lunes, 1 de julio de 2013

VIAJE AL REGRESO


  Al dejar el ferry tocó el suelo con los dedos. El claxon de una autocaravana le mandó a la acera. Era el único pasajero que había desembarcado por el pontón.
 Su equipaje era una mochila pequeña de lona.
- El bus sale de aquella marquesina-le dijo un guardia joven.
- Ya-respondió como si lo supiera.
Se terminó el muelle. Vio el paso a nivel y la estación. “Si he atravesado cuatro condados ingleses, no me van a asustar unos pocos kilómetros.” Aspiró. Un cojo le recordó a otro cojo que solía pasear por el puente de Putney llamando putas a las señoras que entraban a beber sidra en los pubs de antes del puente. “Todos los cojos son maledicentes”. Escupió.
Representaba cuarenta años. Tenía cincuenta. Era un hombre guapo. Estaba bien hecho: la carne exacta encima de su osamenta, una piel curtida sin prisa.
Sintió el rugido del motor del bote. Bajó las escaleras de dos saltos y subió a bordo. El botero le tocó el hombro. Llevaba el palo de atraque en la otra mano.
- Se ha colado sin pagar-le dijo.
Metió la mano en el bolsillo de su pantalón de pana. Lo revisó. Al rato encontró una moneda. Se la dio al botero.
- Esto no vale aquí-le dijo.
- No tengo otra.
- Si no paga tendrá que saltar al agua.
- Tíreme cuando estemos cerca de la otra orilla. No sé nadar.
Le miró a los ojos. Adivinó que le había mentido. Sí sabía nadar.
- Falto de mi tierra treinta años.
El botero le dio una palmada en su hombro. Le devolvió el chelín. Fue a atender sus cosas.  
Para llegar a su casa no tenía más que caminar cinco o seis kilómetros sin perder el agua del mar. Los clichés del paisaje que guardaba en su memoria tomaron dimensiones reales. Según caminaba, el recuerdo revivía y se modificaba con la evidencia del cambio. No era lo que más le entretenía. Sus tripas ruidosas tocaban a rebato. Recordó que lo último que había tomado en el barco era un té con una chocolatina de máquina. Había hecho el viaje en una hamaca de cubierta envuelto en una manta. También se había afeitado con la maquinilla que llevaba en su mochila. Más adelante, cuando el camino fuera monte encontraría un charco para frotarse los dientes. Tenía miedo. Tenía hambre. Había que comer algo. El miedo viene y va. El hambre se queda. Encontró una tienducha después de subir las escaleras del puerto de pescadores. Entró. No había nadie. Dos tomates. Había dos tomates pequeños encima del mostrador. Los cogió. Estaban muy maduros. Quizá podridos. Tenía un pie en la escalera de la puerta. Un hombre grande le apretó un hombro.
- Los tomates-dijo.
- Están pasados.
- Estén como estén, los tomates son míos-dijo.
Jonan apretó el puño. La pulpa cayó al suelo. Abrió su mano pringosa. Se volvió del todo. El tendero tenía en la otra mano un cuchillo afilado. Jonan disparó su pierna izquierda. La puntera de su bota se clavó en la entrepierna del otro. Salió de la tienda sin correr. Pensó que el tiempo se había detenido en aquellas casuchas encaladas. Sabía el camino. Un niño se disponía a morder un donut sentado en un banco de encima del lavadero. Se lo arrebató. Entonces sí corrió. No es lo mismo quitar la comida a un niño que a un hombre. Corrió hacia el antiguo cuartel con todas sus fuerzas. Comió el donut a pequeños pellizcos. Como los gorriones. Lo comió mirando las peñas descubiertas por la bajamar. Olía a sal y a flor de tamarindo.

De joven esperaba a la camioneta de los militares de la Galea. Le dejaban subir. Su casa estaba al lado del cuartel. Sacó el dedo a un par de coches. Llegó caminando. No había cuartel. Tampoco había casa. Buscó el tejado de su casa desde un altozano. No había tejado. No había muros. También había desaparecido la higuera de higos negros. Sólo estaba el sitio escondido por un erial.
 Buscó el tejado de su casa desde el altozano. No había tejado. Buscó los muros, los perales, la higuera de higos negros. Una hondonada. Un bombazo.
- Donde crece la maleza había una casa-dijo alguien a su espalda.
- Se la llevaron-dijo Jonan.
- Se derrumbó.
- Si no las tiran, las casas nunca se caen del todo.
- La fueron desmontando piedra a piedra. Fueron los vecinos de los alrededores. Llegaban con las estrellas. Traían faroles, linternas. Velas de sebo. Se decía que el matrimonio guardaba una fortuna.
- La higuera.
- Desenterraron sus raíces.
Jonan recordó el sabor de las brevas. Miró por primera vez al hombre. Era alto y tenía un palo en una mano. Era viejo. Si se le ponía chulo, le derribaba de un guantazo. Se decidió:
- A lo mejor lleva algunas monedas en el bolsillo.
El hombre se dio media vuelta y se marchó sin despedirse. Se fue mirando al suelo como cogido en falta en un juego inmoral.
- ¡Espere! Me conformo con un pedazo de pan.
El hombre no respondió. Jonan no le siguió. Cuando estaba lejos, le gritó:
- ¡Escuche! Necesito que me preste una azada para hacerme un rincón en donde dormir. La casa que había aquí era mía. Por lo menos lo fue hasta que desaparecieron ellos de la faz de la tierra.
Entonces el hombre se paró. Silbó como un gorrión contento. Desanduvo el camino. Era más viejo de lo que parecía. Preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
- Jonan.
- ¿Quieres dormir entre bichos? En los sitios que dejan las casas sólo hay bichos raros. Bichos venenosos que chupan la sangre.
- Usted se llama Andrés.
- Parece que ya sólo quedamos los dos. Es una pena que hayas tardado tanto en regresar.
- Su mujer era coja- dijo Jonan.
- Se murió. Este es un sitio de muertos. Tampoco queda gente en los caseríos de los alrededores. Unos ricos hicieron allí arriba unos chalés. No molestan. En el cruce de caminos acampan gitanos. Vienen en una caravana. Me roban las gallinas y desaparecen un mes. Es inútil hacerles frente. Los gitanos siempre han robado gallinas. No saben hacer peor mal. A cambio, cantan, tocan la trompeta y las noches se hacen cortas. Tienen una cabra que baila España Cañí.
- De qué se murieron.
- Tu padre de ochenta años. Hace seis años. A tu madre le cuidaban las monjas. Ellas sabrán.
- A quién vendieron la casa.
- A mí. Ante notario y dos testigos.
- ¿Y el dinero?                                                                                                                                          - Yo no sé nada. Se llevaron el secreto.
- Por eso demolieron la casa.
- La gente te daba por muerto. Vinieron con picos y palas para buscar agujeros.
- ¿Él o ella? ¿Quién le vendió la casa?
- Tu padre.
- Él no se fiaba de los Bancos.
- Se la pagué a toca teja. Treinta mil euros en billetes de quinientos ¡Mira lo que ha quedado de ella!  Hacía guardia con la escopeta de cazar liebres. Me encerraban en mi casa. Me ataban a un árbol. Una vez me metieron el cañón de una pistola por el culo. Me la metió una mujer. “Si grita, dispara”,  le dijo otra.
- ¿Para qué quiere dos casa un hombre solo?
- Porque el dinero se lo lleva el viento.
- Ya veo. Anda, présteme una azada.
- En mi casa hay una cama. Tengo pan y algo más habrá para quitar el hambre.
- Eso está bien. Primero me da el pan. Luego la azada. Y un pico. También me vendría bien un pico.
- No pierdas el tiempo. De vez en cuando todavía viene alguien y escarba en la maleza. Han trillado los rincones. Dormirás en una cama. Primero el pan con huevos y luego la cama. Por muchos picos y palas que te preste,  no vas a encontrar nada.
- Ya veremos.
Al llegar al portal de su casa, el viejo se adelantó y abrió la puerta de la cocina de un zapatazo. Jonan bebió agua del grifo de la fregadera. Andrés puso una barra de pan encima de la mesa. Abrió la espita de la bombona de butano, encendió con una cerilla la placa más grande y colocó una sartén con aceite a calentar.
- ¿Cuántos huevos quieres?-preguntó.
- Un número impar, no menor de tres-respondió Jonan.
- Cinco.
- Vale.
Eructó. Miró la chepa del viejo.
- De niño, usted me daba miedo.
- ¿Era tan feo?
- Le tenía miedo cuando se emborrachaba y se ponía a dormir desnudo debajo de sus nogales. Los viejos desnudos se parecen a los muertos. El camino a mi casa pasaba por la sombra de sus nogales. Su mujer me hacía rosquillas para que dejara de llorar.
- A mi mujer le gustaban los niños. Me desnudaba porque hacía calor.
- Yo veía a mi padre desnudo los domingos  cuando se lavaba en la cocina para ir a la iglesia y no me daba miedo. A usted le gustaban los críos. Aquí pasaron ciertas cosas. Usted era un viejo guarro. Eso se decía en la escuela.
- Los maestros deben emplear su tiempo enseñando los nombres de los astros que giran alrededor del sol y otras solemnidades de la Naturaleza.
- No eran los maestros. Eran los alumnos los que decían cosas de usted.
- Un hombre, al pasar de los ochenta años olvida su pasado. Para bien o para mal.
- A uno le entierran con su pasado.
- Se nota que has vivido lejos. Tus frases han cambiado la melodía. Desapareciste cuando parió Amagoya, la hija del sacristán.
- Esto no ha cambiado mucho. Mirando desde mi casa, el sol asoma por encima de su tejado.
- Eran otros tiempos.
- Al sol le tienen sin cuidado los tiempos para recorrer su camino.
- Pero tú te marchaste cuando Amagoya parió un niño.
- Sí señor. Me marché y vuelvo ahora. ¿A usted qué le importa?
- Pero no sabías que tu padre había fallecido y que a tu madre le llevaron a una residencia.
- Tampoco sabía que habían derruido mi casa. Igual ha sido usted. Primero se desmontan los solivos de madera y el tejado se viene abajo en un soplo.
- Yo llevé a tu padre a hombros a enterrar. Olía. Te puedo jurar que sus tripas olían como las de un puerco.
- Mi padre me enseñó por donde salía el sol. Sabía mucha astrología.
- Las casas miran al Este.
Andrés puso en un plato cinco huevos fritos y lo colocó encima de la mesa.
- Todo tuyo-dijo.
Jonan comió los huevos sin hablar. Hizo lo mismo con la barra de pan.
- Está bueno-dijo.
- Hay un gallinero en la parte de atrás. Tengo doce gallinas negras. Algunos días me ponen doce huevos. Has estado en el extranjero.
- En Londres.
- En Londres no sirven los euros. A ti no te gustaba mucho trabajar. Un año me robaste un saco de patatas y las vendiste un domingo en la puerta de la taberna. Las vendiste a ojo: cuatro grandes y cinco pequeñas hacían un kilo. Es lo que más me jodió. El saco tenía cincuenta kilos y tú las diste por el precio de treinta.
- Chiquilladas.
- Tu padre te dio una buena paliza con su cinturón.
- Mi padre usaba demasiado su cinturón.
- ¿Has venido para quedarte?- preguntó de pronto el anciano.
Jonan no respondió. Unos segundos antes su pulso se había acelerado de manera inusual. A la vez, le flojearon sus piernas y sintió un sudor frío en la frente. “¡Dios mío!”, repitió media docena de veces en silencio. “¡El cinturón de mi padre!” “¡El cinturón de piel de mi padre!” Estaba convencido de que el viejo Andrés había sido el único saqueador de la casa de sus padres. Hasta hacía unos segundos había sentido unas ganas irrefrenables de lanzarse al cuello de Andrés y de apretar y apretar hasta dejarlo como un pelele con los pulmones vacíos de aire. Esperó con sonrisa de imbécil a que los latidos de su corazón se calmaran. Sólo cuando supo que su voz no le iba a delatar, dijo:
- Primero he de limpiar el entorno de mi casa, amontonar las piedras talladas, las esquineras. En realidad quiero volver a buscar lo que ya han buscado otros. Usted dijo que entregó a mi padre treinta mil euros.
- En efectivo.
- Espero que sea cierto.
Jonan  se quitó la mochila de lona  de su espalda, soltó las dos hebillas y buscó algo en su interior. Sacó una pistola pequeña. Era de fogueo.
- ¿Qué va a hacer?
- Nada. Es para que no juegue conmigo. Por eso quiero que me preste una azada y una manta. Quiero dormir. Pero no eternamente. No quiero morir en una cama de su casa.
- Sigues pensando que fui yo el culpable del estado de tu casa.
- Por lo que veo ya no tiene ganado en la cuadra.
- Ratas. En mi casa sólo viven ratas. No dan leche, pero hacen compañía. Cuando hay tronada se vuelven locas y gritan como putas.
Jonan rememoró un día temprano de su vida. Pudo haberse callado, pero lo dijo:
- Se desnudaba debajo de los nogales en invierno cuando yo regresaba de la escuela. Usted estaba enfermo en invierno y en verano. Los hombres enfermos se desnudan delante de los niños.
- Tú sabes bien que lo estás inventando todo.
- ¿También invento cuando se ponía una moneda de cien pesetas en un ojo, como si fuera un monóculo y me rogaba que le ayudase a quitárselo?
- Eso era mucho dinero. No he tenido una moneda de cien pesetas en mi vida.
- ¿Y tuvo tiempo de ahorrar treinta mil euros para comprarle la casa a mis padres?
- Vendí los animales. ¿No has visto los chalés que han levantado en mis huertas? Sigue en pie mi oferta. Te puedes encerrar en el cuarto con tu pistola y mi escopeta de cartuchos del doce y dormir como un bebé. Mañana coges las herramientas que consideres más apropiadas y limpias la casa de tus padres. Ellos se sentirán orgullosos de ti. Si te quedas a lo mejor te animas y la vuelves a levantar. Era una casa de más de doscientos años. Bebe vino. El agua cría verdín.
- ¿Quieres emborracharme, viejo crápula?
- Tengo una cántara llena. Si me emborracho yo, dormirás tranquilo. Un hombre lleno de vino, no sirve para nada. ¡Salud, vecino! Por lo que veo intuyes en donde escondió tu padre el dinero. Nadie conoce mejor que uno mismo los rincones de su propia casa. Cincuenta hombres han descuajado pedruscos con barras de hierro, han descubierto agujeros misteriosos, han raspado las tejas una por una, han hurgado el pozo de la cuadra, destruyéndolo, han desmontado los muebles… ¡Dios! ¡Dios! ¡Dime que queda por mirar para encontrar mi dinero!
- ¿No quedamos en que el dinero es mío?
- El dinero es tuyo y lo que queda de la casa es mío. Así son las cosas. Pero resulta que no hay dinero ni casa. Seguramente tu padre se lo dio todo a las monjas para que cuiden a tu madre. ¿Crees que no lo he pensado? ¡Brujas! ¿Crees que no las he interrogado?  Hasta les ofrecí un novillo bien cebado por una pizca de información. Una frase corta como un amén. Nada.

Era tiempo de luna llena. Redonda y amarilla encendía la noche. El viejo roncaba desde hacía una hora. La luna se colaba en la habitación de Jonan por un ventanuco con barrotes. Sólo se llevó un pico. Desde la pequeña colina admiró el óleo que le pintaba la luna. Faltaba su casa. En tres saltos bajó a la carretera asfaltada y diez minutos más tarde trepó sin dificultad la pared del cementerio con la ayuda del pico. El panteón pertenecía a unos tíos abuelos de su madre que se hicieron ricos con el café en Colombia. Seguramente él era ahora su propietario. No recordaba que quedara ningún familiar vivo. Sólo había una balda sin nombre. A su madre le habían puesto una pequeña lápida en donde figuraban sus datos. No lo pensó dos veces. Golpeó con todas sus fuerzas la pared de ladrillos desnudos que se vinieron abajo sin sorprender a ningún muerto. El ataúd estaba hecho añicos por la parte de la vitrina. “¡Explotaste, viejo!” Le limpió los cristales con el pico. Arrastró el ataúd media balda hacia fuera.  La luna estaba ahora justo encima de la boca del panteón. Vio huesos. Metió ambas manos y revolvió su interior. Tocó la hebilla. No podía ser otra cosa: un barco velero que navegó con decisión muchas veces por sus lomos. La soltó con mimo. La sacó con los ojos cerrados. Sólo la miró cuando llegó al grifo de al lado de la puerta de hierro del cementerio. Sacó una camiseta de su saco de loneta, una jaboneta inglesa de olor. Limpió el cuero frotando el cuero con la camiseta de algodón. Se escondió tras una capilla de rico. Se sentó en la yerba. La luna comenzó a esquivar nubes. El cincho reptaba entre sus dedos como una serpiente. Tenía cosido el vientre con una cremallera. Jonan estiró la lengüeta de la cremallera. Sólo cinco centímetros. Estiró cinco centímetros y esperó la luz del cielo. La luna alumbró el esquema de colores púrpura de los billetes de 500 euros. Estaban ilesos. 60 billetes plisados en acordeón en el cinturón que le cosió a su padre un zapatero que se cagaba en los ángeles a cada puntada. El cinturón que su padre utilizaba para transportar sus dineros a las ferias de ganado cuando acudía a comprar o vender. Jonan sacó un billete y metió el cincho por las trabillas de su pantalón.
Durmió encima de la balda de su madre. Durmió tan feliz que no escuchó ni en sueños la tos de madrugada de ella. Salió por la puerta principal cuando los obreros ya trabajan y algunos visitantes madrugadores llegaban  con flores. Jonan se dirigió con el pico al hombro hasta el borde del acantilado. Lo arrojó al vacío. Buscó el camino por el que había venido la mañana del día anterior. No sintió emoción alguna cuando llegó al casco del pueblo, arriba de donde había robado el donuts al crío. Tampoco cuando entró a un Banco y esperó a que le cambiaran el billete de 500 euros. Un pensamiento nuevo ocupaba ahora un lugar en su cabeza: su casa que no era suya arruinada hasta los cimientos. Pero para cuando llegó a la desembocadura de la ría, estaba tranquilo. En realidad, le daba igual. Sus padres se habían muerto y el viejo exhibicionista seguiría persiguiendo a los críos gitanos. No sentía ninguna satisfacción al encontrarse con el cinturón de su padre, ahora deshuesado. “¡Buen cuero el del zapatero!” Al fin y al cabo todo se quedaba en un chiste. Si uno se esconde de su choza le cambian la vida. Toca jugar.
 Vio un hotel frente al marítimo y pidió una habitación. También encargó que le sacaran un billete en el ferry a Portsmouth en silla de cubierta.
Por la noche fue al centro de la ciudad. Todas las calles estaban iluminadas. No tenía prisas para mirar los tranvías, ni las bocas del metro. En treinta años puede cambiar mucho tu lugar de nacimiento. Él apenas recordaba cómo eran los veinte que había vivido bajo aquel cielo. Quizás la luna pintaba el paisaje con los mismos colores de antaño. Lo demás era un camelo. Caminar es el único ejercicio que se cura sentado en el banco de un parque.  
Allí se quedaba lo que había: el viejo impúdico de Andrés sin venganza, un hijo de treinta años, los padres enterrados con cura y mementos. Metió una mano en el bolsillo y contó trece con cincuenta y tres euros. También vio al chelín que trajo consigo.
Al amanecer llegó al Hotel. Se quitó el cinturón, corrió la cremallera y revisó su interior vacío. Aunque el siete y medio siempre se le había dado mal, el casino en el que había jugado era hermoso. Había cenado con champagne francés. Le habían regalado una corbata azul con la insignia del Athletic.
 El ferry esperaba atracado en el mismo lugar en donde le había dejado. La vida funciona por lo general según la ordenas. Después de un día de mar y unos días sin prisas, por debajo del puente de Putney, el Tamesis seguiría el curso de las mareas.





FIN

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