jueves, 7 de junio de 2012

LAS MOIRAS (Cuento Infantil)


Cuando Iñe dejó de usar calcetines blancos  se convirtió en Garbiñe.  Para ella.


- Clara viene en bicicleta, -dijo Iñe. -Mamá tiene razón, no saca los brazos en las curvas, calza alpargatas, no toca la chicharra y es más vieja que Matusalén. Cualquier día llegarán a decirnos que el bus se ha quedado con media pierna y que sus huesos no valen ni para hacer caldo. ¡Y frena con los talones! ¡Frena con lo gordo de sus talones! ¿Con esto?, ¿ves? ¡Frena con esto!
Iñe, por aquel entonces, usaba calcetines blancos de perlé, un lazo amarillo de terciopelo sujeto a su pelo con una horquilla de carey y tenía la costumbre de acercarse a tus orejas cantando con voz grave “Angelitos Negros”. Sacaba de sus fondos una voz tan grave que la piel se te ponía de gallina y no se te ocurría nada para vengarte con la misma intensidad. Iñe tenía prohibido abrir la verja del jardín, pero le traía sin cuidado. Se escapaba por un roto del alambre, detrás  de los manzanos, donde saltaban los jilgueros y se bañaban en un arroyo de agua ferruginosa que nacía de un caño forrado de musgo. Salía con sus patines arrastrándose el culo y llegaba casi hasta la iglesia esquivando los baches cagada de risa. Solía esperar a Clara escondida detrás de los troncos centenarios del paseo de plátanos y cuando la anciana aparecía por la curva del cementerio se le echaba encima como una loca, se agarraba al vuelo de su bata y bajaban las dos a toda velocidad hasta veinte metros antes de la verja de casa. La gente se paraba y aplaudía. Los niños gritaban y los viejos hacían pataleta y el gesto de guillados. Les gustaba montar el circo.
Clara era una amiga antigua de mamá. Cuando no le llamaba nadie para trabajar, venía a casa en su destartalada bicicleta con un pañuelo con dos o tres nudos en la cabeza y con una bata negra con dos bolsillos plastones y cuatro botones de impermeable de hombre. Se sentaba en una banqueta de la cocina. Si le daban conversación, hablaba hasta por los codos. Si no, permanecía en silencio frotándose con la lengua sus encías, dormitando. Clara lavaba la ropa por las casas, cosía los botones y los dobladillos de los bajos de los pantalones y de los embozos de las sábanas que estaban sueltos. En época de preparar la huerta para plantar hortalizas, le llamaban para la labranza. En primavera lavaba mantas pisándolas con los pies descalzos. Quedaban pocas mujeres que trabajaban a lo antiguo, sin ayuda de máquinas. Era pobre y culta, muy culta. Cosa increíble. Pocos creían que una mujer que se ganaba la vida trabajando en lo que saliera, fuera tan culta. Además, sabía andar en bicicleta. “Eso no se olvida nunca”, solía decir. “Rondo los setenta y bajo las cuestas sin pedalear”.
Clara, además de sudar a gota gorda, sabía contar la vida de personas antiguas, de las que sólo están dentro de los libros. Clara cerraba los ojos para hablar sentada en un banco de la cocina. Ella rehusaba sentarse en una silla de la sala donde recibía mi madre a las visitas. Era mi madre la que tenía que recibirla en la cocina. Clara cerraba los ojos para hablar, para no pensar demasiado en el presente, porque lo pasado ya era historia y las cosas por venir estaban muy revueltas para ser buenas. Yo contemplaba su rostro cuando cerraba sus ojos, su piel curtida, muy morena, sus rasgos bellos, porque Clara, aún sin dientes, era una mujer bella. Mi madre decía que había sido una de las jóvenes más hermosas del pueblo. Clara había aprendido a coser en un taller de cierta fama en donde la profesora les leía la Isla del Tesoro y Robinson Crusoe Ahora era una anciana que se conformaba con poco: un abrigo para el invierno, que la capa todo tapa, y algo fresco para los soles de agosto. Para comer, lo que le daban. Clara sabía muchas historias. Todo lo que contaba daba cuerda al corazón y si quería te hacía llorar con intrigas auténticas que les habían sucedido a hombres de carne y hueso, calvos o no, pero con familia que abría el pico al mediodía y por las noches. Se notaba que había leído a Charles Dickens y a Walter scott.
Las leyendas misteriosas las contaba Clara las tardes de trueno generalmente en medio del invierno, cuando los rayos trazaban en los lienzos negros de las nubes los bigotes de Fu Manchú. Clara comenzaba su cuento para mí y mi madre mandaba a Iñe a hablar por teléfono con uno verde y azul de hojalata que tenía encima de su mesilla y que timbraba casi como uno de verdad. Y es que Clara se olvidaba de que Iñe usaba calcetines blancos y no le convenían escuchar historias a destiempo, de las que la mayoría de las veces le ponían llorando por las noches presa de un mal sueño. Iñe era de buen conformar. Además, le encantaba quedarse con Gurt, la perra, para probarle vestidos de cuando ella había sido un bebé y dar paseos alrededor de la cama con una sombrilla. Iñe tenía su propio pied-à-terre, debajo de las moreras, un lugar delicioso, en donde había colocado una tumbona azul, que le servía de parapeto. En el suelo había una alfombra que le prestó mi madre para que no se le enfriara el trasero. Encima de la alfombra estaban colocadas por orden de altura y de peinados todas sus muñecas y un pinocho con la nariz astillada que me hizo mi padre en uno de sus largos viajes en su barco. Mi padre era oficial y en el último viaje me había traído una estacha real, afilada como una navaja de afeitar con el cuento de que en Nueva Celanda las utilizaban para cortar las orejas a los conejos. Era el único aparato que hacía correr a Iñe cuando me sacaba demasiado la paciencia.
El pied-à-terre del jardín, mi madre no había tenido más remedio que ayudar a Iñe a construirlo y a recoger toda clase de artilugios porque yo ya tenía mi rincón, un rincón que mi madre me había regalado al comienzo de mi pubertad donde me estaba permitido leer cualquier cosa que tuviera forma de libro y en su interior hubiera páginas con letras. Mi madre me regaló el cuarto vacío cuando comencé a estudiar las declinaciones de griego. Aquello le parecía un estadio verdaderamente duro, sobre todo cuando comprobó que era capaz de leer un idioma con un abecedario caprichoso. Me permitió decorar el cuarto como me viniera en gana, con las paredes pintadas o empapeladas, con baldas para mis libros fabricadas con los largueros de un par de camas, con dos butacas que me compró en una tienda de La Ribera y con el tocador viejo de ella, que me sirvió de pupitre para terminar el bachillerato, mesa de despacho admirada y deseada por todos mis amigos que gozaban de libertad de llegarse a mi garito por una puerta que daba al jardín, la delicia más grande de mi estancia, porque entrabas y salías sin que te viera nadie como las mariposas que volaban al sol de la bombilla cenital.
La primera vez que invité a Clara a entrar en mi cueva ya me había comprado una pipa de escritor en la Feria de Agosto que se celebraba en la Campa de los Ingleses y, aunque no tenía tabaco de pipa, ya había achicharrado su cazuela con panocha de Peninsulares y hojas secas de patatas y también había escrito media novela más mala que el matarratas que bebían los obreros en los cambios que pitaban los cuernos de la fábricas. Era una de esas  tardes raras en las que había desaparecido toda la gente de casa a ver pintados encima de los montes los primeros ogros de otoño con nubes color cobalto. Entró Clara por la puerta del comedor. Como estaba abierta deduje que la gente de casa no andaría demasiado lejos. Me dio un pronto de esos propios de la adolescencia: hice pasar a la mujer a mi sanctasantórum y le ofrecí asiento en una de las butacas que me había comprado mi madre, aunque ella se dio media vuelta y se fue con su infinita parsimonia a la cocina y se trajo una banqueta, la arrimó a la pared y se sentó en la madera “para no ensuciar la tela” de la butaca. “Antes sólo tenían butacas los ricos”, me dijo. “Cuando las costureras íbamos a coser a sus casas, nos ofrecían una banqueta de la cocina, igual que esta, o como mucho una silla coja”. Después observó con atención y en silencio los cuadros que había colgado en la pared, una reproducción de Mona Lisa, otra de Camino con Cipreses y una estrella de Van Gogh y Casas en el Obermarkt de Kandinsky. También observó la alfombra que cubría el suelo, los libros que ya abarrotaban la pequeña librería, y en la fila más alta, la maqueta del La Bounty. También se fijó mucho en un cenicero en donde estaban marcados en bajorrelieve don Quijote y Sancho Panza y en una hucha inglesa que me había traído mi padre en cuyo sombrero verde resaltaban en letras amarillas la misiva Transvaal Money Fox. Luego alargó sus manos grandes y acarició la media docena de bolis y lapiceros que estaban en un bote de beber agua pintado de color rojo. Después pasó al azar su dedo meñique por los lomos de la fila de libros en donde descansaban mis novelas favoritas y se hizo con “La educación sentimental” de Gustave Flaubert. Llevó el libro hasta sus narices y lo olió profundamente.
- Huele bien- dijo.
- Y si lo lees no te olvidas nunca de su olor -le dije -. Huele a Frédéric, su personaje principal.
- Veo que ya tienes preparadas las herramientas -dijo -. También tienes un despacho muy acogedor. Un día que tu madre y tu hermana nos dejen solos, como hoy, te contaré el día que los aviones alemanes bombardearon Gernika.
- ¿Por qué esperar?
- Ya sabes que a tu madre le gusta saber las cosas que te cuento. Me suele decir que revoluciono tu cabeza.
- Es imposible que hayas estado en todos los lugares donde han sucedido cosas importantes.
- Ahora lo que importa es que estuve en Gernika pasando el fin de semana con mis amigas Las Justas: Justa Tornero, Justa Sarmiento y Justa Robador. El que las tres se llamaran Justas no es culpa mía. Tuvieron padres. Justa Tornero me contó que ella robó el atril de un trombón con tres patas de color rojo mamey. Luego compró una partitura y un trombón que le enseñó a tocar don Tiburcio Larrakoetxea, director de la Banda Municipal de Bermeo. A los noventa años todavía lo tocaba como un chapaleo de aguas de acequia. Y era que de sus pulmones se escapaba el viento justo para hacerlo llorar. A Justa Sarmiento la llamábamos copo de nieve porque tenía la piel tan blanca como la leche. Al igual que la otras Justas tenía la manía de ovillar. Construía ovillos perfectos, del mismo volumen, esponjosos como el pan tierno. Cuando se le rompía la lana la empataba con nudos iguales, tan iguales que sólo ella sabía en donde se hallaba su emplazamiento. Las mujeres que sobrevivimos al bombardeo tenemos los ojos grandes.
- Tú los tienes inmensos.
- Los entendidos dicen que es por el asombro. Estábamos las tres Justas y yo en la colina. El domingo habíamos ido al baile, a la plaza, que se terminó a las diez. Nosotras regresábamos del mercado de los lunes e íbamos a ir a regar pimientos al huerto. Justa Sarmiento fue la primera que vio llegar a los aviones. Pensó que era un bando de patos con el ruido de mil camiones. Nadie sabía que un hombre alemán, Von Moreau, jefe de una escuadrilla, minutos antes de llegar nosotras al huerto, acariciaba el morro de su Heinkel 111, un avión nuevo que los nazis lo habían traído en febrero, recién salido de la fábrica…
- Diseñado por los hermanos Gunter, un avión capaz de transportar 1400 kilos de bombas. Detrás de la escuadrilla de Von Moreau, los Junker 52, prusianos ya calentarían sus motores B.M.W. Y los Messrschmitt 109, monoplanos de alas bajas, artillados con dos ametralladoras y con dos cañones ligeros. Todos estaban en línea de despegue en Burgos. Sí, sí. Lo estudiamos en la escuela. Eran las tres y media de la tarde del 26 de abril de 1937, lunes, día de mercado en Gernica, como tú has dicho.
-¿Aprendéis el bombardeo cantando, como se aprenden a rezar las oraciones más importantes y el catecismo?
- Viene en el libro.
- En el libro no viene que Justa Robador, las otras dos Justas y servidora vimos el bombardeo desde la colina, cerca del portal de su casa. Apenas teníamos que elevar nuestros ojos para ver los aviones, porque su casa estaba alta, en la falda del monte. Los aviones venían por la derecha y desaparecían por la izquierda. Daban la vuelta y volvían a hacer lo mismo una y otra vez. Von Moreau era el piloto del primer avión. Era rubio, tan rubio que no se le distinguían las cejas. Tenía mofletes de carnicero. Quien no me crea que miren sus fotografías en todas las enciclopedias del mundo occidental. Era de esa raza universal que remanece en todas las guerras: demonios para matar, tímidos, abstemios, vírgenes. Así son los carniceros de las guerras.
- No. Eso no viene en el libro.
- Tampoco que semanas después regresé yo a casa como pude y que a las tres Justas les dio una especie de ataque. Yo me enteré meses después y fui a visitarlas. La peor de las tres lo había pasado Justa Robador, una mujer sabia que había leído más de mil libros y era amiga de estrelleros y adivinos. Y es que ella leyó desde el portal de su casa escrito en la arena los nombres de Cloto, Láquesis y Átropos.
- Las tres Moiras, dueñas de la vida. Láquesis tenía por misión hacer girar el huso e hilar la lana que su hermana Cloto sacaba de una rueca y luego devanar el tenue hilo de la suerte de los individuos mezclando el funesto color negro con el alegre oro, en espera de que Átropos lo cortase con sus afiladas tijeras.
-También tenéis libro de griego. Pero en vuestros libros no viene escrito que aquella misma noche, Justa Robador busco la rueca de su madre de entre pilares de libros, esquiló una oveja y se dirigió a casa de Justa Tornero que tenía patio cerrado con portón con llamador de hierro, que era un ancla bellísima, lugar discreto con una higuera y un pozo con agua transparente. Llamaron a Justa Sarmiento. Una vez las tres juntas cerraron la puerta del patio y Justa Robador les enseñó el arte de cardar, teñir, hilar y ovillar la lana; a poner nombre a cada madeja a observar las casas destruidas, apuntar en las que había habido muertos, observar la llegada de los habitantes nuevos e indagar sus vidas. Al pasar de los años a Justa robador no le temblaba el pulso a la hora de cortar la lana. La primera función deseada cayó sobre Benito Monjito, celador municipal, adscrito al Régimen, con Garita en Bermeo tras el bombardeo y  se quedó a mandar. Trajo pistolón de seis balas y voz ronca de hombre malo. Se murió fulminantemente, dijeron que de un mal viento de tierra, cuando miraba las tetas a una mujer que llevaba cebollas para vender. Tras más de sesenta años de  experiencia, el corte de Justa Robador hacía diana inexorable.
- Más parece un cuento chino copiado de la mitología que nos ha dejado el profesor de griego para estudiar.
- Será. Pero yo he escuchado cantar a las tres ancianas mientras hilaban -dijo Clara con una inmensa sonrisa. Hasta me enseñaron a hilar mi propio ovillo de lana y lo tengo escondido en casa. Sólo me moriré cuando alguien lo encuentre y lo corte.
- No se lo enseñes a Iñe.
- No te preocupes, Clara. ¿Tú crees que existe tal ovillo? ¿Cuántos años puede tener?
Clara no respondió. Alzó sus hombros y fue al encuentro de mi madre que ya metía ruido en la cocina. A su lado permanecía muy quieta Iñe. Desde luego que había escuchado la historia, o el final de la historia o, al menos, que Clara tenía un ovillo con todos los años de su vida. Iñe estaba pálida.
- ¿Y si alguien corta el ovillo, te mueres sin remisión? -preguntó mi hermana con la voz entrecortada.
- ¿No te tengo dicho que los niños se despiertan asustados de noche si les descubres tu cabezota plagada de ilusiones?
Entonces Clara tuvo un arranque y se enfrentó a nuestra madre como si lo que le iba a decir tenía mucha importancia. Quizá por ello puso sus manos en jarras.
- Yo vi caer las bombas desde la ladera de la colina y conté los aviones en cada pasada y en todas ellas no faltó ningún avión al mando de un hombre con mostachos. Le vi hasta como me saludaba con un pañuelo blanco de batista en cada una de las pasadas. Lo agitaba con galantería, doblando la palma de la mano hacia atrás, por encima de su hombro, vestido con la piel cruda de una cazadora. Cuarenta y tres aviones repasaron el cielo obsesionados en arrasar el suelo y dejarlo convertido en ceniza. Recuerdo el mostacho de Von Moreau en la cabina del primer avión cargado de bombas tatuadas con un águila real con las alas extendidas.  Águilas reales alemanas que caían en picado en busca de carne. ¡Carne!
- ¿Y el ovillo de lana de colores? ¿Dónde escondiste el ovillo de lana? - preguntó Iñe con la cara cada vez más demudada.
- No tiene importancia, mi cielo. Eran mentirijillas que contaba a tu hermano.
- No son mentirijillas. He estado jugando en tu casa y he encontrado este ovillo en tu armario de vestir -dijo Iñe sacando un ovillo de una bolsa de tela. -Mientras te esperaba he empezado a soltarlo.
Mi madre puso paz entre Clara e Iñe. Les ordenó que se besaran y ella también besó a las dos. Despues rogó a Clara que le ayudara a hacer buñuelos para la cena. Clara regaló el ovillo de lana a Iñe. Le dijo con sus grandes ojos de asombro:
- Guárdalo. No tiene importancia. Son chucherías que uso para jugar yo por las noches después de cenar.

Clara se estrelló aquel verano contra el carro del heladero por no levantar la mano en un giro a la derecha. Iñe había pasado tres meses intentando amarrar la lana por donde se le había roto. Tardamos muchos años en convencer a Iñe que Clara era demasiado vieja para montar en bicicleta sin hacer caso de las señales de tráfico. Pero sigue llevándole flores al cementerio todos los años por el día de su cumpleaños.

FIN

1 comentario:

  1. Cuesta saber si es real o ficticio, me dan ganas de preguntar en casa

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