martes, 28 de febrero de 2017

ALLÍ HABÍA UN ROSAL



Un jueves por la tarde, después del catecismo, vi el primer culo adulto no perteneciente a mi familia. Lo vi reflejado en el espejo del armario ropero de nuestra vecina Bernardina Bolanda, hija de Félix Bolanda, engrasador de la marina mercante y de Juana Barbarín, mujer de gran sentimiento, moño propio de viudas y guardesa de la honra de Bernardina Bolanda Barbarín, de unos diecisiete años, piel limpia, ojos sorprendidos y hechuras de gran calidad. De su casa se venía a la mía por un camino estrecho alfombrado con piedras planas colocadas como las caprichosas fronteras de los pueblos de una provincia; de mi casa se llegaba a la suya por el mismo camino, sólo que al revés. La ventana del cuarto de Bernardina caía encima de un rosal cosido al cemento de la fachada con clavos, tornillos, pernos y alambre de cobre. Era un rosal cuyo esqueje lo trajo Félix Bolanda de un jardín privado de Manila poco antes de comenzar la Guerra de Franco en España. Las rosas olían tan de verdad, que allá por mayo, cuando sus zarcillos cargaban más flores, los viejos del asilo se acercaban al rosal, se sacaban bien los mocos y aspiraban el efluvio más placentero con el que se puede soñar. El goteo de ancianos que se colaba en el pequeño jardín de los Bolanda a oler las rosas filipinas alcanzó su cénit al cumplir Bernardina quince años. Y es que la chavala, aún con trece, ya tenía el tamaño y la densidad que la morfología exige para doctorarse con sobresaliente cum laude en belleza absoluta. Además, la niña Bernardina, como la llamaba su madre, era de pensamiento romántico y no dejaba de soñar un solo día en la llegada de un joven apuesto que la sacara de su cuarto por la ventana y le dijera con voz de príncipe: ¡Estás como un tren!
Aquella primavera, un viejo cotilla del asilo se acercó a oler el rosal. Metió sus narices tan dentro que al alzar su cabezota descubrió a la niña Bernardina tocándose encima de su cama. El viejo cotilla pudo hacer por lo menos dos cosas: desmayarse placenteramente o correr al asilo para soplar a otro viejo su descubrimiento. Hizo lo segundo. El asunto corrió como reguero de pólvora. Aquello no se acabó hasta que mi madre me cazó oliendo el rosal. Yo tenía catorce años y Bernardina diecisiete. La perspectiva me impactó con tal robustez que apenas sentí las uñas de mi madre en mis tiernos lomos. Como un niño enamorado de un juguete, me así con todas mis fuerzas a las ramas del rosal anclando manos y brazos en los espinos de sus ramas, hasta que mi madre comenzó a gritar ¡cerdo pecador!, ¡cerdo pecador!, y Bernardina cerró las contraventanas de dos formidables trompazos. Nunca he perdonado a mi madre. Llegué a pensar que por sus venas corría sangre de demonio. Ella era una mujer de huesos grandes y largos que con el tiempo los fue cubriendo con hermosas tajadas de carne y grasa. Cuando se entregaba a la risa, el mondongo de su abdomen se enfrascaba en tal zafarrancho que yo me tenía que contener para  no posar las palmas de mis manos en él. Mi madre es exorbitante en todo lo que dice y hace. Pero, aun comprendiendo su desmedido carácter, no he podido perdonar su desatinada actuación delante de la ventana de la gentil Bernardina, maravilla del género femenino, que hasta hacía poco me paseaba a burrichicos. 
- ¿Sabes lo que ha hecho hoy ese chiquillo? -le decía mi madre todos los días a mi padre.
- Chiquilladas -le respondía mi padre.
- Chiquilladas te voy a dar yo.-Y mi madre cerraba los puños y le cacheteaba sus bíceps. Mi padre me guiñaba un ojo y todo quedaba ahí.
Pero la tarde que me cazó contemplando con cara de lelo el fascinante tras de Bernardina y enterró sus uñas en mi carne llamándome cerdo pecador, se excedió. Todos nuestros vecinos sabían que mi madre pegaba a mi padre. Sin embargo, nadie le daba importancia porque los habían catalogado como cachetinas de amor. Creo que era una querencia admitida en la intimidad de las parejas. El anciano párroco don Seráfico de la Plegaria sabía por el confesonario que las efusivas caricias solían terminar en el lecho conyugal. Por eso seguramente borró de la lista de pecados mortales  a las tundas familiares. El padre Seráfico, ya en su senilidad, compuso un censo de pecados mortales con su correspondiente penitencia, que lo clavó en las partes más visibles del templo. Lo tituló “¡Aintza-lá pekatu mortalá!”y los confesandos tenían la obligación de llevar al confesionario su lista particular y la penitencia correspondiente. 
-¿Sabes en donde he pillado hoy al chiquillo?- preguntó mi madre a mi padre.
- ¡Yo qué sé!- respondió mi padre.
- ¡Contemplando el culo de Bernardina por la ventana del rosal!
- ¡Buen gusto, chaval!
Mi padre vio llegar a mi madre por el rabillo del ojo. La esperó. Mi madre sacó su joroba. Cerró sus puños. Atacó. Mi padre pilló los puños de mi madre en el aire. Echaron un pulso. 
Mi padre dejó libres las manos de mi madre. Se fijó en los puntos de sangre que tenía yo en mis brazos.
- ¿Qué ha pasado hoy aquí? -dijo mi padre.
 Entonces los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas y corrió al piso de arriba sin dejar de llorar y se encerró en su cuarto dando un portazo. Yo también me encerré en mi dormitorio, que estaba en la planta baja, sintiéndome un malhechor. No me encerré por dentro porque sabía que mi padre iba a tocar la puerta. Tocó. Le abrí. Miró con detenimiento los rasponazos en mi piel. Fue al baño y me trajo la botella de mercurocromo y la lata de algodón. Me tendió ambas cosas.
- Toma. Vete donde tu madre a que te cure las heridas. Seguro que así deja de llorar-dijo mi padre.
- ¡Me las hizo ella!- exclamé con la voz rota por dos ridículos gallos.
- No seas nena-dijo mi padre-. Los pellizcos de las madres no duelen.
Cogí la lata y el mercurocromo y subí al dormitorio de mis padres. Mi madre me estaba esperando en la puerta. 
- Aita me ha dicho que me desinfectes las heridas.
 Me encontraba muy triste. Aunque mi madre me sacó con una pinza las espinas del rosal, me curó las heridas de sus uñas y me dio un saco de besos, mi decaimiento duró muchos años. Tuve que aprender a olvidar el dolor que causan unas uñas de mujer, sobre todo si son de tu madre. Dicen que las maldades sufridas a lo largo de los años, se olvidan. Sólo cuando llegas a viejo las puedes poner en circulación sin temor al calvario.
 Félix Bolanda venía una vez al año con una maleta llena de globos de todos los colores. Bernardina y Juana hinchaban los globos y los colgaban del techo del pasillo. Cuando Félix bajaba del barco, Juana se pintaba los labios y se daba colorete. Era una mujer hermosa. Mi madre decía que Juana sólo se ponía bragas cuando venía su marido. Mi madre era una extraordinaria ama de casa con profundos conocimientos de las costumbres de la ciudadanía colindante. También sabía cuando Félix sacaba la guitarra para entonar  una canción que hablaba de un marinero borracho que rogaba por Dios que le abrieran la puerta para retozar con su mujer. Juana  encendía las luces de casa y se asomaba por las ventanas haciendo cucús a Félix hasta que Bernardina abría la puerta a su padre. Eran noches traviesas en las que los vecinos salían  a la calle  a ver en el cielo el Camino de Santiago. Los que cogían buen sitio no sólo veían las estrellas, sino también cómo Juana se quitaba las bragas. El que anduviera el resto del año sin estorbos no quería decir que Juana fuera una mala vecina. Mi madre decía que era la mejor vecina que le pudiera haber tocado en suerte. 
Los ancianos del asilo, cuando el sol calentaba los bancos de piedra de la placita del Casino, acudían a coger sitio  y a comentar la quiniela. También llegaban a hablar de su soledad algunas esposas de navegantes que se encontraban en la mar. Los viejos del asilo, en la edad feliz de la picardía, resbalaban sus boinas por sus frentes para esconder el camino de sus ojos y comentar a medias palabras el paisaje de la tribuna de enfrente.
- Si hoy tenemos suerte creo que vamos a poder hablar de la Liga-decía uno.
- También de la Copa-decía otro.
- ¡Toma! ¡Y de la Recopa!- Exclamaba emocionado el más viejo.
- ¡A lo mejor se pone a tiro la Final!
Era el chiste de siempre contado de forma coral y que lo celebraban como si fuera nuevo. ¡Deliciosos ancianos de la Residencia Municipal!
El padre Seráfico paseaba buscando pecados con enjundia. Apuntaba, en su libretita de nombres propios, los alias de los impíos para montar el sermón dominical. Sus parábolas eran tan celebradas que los fieles madrugaban para coger sitio en la iglesia. Fue memorable el sermón que pronunció sobre el quinto mandamiento, no Matar, sobre el asesinato de una madre por su hijo. El Obispo de la Diócesis le pidió que lo repitiera al domingo siguiente. El padre Seráfico era una mina.
Veo que he enredado las cosas trayendo historias que nada o poco tienen que ver con la campanada que sonó en mi ánimo la tarde que Bernardina jugaba con el espejo de la puerta de su ropero. Aquel día mi madre había dado la última puntada a mis primeros pantalones largos. Después de comer, me dijo que me los probara y ya no me los quité.  Mi madre me llamó “mi hombrecito nuevo”. Me sonrojé. Mi padre se rió de mi pinta. Se metió el farias en  su boca y se fue a trabajar. Era jueves, día de catecismo. Las señoritas que dirigían la catequesis eran guapas, olían  rico y nos contaban muchos chismes de la época de San José y así. Nos distribuían por  edades.  Yo estaba con los mayores y desde aquel día era el único que llevaba pantalones largos. Mi señorita era la más guapa de todas. Tenía una voz encantadora. Nos traía tebeos y nos contaba la Historia Sagrada como si se tratara de Blancanieves y los siete enanitos. Fue el primero y último día que asistí a la catequesis con pantalones largos.  Mi señorita me dijo que ya estaba muy crecido para escuchar simplezas.  ¡Lo que hacen unos pantalones como Dios manda! Recuerdo que corrí para ir a casa de Bernardina, enseñarle mi nuevo look y decirle que ya no tenía que ir más al catecismo. Había luz en su cuarto. Las hojas de su ventana estaban arrimadas. Dejaban algo más de un palmo para espiar. ¡Las trampas del Diablo! Siempre, al menos desde que aprendí a andar, entraba en su casa por la puerta de la huerta. Nunca lo hice por la ventana. Sólo asomé mi nariz por la abertura y vi lo que el demonio quiso que viera: el trasero de Bernardina haciendo monadas en el espejo de su cuarto. Parece ser que la velocidad de una erección de un muchacho con la edad comprendida entre catorce y quince años, de 1,75 metros de altura, flaco y sin barba es cero segundos. Bernardina, de rodillas en su cama, con el trasero en pompa, observaba muerta de risa lo que podemos llamar pompis en movimiento, que consistía en elevarlo, bajarlo, o llevarlo a la derecha y después a la izquierda Y otros y muy variados meneos. Pero lo más llamativo quizás era el método que empleaba para vérselo ella sin tener que romperse el pescuezo: se valía de otro espejo de mano. Con la sensación de ser un pervertido taleador (sinónimo de voyeur) me así con todas mis fuerzas al tronco del rosal filipino sin sentir sus espinas en mi pecho, debido seguramente al cándido perfume de sus racimos de flores. Lo único que pude evaluar fueron las sórdidas uñas de mi madre que se clavaron en mis brazos con tal entusiasmo, que me así a las dos hojas de la ventana (una en cada mano) abriéndolas, con mi impulso, de par en par.
Las reacciones de las mujeres son inesperadas. ¿Por qué mi madre comenzó a gritar “¡Cerdo pecador, ¡cerdo pecador!” como una posesa? Una estridencia puede romper la armonía de una vida. Desde  que la niña Bernardina cerró las contraventanas de su cuarto, nunca las ha vuelto a abrir.  Ni para regar el rosal. Y tampoco vienen los ancianos del asilo, porque el rosal comenzó a secarse el día que mi madre me hizo mis primeros pantalones largos. Ahora solo vienen los perros a mear en donde estaba el rosal.


FIN
  

Arrigúnaga (GETXO) 22 de enero de 2017.

1 comentario:

  1. Enhorabuena por los cuentos... un saludo de tu amigo de São Paulo. Brasil. Renato Soler.

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