menos vieja con tres sayas recién robadas. Seguramente aquella misma tarde.
- Yo sé el recorrido del tranvía nº 7. Te vi jugar con la coja muchas veces. Tu tranvía está aparcado en la campa de los titiriteros.
- Si hablas de la campa en que yo pienso, creo que allí sólo vivían gitanos.
- Ahora hay un campamento de titiriteros al mando de Ramplín, un sargento de la Guardia Civil, que tiró sus armas al fondo de una mina de hierro cuando empezó la guerra. Dicen que ha recorrido todos los pueblos de España y que en uno de sus carros lleva a la verdadera Virgen del Carmen, tallada en un tronco de alcornoque.
Don Pedro despertó a su hermano y a Stalin poco antes de misa de ocho.
- ¿Por qué no vuelves a casa después de tocar el órgano? Este banco tiene más de cien años. Es duro como la piedra.
- También los pobres duermen en tu iglesia.
- Desde que la policía vigila la iglesia, aquí sólo entras tú por la puerta de la rectoría. ¿Por qué has despedido a la señora que te cuida?
- ¡Ella se ha ido!
- No discutiré contigo.
- Ya buscaremos a otra mujer. Procuraremos que no sea gorda y se empeñe en enseñarte a hacer punto.
- Yo sé por qué se ha arrojado al fondo del mar. Se había enamorado de mí. Esa es la verdad. No era una mujer fuerte.
- Sube a casa a desayunar.
- Una anciana me ha regalado un huevo de pata y me lo he bebido.
- Sube y mientras nos preparan un desayuno como Dios manda, te contaré la verdadera historia de la gorda, hermano.
- ¿Y Stalin? Él sólo sabe comer un pienso que vende Jeremías el judío.
- ¿Por qué lo llamas Stalin?
- Porque es su nombre. Julia le bautizó con agua destilada, que es el agua que emplean los ateos para bautizarse.
Don Juan acompañó a su hermano hasta la puerta de la Rectoría. Recordó que la maleta rosa de julia permanecía encima de un armario lleno de prospectos de películas. También recordó que tenía unas botas de cuero y un abrigo marrón para el invierno. No era invierno, pero llegaría. No subió a casa de su hermano. Pero instintivamente hicieron una cosa que no habían hecho nunca. Ni siquiera jugando cuando eran niños. Se dieron la mano.
Metió unas mudas, dos camisas, calcetines y las botas de cuero. Se marchó del octavo piso de aquella casa que le había comprado Julia para que no se enterrase en su pasado. Se marchó con Stalin en busca del tranvía nº7 para volver a empezar y repetir la parte más hermosa de su vida. Estaba seguro que en alguna ciudad del mundo habría un tranvía nº7 en servicio.



FIN  
Segundo recuerdo AQUÍ


jueves, 5 de junio de 2014

EL CANTO DEL MIRLO


I

El abuelo aprendió a silbar como los tordos el día que la americana descubrió los huesos del tío Hipólito. También aquel día logró hablar por teléfono con voz nítida: “Dígame”. Me lo contó el día de mi cumpleaños.
- ¿Y tú cuántos años has cumplido hoy?- me dijo.
- Nueve. Hoy he cumplido nueve años.
-Yo voy a hacer el mes que viene diez veces nueve. Nunca es tarde para aprender portentos. Porque antes de hacer diez veces nueve he aprendido a hablar por teléfono como el jefe de estación y he practicado el silbido de los tordos negros muy negros, de esos que duermen en los laureles. ¿No te parece prodigioso?
- ¿Qué significa prodigioso?
- Una cosa maravillosa, extraordinaria.
- A mí no me parece extraordinario que sepas silbar como los tordos. La abuela no sabe silbar como los tordos y dice que no le importa. Y también dice que se siente feliz cuando el teléfono está callado.
- Tu abuela siempre ha sido una ramplona. No es propio de abuelas cantar como los tordos. Cantar como los tordos no deja de ser una gansada. Las abuelas están para contar chismes que no interesan a nadie y para reírse de los hombres. Pero no andan silbando por la vida. Además, tu abuela perdió su alegría al olvidar la destreza de mis manos. Acepto su retraimiento en no querer ir al mercado en la silla de ruedas que le construí con mis herramientas, pero no le perdono su desconfianza en mi habilidad. Mi silla de ruedas es tan buena como las que usan las monjas en el asilo para llevar a los viejos al dispensario. Mi silla no está construida para ir al hospital. Está pensada para pasear por el camino del manantial y por los álamos. Está copiada milímetro a milímetro de una silla de un lord cojo que vivió en la India.

La abuela hacía muchos años que había perdido la fuerza en las piernas. Aunque el abuelo le hizo una silla de ruedas pintada de rojo carroza, radios de ciclomotor y empujador de madera barnizada a muñequilla, ella le dijo que no había nacido para que los niños se rían de una vieja. Con todo, el abuelo no perdió la esperanza de que se aficionara al carromato. Le puso un claxon de fantasía y un freno capaz de dejar en seco las ruedas traseras en una distancia de quince centímetros. También mi madre le compró una manta escocesa y una gorra de lana para el invierno. Pero la abuela mandó, cuando se rompió la cadera por tercera vez, que recojan las alfombras y quiten la cera de la madera del suelo. Después se ejercitó en caminar con dos muletas de aluminio y no volvió a subir y bajar escaleras.
II

A mi tío Hipólito lo vinieron a buscar en un auto negro con rueda de repuesto. Dicen que era un Citroen. Eso sucedió antes de nacer yo, en la guerra. En mi casa lo recordaban todas las noches y siempre que venía un familiar de visita de día. Entonces, cerraban las ventanas para hablar.
Llegaron cuatro hombres con sombrero. Lo sacaron de casa por la ventana de su cuarto y lo abatieron de dos tiros a quemarropa, los dos en el pecho. El tío Hipólito no fue a la guerra porque era dos quintas más viejo. Era maestro de escuela. La gente dice que enseñaba cantando. En la plaza había tiovivos. En realidad sólo había un tiovivo. Era para los niños. La abuela dice que cuando ganaron la guerra los otros, le pusieron dos altavoces que no paraba de tocar el himno nacional. A mi tío Hipólito lo sentaron en un cochecito de bombero, de los que tienen campana. Después le dieron a la sirena del tiovivo para que los vecinos se asomaran a las ventanas. Pero los vecinos, en vez de mirar, sacaron sus manos para cerrar las contraventanas de sus casas. Atrancaron sus ventanas para no ver lo que sucedía en la calle. Los abuelos no oyeron los dos tiros. Por eso dice el abuelo que “descargaron el cargador”. Es mucho más dramático que “le pegaron dos tiros”. Alguien vio algo. Lo contó. Los hombres con sombrero arrastraron el cadáver hasta la entrada del pueblo o más lejos, por allí, por donde el camino va no sé dónde. Hacia el campo. Los dos casquillos los encontró Inocente, el recadista. Mi abuelo se los compró por dos duros. El padre de Inocente le dio un par de órdigas con la orden de devolvérselos a mi abuelo. Así fue cómo mataron a mi tío Hipólito: tirado en un cochecito de bombero. Después se lo llevaron arrastrándolo por el polvo y poco más se supo. Mi tío, además de enseñar cantando, escribía historias de santos malos y novelas de ladrones y policías. Se las publicaban todas. Yo he leído la de los policías. Hay una en donde un hombre sin piernas se mueve por la ciudad en un carrito con ruedas de rodamientos. Se empujaba con las manos, envueltas en guantes de cuero. Se llamaba Steve Chanceller y se alimentaba de las botellas de leche que cogía de las puertas de las viviendas. Mi tío no firmaba sus novelas como Hipólito Estrella. Era su verdadero nombre. Nosotros somos Los Estrella.

III

Doña Matilde, la amiga de mi abuela, había nacido en una tribu de arapajoes, en Oklahoma, América del Norte. Hablaba muy dulce. Su hijo vino con las Brigadas Internacionales a ayudar a la República. Era periodista. Lo mataron nada más llegar a Madrid. Doña Matilde vino en avión a hacerse cargo del cadáver de su hijo y se quedó a vivir en nuestro pueblo porque no pudo rellenar a tiempo los papeles de regreso. Dicen que el muchacho se pudrió demasiado y no le dieron el visado de muerto nuevo. Al periodista lo enterraron fuera de las paredes del cementerio de nuestro pueblo, al lado de otro muerto que no tenía cruz. Tenía una estela en la que habían esculpido un compás. La abuela se solía consolar con la americana. Le decía que el poseer sólo dos balas y un petacho de sangre seca recortada con unas tijeras de hojalatero de la espalda de un carricoche de feria, daba mucha tristeza. Mientras la abuela se lamentaba, Doña Matilde exhalaba con los ojos cerrados una especie de letanía impenetrable, pero hermosa. Su nariz recta se dibujaba en la pared blanca de la sala y yo esperaba a que encendiera un cigarrillo para ver el humo dibujado en el lienzo de cal. Ella esperaba con paciencia que un día la Verdad brillara entre la mies y el cereal crecería como cabezas nunca vistas entre plumas de águilas, verdaderos dueños arapajoes de las tierras de Oklahoma. El abuelo decía que era una americana loca que había caminado mal por el mundo. Sin mirar a las esquinas. Pero mi abuela era su amiga y la respetaba.
Doña Matilde era una anciana hermosa. Aunque era india no daba miedo. Todo lo contrario. A mi me encantaba que pusiera sus manos grandes en mis hombros. Si se le miraba de perfil se parecía a la madre de Toro Sentado, el jefe que hablaba con los generales de guerrera azul. Mi padre, cocinero en barcos americanos, me traía un montón de tebeos. Ellos me enseñaron a abrir el baúl de mi fantasía. Doña Matilde, en uno de sus viajes a América, había traído con ella a dos hijas solteras que gustaban de adornarse con collares de piedras y huesecillos de gatos. Yo me arrastraba muchos anocheceres tras sus huellas, que siempre me conducían a un pequeño prado de yerba muy fina que crecía al lado de un espino de flores blancas. Una de sus hijas, la más alta, tan alta como los hombres más altos del pueblo, extendía en el pradillo una manta del color de las naranjas y se sentaban en ella buscando la Estrella Polar. Comenzaban a murmurar. Era magnífico. Su arrullo me volvía loco. Nunca levantaban la voz. Después, doña Matilde se ponía de rodillas y escribía despacio en el aire dibujos sencillos, casi siempre los mismos, que parecían letras trazadas en el vacío. Al comenzar a flamear las estrellas se levantaban, se tomaban de las manos y decía sólo una vez: Manitú. Después regresaban al pueblo.

IV

Una mujer dijo que eran tres hombres con pistolas los que apuntaron a las ventanas de las casas para que ninguna quedara abierta. Que los hombres pusieron un abrigo al muerto y lo arrastraron por el medio de la plaza y se fueron por el camino que llevaba al lavadero. Luego le subieron en una camioneta. Era todo muy confuso. 
Mi padre solía ir a la taberna con un amigo filipino para ver si se enteraba de algo nuevo. Pero el filipino se emborrachaba, se ponía en calzoncillos y cantaba canciones de amor. Entonces mi padre pedía una guitarra y punteaba sus canciones. Eran las noches que mi abuelo se ponía un capote, cogía la escopeta de cazar avefrías y los iba a buscar. Y es que mi madre se pasaba la noche llorando sentada en una banqueta de la cocina.




V

Sucedió pocos días antes de cumplir nueve años.
-Hay unos espinos muy hermosos que crecen al borde de un huerto en donde siembran maíz.-dijo doña Matilde con su voz envolvente. “De terciopelo”, decía mi abuelo.-Pedí permiso al dueño del maizal para que me dejara coger una mazorca-continuó diciendo.- Es un lugar muy hermoso: entre piedras calvas semienterradas hay un murete escondido en las raíces de unos espinos con ramilletes de flores blancas. En su base sangran unas cuantas docenas de fresas salvajes. Al acercarme a cogerlas vi que no todas eran piedras con musgo. Eran huesos empotrados entre ramilletes de espinos blancos.
Doña Matilde puso un dedo en un espino y su grito de americana compungida desmayó a sus hijas pensando que una culebra le había arrancado sus dedos pintados de cereza. Doña Matilde no dudó. Se chupó su dedo meñique, mojó los mofletes de sus hijas con rocío y gritó en perfecto español que la calavera del muchacho de los Estrella estaba allí.

VI

La abuela se dejó subir a la silla de ruedas que le hizo el abuelo porque estaba convencida de que las americanas no sabían mentir. También permaneció entre el murete con las manos protegidas con guantes de lona. Según iba encontrando huesos y huesecillos los iba guardando en los bolsillos de su delantal como si fueran fresas maduras.
Yo vi al abuelo alargar sus labios estriados y emitir el silbido característico de los tordos de la tierra. Lo hacía tan bien que él mismo parecía un tordo cantando la huida del sol al atardecer, que es cuando más cantan. Las lágrimas comenzaron a correr por los surcos que bajaban por los costados de su nariz y cuanto más fea se le ponía su cara de viejo más hermosos le salían los trinos.
La abuela, sin dejar de escarbar la tierra con sus dedos convertidos en garras dijo muy dulce:
- ¿No escuchas cantar al tordo? El canto de los mirlos le volvía loco de alegría a Hipólito cuando era niño. ¿Recuerdas?

VII

Todos empujaban del carro. Y les dejaban a los abuelos recoger los huesos enterrados entre las raíces de espinos de flores blancas y pinchos duros. Es increíble que el abuelo aprendiera a cantar como los tordos negros y a coger con brío el teléfono diez años antes de ponerse a morir. Hay cosas difíciles de comprender. Tan difíciles como el hallazgo de los huesos de mi tío entre las piedras de un muro que un día fue redil de ovejas y ahora un montón de cantos en donde nacían fresas salvajes y una selva de espinos blancos.
Doña Matilde se siguió sentando en su manta y dibujando letras con las manos.
- Manitú lo ve todo.
El abuelo solía ir al cementerio al apagarse el día. Escondido entre cruces de mármol, lanzaba silenciosos trinos en dirección a la tumba nueva del tío Hipólito.

FIN

jueves, 8 de mayo de 2014

MARIPOSAS BLANCAS


    
      La mujer de Simón usaba muletas con sobaqueras de biela con chinchetas doradas. Ya no manejaba bien las muletas. Se tropezaba. Se caía. Caminaba haciéndose sangre en la frente y en las rodillas, astillándose un brazo y rebotando frases de fuego contra los santos. Le salían sin malicia. Medicina de pobres. Cuando no podía más dejaba su cuerpo tullido en las boñigas del pozo de la cuadra esperando el mordisco de una rata en algún poco de carne de encima de sus huesos. No lloraba. Esperaba. Él siempre terminaba por llegar. Algunas veces retornaba al escaparse la noche. Entonces la mujer se esforzaba en levantarse. Lo conseguía. “Los hombres se enganchan en una zarza”. Estaba convencida. 
     Mientras la mujer arrastraba su cuerpo con ayuda de sus muletas por los huecos del caserío, Simón juraba que a los ochenta años se iba a ahorcar de una viga de la cuadra. El vino borra la razón.
- ¡Fanfarrón!-decía una voz.
Otra voz mojada en alcohol gritaba por encima del fandango:
- ¡Deja tu hora a un lado y cuéntanos cómo tu primo te birló el puesto de guardia municipal!
A Simón le brillaban sus ojos, sonreía con malicia. Y lo contaba. ¡Claro que lo contaba! Pero un día sintió daño en sus huesos. Era un daño duro. Dio la espalda al personal. Cogió su vaso de vino y se lo llevó a la boca. Fue un trago largo. Sólo uno. Preguntó cuanto debía y salió al frío de la noche. No tuvo conciencia de que le costaba caminar sin dar bandazos. Estaba borracho. Como todas las noches, estaba borracho. Llegó a casa sin daño. Buscó a su mujer en la cocina, en el cuarto de al lado, que era también el suyo. Se dirigió a la cuadra. Allí estaba. Iluminada por una bombilla de veinte vatios, a la orilla del pozo negro. Allí estaba esperándole como cada noche. Sin llorar.
     - Ya te tengo dicho que dejes en paz a las vacas, mujer. Son animales.
- Mugen, borrachín. Mugen de hambre. Mientras tú te llenas la barriga de vino, ellas mugen muertas de hambre. Dan pena. Si no les puedes atender llama al carnicero.
     - Ya les daré yo la cena. Te ahogarás en el foso de sus orines.
    - ¿Por qué nos casamos nosotros?- preguntó la mujer en un suspiro, marcando las eses como hacían los viejos hace mucho para dulcificar el idioma.
     - Porque éramos buenas personas. Cogíamos grillos en mayo y los poníamos en la ventana a cantar. Pero la vida no es como la pintamos: es como nos la van pintando. La vida es amarga como la piel de las nueces verdes.
     - Si rumias, malo para tus vísceras. La vida es como el agua del manantial. Si orinas en el manantial el agua se ensucia. ¡Bebes demasiado! Eres un pellejo sin fondo. ¿Cuándo vas a comprar veneno para las ratas? Un día me comerán entera. ¡Comerán mis huesos y creerás que me he fugado! Hay una rata grande que cuando salta encima de mi estómago, se me acaba el aire de mis pulmones. Mi padre decía que el orín de las ratas tiene veneno mortal. Si encuentra una herida se mezcla con tu sangre y te paraliza los riñones. Decía que los Nacionales pagaban cuatro duros por un saco lleno de ratas. Las soltaban en las celdas de los presos.
 - Y los presos se las comían vivas. Dejemos las cosas quietas. Dime: ¿Qué quieres que haga primero: llevarte a la cocina para que te unte con yodo las heridas o darles la cena a las vacas?
- Atiende al ganado.
Simón coge en brazos a su mujer y la lleva por el corredor a la cocina. Siente que se le ha evaporado la borrachera. Tampoco le duelen los huesos. Piensa que la mala conciencia duele en los huesos. La acomoda en su silla, pone encima de la mesa una palangana de plástico con agua limpia y una toalla, un paquete de algodón y la botellita de yodo. Primero le limpia las heridas de la frente, después las de los codos y por último las de las rodillas. Ella se deja hacer. Antes de cubrirlas con esparadrapo, sopla en los rasguños.
- ¿Has cenado?- pregunta a la mujer.
Sin esperar la respuesta, le prepara un tazón de leche caliente y le acerca la barra de pan.
- Atiende al ganado -le suplica su mujer.

Simón llena los comederos de las dos vacas con la alfalfa que ha cortado por la mañana. Después les limpia la cama y esparce arena de la playa con una pala. Arrima un taburete a las ubres del primer animal y limpia sus pezones con un trapo impoluto bien mojado en agua templada. La ordeña. Hace lo mismo con la otra. Las vacas sacian su hambre.
- No olvides de darles agua -le llega la voz de su mujer desde la cocina.
Simón llena un cubo en un grifo que hay en la pared. Cuando terminan de beber les acaricia la testuz, recoge las muletas de su mujer, el recipiente de la leche y apaga la luz de la cuadra. En la cocina, limpia con una bayeta las muletas con sobaqueras de biela y las lleva al cuarto de al lado. Levanta a su mujer por la cintura y la deja sentada encima de la cama. Se desnuda de cintura para arriba y se lava en la fregadera las manos, los brazos, las axilas y el pecho. Antes de secarse, bebe un trago de agua del grifo, la cena, y se acuesta al lado de la cojita. Entonces quiere recordar desde cuándo su mujer es coja, pero le falla la memoria. Con el sueño en ciernes, piensa que quizá es coja desde niña, desde que le arrojaba piedras cuando le burlaba o antes de conocerla él. Se duerme.
Antes, cuando era joven y bebía menos que ahora, olvidaba las cosas pequeñas. Olvidaba el nombre de los pájaros, cuándo florecían los manzanos, de qué color eran las flores de los cerezos. Y es que le daba igual el nombre de los pájaros y el color de las flores de los frutales. Después de cumplir sesenta años comenzó a olvidar el saldo de la libreta de ahorros y algunas veces, hasta el nombre de sus padres. Ahora, que le faltaba poco para cumplir los ochenta, lo único que no podía olvidar era el rostro que le había hecho malo: el rostro de un primo suyo con la sangre de sus venas corrompidas. Y no podía arrancar de su pecho el dolor que aquel hombre había sembrado en su corazón el día que le robó su talla y el día que mató a un vecino en el apeadero del tren.
    Sucedió hace mucho.
    Simón medía un metro y sesenta y siete centímetros. Le sobraban dos para pasar las pruebas de altura que se celebraban en el salón de actos del Ayuntamiento, con las botas brilladas y la boina recogida en la mano derecha en señal de respeto. Era un muchacho de hombros anchos y cintura de bailarín. Para entonces ya habían corregido los ejercicios de Urbanidad, Geometría y Aritmética y él había sacado la máxima puntuación. Sólo faltaba que el médico y el alcalde les tasaran la altura con la regla oficial de medir quintos para el Servicio Militar y párvulos para comenzar la escuela. Pero su contrincante ganó por un centímetro y fue proclamado allímismo con los saludos de su cuadrilla, guardia municipal.

 Simón y la nueva autoridad eran primos carnales. Primos carnales que habían besado a la misma abuela y habían jugado a guardias y ladrones en los mismos espacios. Las Guerras, si joden la paternidad, ¿cómo no van a joder los parentescos amarrados con hilos? Además, Simón tenía los ojos azules, ojos plácidos de chirigotero fabricados para llorar y querer. Al contrario, los ojos de su primo miraban desde agujeros taladrados en el fondo de su cogote, ojos de rata. Eso decían. También decían que nunca le habían escuchado reír.
Con trampa o sin trampa la elección fue legalizada. Pocos meses después de ser nombrado guardia municipal del bando ganador, el primo descargó su pistola oficial en el andén de la estación de ferrocarril sobre el cuerpo de un vecino que se quejaba porque el guardia le robaba terreno corriendo las mugas de separación las noches sin luna. Riñas de vecinos. Eran aquellos años en los que el General Franco tomaba el cafelito con el Teniente Coronel Martínez Fuset mientras ordenaban largas listas de enemigos escribiendo a su vera garrote o fusilamiento. A su primo le metieron un mes en la cárcel. Hubo muchos testigos. Al de un mes salió con los galones de sargento y con unas botas reglamentarias que le aupaban las narices cinco centímetros del suelo. Le hicieron un uniforme nuevo, le dieron el bastón de mando y el honor de acompañar al alcalde en las fiestas de los barrios y de golpear en las espinillas de los chiquillos para mantenerlos alejados de las autoridades y para que no se subieran a los árboles.
Simón jamás pudo tragar la injusticia de que a su primo le ascendieran a sargento con la prerrogativa de vestir un par de botas que le hacía más alto que a él. De ahí su único discurso, su alocución tabernaria, su soflama de todos los días en los lugares más insólitos del pueblo. Cuando el alcohol le acercó a la vejez, su denuncia la hacía hasta en los lavaderos de las mujeres, en los recreos de la escuela, a la salida del catecismo. Mientras, se olvidaba de llevar a las vacas al abrevadero, de sacarlas al campo a pastar, de ordeñarlas a sus horas; dejó a la cojita en libertad, la abandonó a las sorpresas que una casa de campo va cimentando a su libre albedrío. Fueron años sobre años echados a perder. Años de borracheras y abandonos. Hasta que la cojita dejó de luchar contra las ratas o las ratas la vencieron. Cincuenta años con la piel curtida de mierda, plagada de llagas, eran muchos años como para que los roedores no guardaran en su memoria la forma de tumbarla.
La halló Simón, un amanecer de curda, desnuda encima de los excrementos de sus dos vacas que se acostumbraron a vivir con los vaivenes del amo, con un agujero donde recordaba que siempre había tenido la nariz y algunas larvas pringosas arrastrándose por su cintura. Simón supo buscar una sábana limpia en el ropero de su esposa. Envuelta en ella, la llevó a la cocina. Antes de depositarla en la mesa, la limpió con agua caliente y alcohol. Después dedicó toda la mañana en desinfectar su cuerpo, en limpiar sus llagas, en cubrir con una venda y esparadrapo el agujero de su nariz. Le aseó su cuerpo como se asea a una novia y le condujo a su cuarto. 
La tendió en su cama. Luego de peinarla y rociarla con colonia limpió con parsimonia sus muletas y las colocó cada una al lado de su cuerpo. La cubrió con una sobrecama de brillos y colocó una vela encendida encima de la mesilla. Sacó su escopeta de cazar y la caja de los cartuchos. Disparó contra todas las ratas que vio en el cuarto. A las últimas las mató a pisotones o las degolló con sus propias manos; también a mordiscos. Después cerró la puerta y salió al campo a recoger flores amarillas de nabos silvestres. Era su tiempo de florecer. Regresó al cuarto de la cojita, lo barrió, quitó el polvo y almacenó la ropa que no era de mujer. Una mariposa blanca se posó en el mármol gris de la mesilla. Simón tuvo el flash de un recuerdo infantil. Su madre le contó que las almas de los muertos eran mariposas blancas. Abrió la ventana del cuarto y esperó a que la mariposa volara vacilante al viento, como vuelan las mariposas que desconocen el camino a lo desconocido.
Pidió permiso para enterrar a su mujer junto a sus muletas. 
Simón vendió sus vacas. Clavó la puerta de la cuadra que llevaba a la cocina. Volvió a la taberna. Ahora iba a cualquier hora del día. Esperaba agazapado detrás de una columna la entrada de algún desconocido y le invitaba a beber. Poco a poco su lengua narraba lo único que recordaba de su vida: cuando su primo le hizo trampa para quitarle el puesto de guardia municipal y cuando mató a un vecino con la pistola que le habían dado en el Ayuntamiento.
Transcurrieron tres o cuatro años repitiendo su misa. 
Lo encontraron ahorcado de la viga más alta de la cuadra con la polla en las manos. Tenía ochenta años. Lo incineraron sin funeral. Las cenizas las derramó un vecino en la huerta en la que Simón plantaba nabos para el ganado. De las flores de nabos remanecieron larvas y de las orugas, miles de mariposas blancas con ojos negros en sus alas que copularon antes de morir formando un triángulo de nieve delante del telón azul del cielo. 

FIN

 

jueves, 10 de abril de 2014

EL NEGRO QUE ROBÓ UNA NARANJA

     
     Mi abuelo me dijo que mató a un caimán en el río Orinoco. Lanzó el arpón y se lo clavó en su testuz. Mi abuelo me llamaba trasto. Un día cogió dos limones grandes del limonero y me dijo que se los llevara a mi madre. Son cosas que me acuerdo de cuando mi abuelo era un viejo feliz. Luego se murió mi abuela y se convirtió en un viejo triste. Dejó de sonreír y de fumar en su pipa de espuma. Tampoco se afeitaba todos los días. Y ya no me enumeró más el nombre de la parte del mundo en que se encontraba navegando cuando nació cada uno de sus nueve hijos. Pero aunque su carácter se había vuelto melancólico, me gustaba estar a su lado. Mis amigos decían que era el perrito de mi abuelo. No me importaba que me llamaran el perrito de mi abuelo. Me gustaba que me cogiera de la mano con la suya, que era grande y siempre estaba fría. Me dejaba tomarle el pulso en la muñeca. Sus latidos eran pujantes. 
     El perro de mi abuelo se llamaba Verde. Era más viejo que yo.
- ¿Cuántos años más que yo tiene Verde, abuelo?
- Es unos años más antiguo que tú. Los perros se desgastan antes que los niños. Yo he gastado siete perros en mi vida. Cuando se muera, entiérrale en la mar.
Mi abuelo algunas veces llamaba Rufián a Verde. Rufián debió de ser su perro preferido, porque se le escapaba su nombre a menudo. Mi abuelo escribió cinco libros. En los cinco había un perro que se llamaba Rufián. Mi abuelo tenía muchos secretos. Creo que toda su vida fue un gran secreto. Mi maestra solía decirnos en las clases de lectura que los grandes hombres que nos han dejado libros profundos, generalmente han sufrido mucho en su vida. Sin embargo, mi abuelo me dijo que no hiciera demasiado caso a las frases colosales de los maestros. Todas las cosas tienen su pero, niño trasto. Porque ha habido grandes escritores que nos han dejado obras irrepetibles sustituyendo el sufrimiento por la imaginación. Instrucción, talento e imaginación eran, según él, las tres herramientas para no morirse tonto.
Me llevó a su cuarto y sacó de un cajón, que a su vez estaba dentro de otro cajón, un estuche. Desempolvó un cuaderno con resguardos de madera y me lo dio para que leyera en paz alguna de las cosas que aprendió. Además de mostrarme el secreto de su armario, me permitió ver los porqués de una lista de saberes que me hicieron preguntarme por las curiosidades resueltas del abuelo. Había más de mil. El abuelo conocía la historia del té, por qué no vemos en la oscuridad, por qué nos quedamos dormidos. Sabía la fábula del calvo y la mosca, sabía desenterrar la luz solar, sabía cómo distribuía un león las horas del día, qué fuerza hace volar a las flechas, por qué contamos por docenas, sabía con qué producen las abejas los zumbidos, si las flores duermen de noche, conocía la historia de la bicicleta, por qué se apaga el fuego, sabía hacer pompas de jabón, un violín con una caja de cigarros, tinta invisible, dulce de coco, un globo. Sabía por qué nos inquietamos, a dónde va a parar el humo, la historia del caballo, por qué las gotas de lluvia son a veces grandes y a veces pequeñas, por qué no nos vemos a nosotros mismos en los sueños. Sabía muchos poemas y docenas de historias. Pero no sabía por qué no se dejaba besar por los niños. Yo nunca conseguí dar un beso a mi abuelo. Recuerdo que lo intenté cuando era pequeño. Ante sus aspavientos no tuve más remedio que dejarle tranquilo. Su faz era inexpugnable.
Mi abuelo se llamaba Sosías, pero le llamaban José. Decía que era hospiciano, hijo de una madre mendicante que le olía el aliento a compota de manzana. No recordaba más de ella. Tampoco sabía ni cuándo ni cómo se murió. Sólo contaba que su aliento olía a manzana. Yo sabía que el abuelo se iba a morir llevándose consigo la historia profunda de su vida. Y sentía pena cuando una pregunta mía le sumía en un mutismo que lenizaba su carácter, como si le hubiera metido morfina en su sangre. Porque paraba sus ojos azules en alguna parte de mi rostro y esperaba que alguna mueca mía le revelara mi conformismo con su manera de ser. Cuando su martirio pasaba de largo, me llamaba trasto y se iba a refugiar a su cuarto, que era grande y luminoso. Tenía una ventana doble y un antepecho con puertas. Frente al antepecho estaba su butaca verde. Se sentaba en ella y se quedaba horas mirando al mar.
También había un tocador con encimera de mármol gris. En el cajón central, dentro de un misal, encontré una foto del abuelo con pajarita negra. Se la robé junto a una flor de pensamiento prensada en las páginas de una misa de Pentecostés. Era un pensamiento amarillo y violeta, de los que la abuela plantaba entre unas piedras subidas de la playa. Al día siguiente el abuelo me vino a buscar a la cama.
- ¿Qué has hecho con ella?-me preguntó con sus ojos en mis labios. Me sonrojé.
- La foto…-balbucí.
- Déjate de monsergas. 
Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué su cuaderno con cubiertas de madera, el que me dejó para que leyera sus conocimientos. Al descubrir el pensamiento extrajo el misal del bolsillo de su chaqueta y lo abrió con precisión por la misma página en donde había dormido. Sus torpes dedos se acercaron a ella para pellizcarla como si se tratara de las alas de una mariposa.
- ¡Espera!-dije.
Salté de la cama, corrí al cuarto de baño y cogí las pinzas de mi madre. Me esperaba con el misal abierto. Mordí los cálices secos con la precisión que mi padre pinzaba sus sellos y los coloqué en su sitio. Luego hice lo mismo con su fotografía.
- Eso no quiero- dijo mi abuelo. 
Busqué su rostro para ver su enfado. También había enrojecido. Aquel día comprendí que el cuarto del abuelo permanecía vivo, que cuando se encerraba en él no era solo para sentarse en su butaca y barrer con sus prismáticos las cubiertas de los barcos que entraban y salían del Abra. Las puertas de su ropero tenían llaves. También los cajones de su tocador y de su mesa de despacho. Y las llaves rara vez estaban en su sitio. Una vez llegué a ver en un cajón de su despacho una estacha con el mango cubierto de cuerda trenzada. Al lado de la estacha asomaba el cañón de un colt. El abuelo velaba los despojos de su vida como un soldado patrulla su puesto de guardia.
Me gustaba verle cubierto con su gorra de capitán. Se la ponía para ir a los entierros y cuando venía a visitarle un mayordomo tan viejo como él. Para asistir a los entierros se ponía la gorra de plato con las dos anclas bordadas rodeadas de laureles. Verde se ponía contento y si no le encerrábamos, le seguía ladrando hasta la iglesia. Aunque el cura se enfadaba, el abuelo dejaba sentarse al perro a sus pies.
- Deje en paz a mi perro. Hemos vivido juntos muchos temporales como para que no pueda acompañarme a los funerales de mis vecinos.
El mayordomo venía con sombrero de alas. Algunas veces se encerraban en el cuarto del abuelo y permanecían dando voces y pegando puñetazos encima de la mesa del despacho. Un día le oí al abuelo decirle:
- No vengas a romperme la paz.
- ¿Qué paz te rompo?
- El silencio.
Don Claudio no vino más.
Sucedió después de morirse la abuela. Y es que desde que ella se fue, al abuelo le pesaba el mundo.

El abuelo se murió tres años después que la abuela. Primero dejó sus paseos. Después se sentaba debajo de la parra en una silla de cuerdas. Un día la cambió por la butaca verde de su alcoba. Vivió el verano casi sin hablar. Yo me sentaba en el suelo mirándole cómo me miraba. Sus ojos azules se posaban en los míos como si no me conociera. Hablaba poco. Frases perdidas. Un día alargó el brazo como para retenerme y dijo:
- El negro de abajo es mío. Recuérdalo. 
No dijo más. Le interrogué de cien formas diferentes para llamar su atención. Fue inútil. Al mediodía pregunté a mi madre si ella sabía lo que me había querido decir el abuelo.
- Está perdiendo la cabeza- dijo.
No me conformé. Menos, al advertir que el abuelo empezó a jugar con sus cejas y a mover el azul de sus ojos. Desde el primer momento supe que me quería decir algo.
- El negro es tuyo-dije despacio.
- Es mío. Pero puedo asegurarte que alguien se encaprichará de él.
El abuelo se puso en pie y luego volvió a sentarse.
- No pienses que yo me voy a quedar con los brazos cruzados-dije para seguirle la corriente.
Tenía una mosca en su frente. Me acerqué a espantarla.
- ¡Ni se te ocurra! ¡Los hombres no se besan!
- No te iba a besar, abuelo. Iba a espantar una mosca que te está molestando.
- Es una mosca cojonera. No hay nada que hacer. Las peores son las de Estambul. ¿Cuántos años tienes?
- Trece.
- Yo subía al palo mayor a hacer guardias con doce años. Te voy a decir una cosa. Dicen que soy un buen viejo. Pero de joven fui más malo que la sarna. Solo medran los malos. ¡Prométeme que serás malo! ¡Muy malo!
Mi madre estaba en lo cierto. El abuelo deliraba despierto. El médico había dicho que tenía los riñones mal. Que no esperásemos milagros. Era el mes de agosto después de la Virgen: la época que la canícula fatiga los pulmones de los viejos. Le solíamos refrescar su rostro con un abanico. Entonces cerraba sus ojos y hacía gestos afirmativos con su cabeza. Le agradaba que le abanicáramos, pero le desesperaba que le pasáramos un pañuelo húmedo por su frente. Me acuerdo. Aquel verano no fui a la playa. Mi mayor preocupación consistía en pensar cómo se puede ser malo, muy malo.
- ¿Dónde está el negro, abuelo?-le pregunté con decisión. El anciano me miró sin ambages. Supe que mi pregunta era correcta.
- Te voy a decir una cosa. Esto es entre tú y yo. ¿Estás de acuerdo?
- Sí.
- Una vez robé una naranja al mayordomo. Era muy difícil robar nada a don Claudio. Descubría al ladrón por el olor. Habíamos levantado anclas en Santo Domingo con la marea de noche. Me dirigía con la naranja al puente de mando. Primero vi una sombra. Después distinguí un cuerpo. Me acerqué al cuerpo. Era un negro que se había colado de polizonte. Disparé a sus cejas y le di en la frente. “Te he visto”, dijo el mayordomo a mi espalda.
- Me has visto qué- le dije.
- Ponerle la naranja en su mano. Esa naranja es mía-me dijo.
Era cierto. La naranja era suya y yo la puse en la mano del negro. Entonces le dije:
- Es un negro africano. Los negros africanos no pueden entrar a su mundo espiritual sin un presente. No les dejan entrar. ¿Qué ofrenda más delicada que una naranja?
“- Escucha”- me dijo el mayordomo. “Mi hija, que también lee libros espirituales, me pidió que le lleve un negro. Regálame tu negro y yo te dejaré coger todas las naranjas que quieras.”
Fue cuando pregunté a mi madre si el abuelo creía en Dios.
- Cuando era joven, no sé. Ahora reza.
- ¿El abuelo mató muchos negros, má?
- Decían que el abuelo tenía buena puntería.
- ¿Tiene pistolas?
- ¡Vete a saber lo que guarda en el sótano de debajo del trastero! La abuela solía quitar el polvo de todas las cosas que almacenaba el abuelo. Desde que se ha muerto, la trampilla está cerrada.

- ¿Dónde está el negro, má?
- ¡El negro!
- A lo mejor está en ése sótano.
- Que yo sepa ahí sólo hay una colección de cosas que el abuelo fue reuniendo en sus viajes por el mundo. Recuerdo que hay pies humanos, bragueros para hernias indomesticables, carracas para matar a Judas, balas, corazas de tortuga, herramientas para modelar dientes postizos y un montón de objetos sin nombre. Pero no recuerdo que haya negros. 
El abuelo se murió mirándome.
Tuve que esperar un mes en encontrarme solo en casa. En el trastero se guardaban latas y botellas de vino. La trampilla que daba a la escalera del sótano se escondía debajo de una alfombra. La escalera era empinada. No había luz eléctrica. Fui por la linterna de mi padre. El sótano era pequeño. En el ángulo noroeste había un cajón con dos puertas y un cerrojo. Lo abrí. El negro dormía sin ojos. Tenía un saxo dorado. Era un magnífico saxofón de latón brillado. El negro tenía los labios rojos. Vestía traje de rayas y cubría su cabeza con un sombrero hongo. Le faltaba una mano, pero tenía zapatos de charol.
Verde se había colado detrás de mí. Algo con pelos trepó a mis hombros. Era algo tan vivo como una rata. Me acordé de los consejos del abuelo. “Las ratas sólo muerden si las pisas”. Verde era feliz. Se metió entre mis piernas. Me tropecé qué sé yo con qué. Mi espalda cayó contra el armario del negro. Una dulce melodía de saxo tenor comenzó a sonar ahogada por los ladridos de Verde.
- ¡Joder con el abuelo!- exclamé sentado en el suelo. 
Al negro se le habían dado vuelta los ojos. Ahora tenía ojos de muñeco de feria. La boca se le abría y se le cerraba. Cuando se le abría, metía la boquilla de hueso del saxo en su boca. Cuando se le cerraba, la sacaba. Subía y bajaba su cabeza, le temblaban las rodillas. Era un maravilloso negro de feria.
- ¡Buena rata, Verde!- exclamó mi padre desde la trampilla.
Verde había atrapado a la rata.
- El negro es de juguete, pá. 
- Lo trajo tu abuelo para regalárselo a tu abuela. Pero a la abuela le daban miedo los negros. ¿No te ha contado que robaba naranjas al mayordomo para ponérselas en las manos de los negros que mataba de un certero disparo? 
El saxo gimoteaba con dulzura. Se calló.
- La cuerda la tiene en la frente. Debajo del sombrero- dijo mi padre.
- Entre ceja y ceja-dije.
Subí. Era una rata con la cabeza blanca. Nunca había visto una rata con la cabeza blanca. Se la llevó mi padre a enterrarla en la huerta. Le seguí. Tragué saliva.
- ¿Cuántos polizones habrá matado el abuelo?
- Tu abuelo era una buena persona. Quería a la vida. A la suya y a la de los demás. Es mejor que olvides las cosas que te contaba. Lee sus libros. Ahí está lo mejor de él.
- A mí me dijo que tenía que ser malo. Muy malo. ¿Qué tengo que hacer para ser muy malo, pa?
- Matar a un negro.

FIN