viernes, 23 de marzo de 2012

¿QUÉ CULPA TUVE, SI ESTABAS DORMIDO?


Mi padre no andaba lejos de los 90 años cuando le convencí para que me acompañara a tirar la caña un rato a ver si picaba una lubina. Él había sido un gran pescador. Le gustaba sentarse en una hamaca al borde de la mar para contemplar a los pescadores. Era un día nublado, de esos que el agua y el cielo están pintados de acero. Estábamos solos. Estar solos le gustaba mucho, porque podíamos hablar. Casi siempre hablábamos de pesca. Hablar de pesca era escuchar sus consejos: que si debiera de lanzar más a la derecha, no tan lejos, en la corriente, en aquella poza. Me decía desde su hamaca lo que él haría en cada momento y yo le obedecía como cuando era niño. Luego se renegaba porque yo no tenía ideas propias. Terminaba por reírse de mí, exclamando que las lubinas saltaban alrededor de mi señuelo mostrándonos sus escamas de plata. También me pinchaba la moral cuando me decía que estaba dispuesto a cenar vivos todos los peces que pescara. No paraba de pincharme hasta que se aburría y cruzaba sus brazos en su regazo y echaba cabezadas, pero sin dormirse del todo. De vez en cuando decía frases incongruentes para que yo no me apercibiera que luchaba contra las armas de Morfeo abandonando la atención a mis artes de pescador. Después, yo comenzaba a dudar de si mi idea de haberlo arrastrado a la ribera había sido buena. Algunas veces olvidaba que aquel año iba a cumplir 90 años (y que yo estaba a punto de entrar en los 60. Sólo supe que los hijos dejamos de ser niños cuando se murió mi padre.) Pero, aunque yo no lo sabía, todavía faltaban meses para que sucediera aquello. Yo sólo deseaba con fervor que él viera en la punta de mi caña una picada y que me contemplara baldar a una gran lubina o a una dorada saltar enganchada en el anzuelo de mi aparejo, una gran dorada que sirviera para dar un banquete a media docena de comensales. Como las que había pescado él cuando era más joven y yo las había visto en una enorme fuente en la cocina de casa mientras él se explicaba. “Tiran como diablos. La primera picada es estremecedora, pero no saben que yo tengo el mejor carrete de la región y una caña de bambú como tiene que ser, no como esas mariconadas de carbono que se cascan con el viento. Después del susto me crezco y me cago en su morro duro y redondo como el pomo de una puerta. Y tiro cuando el bicho tira para que comprenda que no tiene nada que hacer. Hasta que la canso y la ahogo y la acerco con amor hasta mi redaño, le quito el anzuelo y la meto en el saco de tela que me hace vuestra madre, no en esas cestitas de mimbre que usan los veraneantes. Para ser un buen pescador tienes que haber pescado mucho. Bichos grandes.” ¡Dios! ¡Como me hubiera gustado pescar una buena pieza delante de sus ojos! La última vez que llegué a casa con una lubina de más de un kilo, sacó con sus dedos arrugados sus agallas y dijo con sorna: “¿Cuánto has pagado en la pescadería por este pez viejo?” Creo que desde entonces le estaba dando vueltas en meterle en el coche y traerle a la casita que tenemos cerca de la playa, en Cantabria. No sólo para que me viera sacar una buena pieza sino para que gozara de una tarde de  cielo y mar. Pero sobre todo, lo primero. Porque además yo sabía que se iba a poner muy contento y que la iba a gozar contándoselo al barbero, a la asistenta y también a sus nietos. Pero no tuve suerte. Saqué una boga de diez centímetros y la devolví a la mar. Después de dos horas y pico comprobé que la marea estaba arriba y que pronto comenzaría a bajar el agua. Dejé la caña tumbada en la gran roca plana en la que me movía y comencé a guardar las cosas en el saco. Al terminar, me hice con la caña para rebobinar el nylon en el carrete. El señuelo con los anzuelos y el plomo estaban en el fondo, creo que en una pequeña poza. Nada más levantar la caña me di cuenta de que el anzuelo se había enganchado en una roca, porque la caña se combó. Menos mal que mi padre seguía dormido plácidamente y no podía ver mi dejadez. Se habría estado riendo todo el día. Nervioso por acabar cuanto antes, tiré con todas mis fuerzas hacia arriba con la esperanza de romper el sedal antes de que mi padre me viera, cuando de pronto la caña se volvió a combar con fuerza y el nylón empezó a cortar el agua de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. ¡Dios! ¡Alguna buena pieza  estaba enganchada! Tan pronto trataba de hundirse como salir y nadar como un rayo. Atenazado  por la excitación olvidé las más primitivas reglas de un pescador y en vez de soltar el carrete para que el bicho se cansara, tiré y tiré siempre recogiendo hasta que la saqué hasta mis pies, volví a dejar la caña en el suelo y me abalancé con ambas manos abiertas para sujetar a una preciosa lubina de unos dos kilos. Y es que también había recogido el redaño con las otras cosas y no me quedaban más que las manos para sujetarla con todas mis fuerzas. Entonces cometí la peor de las novatadas. Envolví el sedal en mi mano derecha y la alcé con la esperanza de poder subirla al lado de mi padre para que la viera bien vista y sacara aquella sonrisa de satisfacción plena, la misma sonrisa que puso en el momento de expirar. La muy puta de la lubina se revolvió con tal fuerza que rompió el nylón, cayó a la roca y dando coletazos se dejó resbalar por la piedra plana manchada de verdín y volvió a la mar. Casi llorando de desesperación corrí al lado de mi padre, lo zarandeé y le dije: ¿La has visto? ¿La has visto? La he tenido sujeta con mis dos manos delante de tus ojos. Se me ha escapado sin querer.
- ¿Qué se te ha escapado?
- Una lubina así de grande. Así. Con la tripa bien gorda. Se ha llevado el anzuelo clavado en su morro.
- ¿Una lubina dices? ¿Y dónde está? Yo no veo ninguna lubina con la tripa gorda.
- Estabas dormido.
- ¿Qué culpa tuve si estaba dormido? Además, las lubinas gordas y relucientes sólo pican de noche -dijo mirándome como se mira a los mentirosos.


                                                                 FIN


Nota: Las ilustraciones y dibujos de este blog son de JUAN GIL.

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