sábado, 3 de agosto de 2013

LA DECISIÓN DE LUKAS (De la saga MOCHITA. MCMLXV)


A don Jaime Iturrate no le llevaron a la tumba sus ochenta y dos años ni el disgusto que tuvo con el Director del Museo de Bellas Artes. Al abuelo le llevó a la tumba el disgusto que le dio Lukas cuando se marchó a París a encontrar su vida y que la abuela se muriera sin avisarle. Son  puñales que roen el corazón. El abuelo quería estar todo el tiempo pegado a las pulsaciones de su nieto sin pensar que el muchacho había cumplido 20 años y sentía asfixia de él. Parece ser que el anciano había olvidado que gran parte de su juventud la pasó en París, primero con una beca de la Diputación Provincial y más tarde cinco añazos, cinco, en Italia, en el estudio de los mejores profesores. Eso sin contar todos los viajes que hizo a París en busca de putas para pintarlas con media teta así y medio culo asá y para comprar tejidos mágicos, satenes y sedas para copiar sus brillos y veladuras con sus colores cálidos encima de la carne de los retratos. Y cuando le dio la chaladura de pasarse horas muertas copiando las hilanderas en el Museo del Prado porque decía que se le estaba olvidando pintar. Y los viajes a Londres con la abuela a su casa de Wimbledon Park y aquellos trayectos que hacían en metro a Horrods, en Knightsbridge  a la sección de Food & Wine. El exquisito abuelo de Lukas, don Jaime Iturrate, Tercer Baron de Escarpín, podía hacer lo que le picaba por ser quién era y Lukas no podía hacer lo que le pedía su coco, que eran muchas, muchas cosas. Por eso tenía el corazón revuelto, ácido, con esa especie de sal gorda que lo envuelve cuando eres joven y hasta la piel del cuerpo se siente infeliz. Lo hizo. Pero lo hizo mal. Sucio. Como un maleante. No tenía dinero. En casa había muchos cachivaches inservibles: pequeñas colecciones de cajitas, un microscopio, los muñecos de su bisabuelo que permanecían en una pared de un cuarto que siempre le dio yuyu; colecciones de mariposas atravesadas por un alfiler de cabeza dorada. Cogió algo de todo También un par de banderillas de corrida de toros y lo que no debió coger nunca: dos lienzos de tamaño pequeño pintados por su abuelo al aire libre. Lo malo es que no tenía ni idea ni en donde, ni a quién, ni cómo podría vender su hurto. Lo peor: ni siquiera sabía lo que podría pedir por ellos. Lo plegó todo en el fondo de una maleta también del abuelo y se fue, adiós para siempre, adiós, en el tren de  San Sebastián y por último en el Topo a Irún. Cruzó el largo túnel que conduce a Hendaya. Mostró su pasaporte y se sentó cerca de las once de la noche en un tren en cuyos coches pendía un letrero blanco con el nombre París. Lukas ya había estado en París con el abuelo viendo pintura en el Louvre, en el Museo de Arte Moderno y en otro con la fachada plagada de cañerías de colores, algo realmente feo para ser un museo. Y también en Les Halles, la gran despensa de París, comiendo mejillones al vapor y ostras con limón. Subió en un vagón de segunda clase y se sentó frente a un hombre de treinta a cuarenta años con los ojos muy grandes. Cuando el tren comenzó a rodar por la playa de vías de Hendaya, el hombre de los ojos grandes, que estaba sentado enfrente de él, le dijo con una voz envolvente:
-¡A París!
-Sí señor, a París.
-Su maleta cuesta mucha plata. Mejor que la deje a buen recaudo si no quiere quedarse sin ella.
-Sin la maleta.
-Sin la maleta y sin lo que lleva dentro.
Levantó la cabeza y la miró. Su cuero color whisky cubierto en parte por pegatinas de grandes hoteles no le dijo mucho. Recordó su contenido. Miró a los ojos grandes del hombre de enfrente y sin pensarlo dos veces, se levantó, se estiró y recuperó su maleta. Luego la puso en el suelo, entre sus piernas y la pared del coche. El argentino, porque el hombre de enfrente era argentino, le sonrió y cerró sus ojos grandes. Los dos primeros días Lukas vivió en su casa, en el Marais, en un apartamento que daba a un patio interior en donde olía a aceites y alcoholes provenientes del taller de un luthier que tenía un loro. En el patio había además una tienda de mantequilla, una docena de gatos, un cojo que algunas veces se atrevía a salir a pedir al callejón y, en medio, una higuera vieja, seguramente de la época de la Revolución, pero todavía vigorosa, que  conducía a Lukas a un libro recién leído La muerte de la higuera, de Robert Sabatier, en donde también había un patio con una higuera y un fabricante de violines que se llamaba Cremonesi. Al tercer día salió en busca de su propio apartamento porque el argentino de los ojos cautivadores le estaba siempre mirando. Después de caminar toda la noche se encontró en la calle Paul Valery, no muy lejos del Arco del Triunfo, frente a una formidable casa y frente a su portal (por poco la pisa) una mujercita vestida de azul, con el pelo teñido de azul y con dos brochazos azules en las mejillas. Entonces recordó que hablaba francés y le preguntó si sabía de algún lugar para alquilar por los alrededores. La mujercita le dijo que un médico del segundo piso alquilaba una guardilla a buen precio. Sólo le preguntaron si era estudiante o escritor. Dijo que ambas cosas. Y al poco se vio dentro de un espacioso lugar en donde había una gran cama, un sofá nuevo, un tocador que servía de mesa y al fondo una fregadera al lado de una cocina eléctrica. Al marcharse le mostraron el retrete en el pasillo, común para todos los rectos de las guardillas y le anunciaron que podría bajar a su casa los jueves a bañarse. También le dijeron que si se sentía enfermo, el médico le atendería y no le cobraría. Les dio las gracias y cuando se encontró solo abrió el maletín, sacó la poca ropa que había traído consigo y dejó su tesoro en su interior. El  italiano le había informado cómo debía llegar a la puerta de Clignancourt, al mercado de las Pulgas, en donde se ponían los domingos vendedores de toda clase de objetos. Fue. Llevó las banderillas y dos cajas con mariposas. Se colocó al lado de un viejo que vendía cartas de amor auténticas por un franco nuevo y otro que vendía dientes postizos también auténticos. 
El viejo que vendía cartas de amor le dijo que los dientes postizos eran de gente fallecida y el que vendía dientes postizos le aseguró que las cartas de amor las escribía él con tinta china aguada. Cuando llevaba una hora en pie, el de las cartas de amor le preguntó si era brocante o turista. Lukas le respondió que en el paquete llevaba un par de banderillas y unas mariposas disecadas.
-Togó -le dijo muy interesado.
-Sí. De toro. Son verdaderas. Quiero decir que se usaron en una plaza de toros con un toro muy bravo. El toro se llamaba Solimán. Todavía tienen manchas de sangre. Mire.
En el momento de mostrar las banderillas se hizo un corro a su alrededor. Un hombre de piel muy blanca y con mucho tocino le preguntó si quedarían bien en la pared del cuarto de baño. Un americano afirmó a su esposa que era un recuerdo maravilloso del viaje. “Estamos en París, no en Madrid”. Le respondió ella. Luego desaparecieron todos.
-Siempre es así -le dijo el de las cartas de amor-. Miran la novedad. Tú ya has echado el anzuelo, ahora a esperar. Creo que volverán los americanos.
Volvieron después de comer, a media tarde.
-¿Cuánto?
-Cien francos.
-Cincuenta.
-Cien francos. Son verdaderos.
-Cincuenta.
-Cien. Valen más.
-Cincuenta.
Entonces le entró una especie de pánico escénico. Comprendió que el turista estaba a punto de irse y dijo bajando la voz:
-Cincuenta.
El viejo de los dientes le dijo:
-Si usted quería cien, tenía que haber pedido doscientos. Es la regla.
Le iba a responder algo pero prefirió marcharse a casa. En el fondo estaba loco de alegría. Se compró una baguette y jamón de Bayona para cenar. Se sentó frente al tocador y escribió:

“En el fondo se querían como lo que eran: un vendedor de dientes postizos y un vendedor de cartas de amor. Sus herramientas de trabajo eran parecidas. El vendedor de dientes postizos usaba una pequeña lima para amoldarlos a las encías de sus clientes. El vendedor de cartas de amor tenía una pluma de mango azul y tres aceros ingleses con los que copiaba las cartas de un catón del siglo XIX. Vivían juntos y dormían en el mismo catre dándose la espalda, porque no tenían más. Comían del mismo plato y bebían del mismo vaso. Tan sólo hacían una cosa íntima con diferente material: limpiarse el culo. El vendedor de cartas lo hacía con Le Monde. Era de izquierdas. El vendedor de dientes postizos lo hacía con Le Figaró. Era de derechas”.

  Lo leyó despacio y se levantó de su silla dando un respingo. Aquello era el comienzo de un cuento. Por lo menos de un cuento que lo enviaría Dios sabe dónde para que se lo publicaran. Era bueno. Estaba seguro de que era bueno. Se volvió a sentar en la silla, frente al espejo del tocador. Volvió a leer lo que había escrito y volvió a levantarse y a dar otro respingo. Entonces se vistió el chaquetón y salió a la calle a caminar hacia la puerta del Lido. Allí había carne con dos piernas y dos piececitos con zapatos de tacón que olían rico. Maracumba teté. La última vez que estuvo en París con el abuelo, por las noches se tenía que quedar en la cama del hotel porque don Jaime Iturrate se vaporeaba bien el cuello y los puños de la camisa con aquella colonia que olía a azúcar y miel y salía con un cuaderno grande y media docena de lapiceros en busca de putas gordas o demasiado flacas para plasmarlas de alguna manera, siempre soltando plata. Al amanecer, cuando llegaba a la habitación del hotel, encendía la luz de una lámpara de lectura y según iba pasando los apuntes bajo los rayos de la lámpara, rasgaba con rabia el papel y cuando terminaba de rasgar toda su cosecha se echaba en la cama vestido y se quedaba dormido casi sin respirar, como un muerto reciente. Era cuando Lukas se vestía en silencio y salía a trotar, a mirar los carteles de los cines, a apoyarse en una puerta del Lido para ver el tipo de gente que abandonaba el local, ya empleados y algunos pelmas que corrían a la orilla de la acera, a las bocas de riego a echar la vomitona. Una madrugada apareció una negrita, una negrita con el pelo corto y un vestido marrón ceñido al cuerpo, ceñido como un látex al sexo de un hombre potente. La negrita parecía una muchachita linda, una jovencita con el vestido de goma marcándole sus formidables curvas de mujer, porque era una mujer con todas las de la ley. La negrita se quedó en la puerta, seguramente esperando a alguien, pero todo el tiempo que estuvo esperando a alguien no dejó de mirar a Lukas, por lo menos cuatro minutos sin dejar de mirarle, hasta que se apagaron las cientos de bombillas de la fachada del Lido y el cielo apareció nublado, sin luz suficiente para sentirse alegre, con esa luz que traen los días feos, de color leche. Estaba esperando a un hombre grande y gordo, pelirrojo como una zanahoria recién arrancada de la tierra, que le puso su mano derecha, grande, grande, en medio del culo y la negrita dijo:
-¡OOOOOOHHH!
Y el hombre pelirrojo con una voz de eco de tripa de barrica, como tenía que ser, dijo:
-¡Mira, mira allá en el árbol, en la rama que se inclina, un murciélago se pone a dormir!
Lukas también miró. Y la negrita al pasar junto a él le dijo al hombrón. ¡Anda, dale al chaval cien francos, que me ha estado protegiendo de los golfos de la noche mientras tú llegabas. El tío metió la mano en el bolsillo y le dio cien francos (de los viejos, claro) y un pescozón. El murciélago no era murciélago sino un gatito negro, todo negro, que maullaba desde allá arriba. Lukas iba a subirse al árbol, pero entonces llegó un guardia y le dijo:
-¡Ni se te ocurra! Déjale, siempre baja sólo. Es de las chicas de la limpieza del cabaret.
Lukas no llegaba a los trece años y corrió al hotel a despertar  a su abuelo para contarle lo que le había sucedido, pero su abuelo había volado a alguna parte. Lo encontró una hora más tarde en Las Tullerías pintando un rincón con su caballete plegable y su taburete de lona también plegable.
-¿Es que vas a vivir sin dormir, abuelo?
-¿Qué quieres que haga si es lo que más me gusta hacer? Ya tengo muchos años. Pronto me doblará el reuma, se me nublarán los ojos, me apresarán los catarros y ya no podré pintar.
Desde entonces habían transcurrido seis o siete años y el abuelo seguía pintando con trazo firme. Lukas pensó en él. Encontró una cabina telefónica y llamó a casa. Como siempre se puso la criada Melitona. Después se puso su madre. Escuchó el chaparrón y pidió que se pusiera su abuelo.
-Abuelo, estoy en París escribiendo.
-Está bien que estés en París escribiendo, pero por lo que más quieras no vendas esas dos telas. Valen mucho dinero para darlas a un chamarilero por cuatro perras. Además, las quiero mucho. Te ruego que no las vendas. Dame tu dirección y te mandaré dinero para que regreses a casa inmediatamente. Te necesito aquí.
-Ya me las arreglaré. Ya tengo veinte años-colgó con rabia.
Se arrepintió de haber llamado. Era como si su libertad total hubiera desaparecido de pronto. Su alegría se tornó en tristeza. Desde que cerró la puerta de su casa hasta hacía unos segundos había estado flotando en una feliz independencia que nunca tuvo. Una simple llamada de teléfono la había barrido. “¡Mierda, mierda, mierda!” “¿Es que siempre voy a tener que depender de él?” Dejó la puerta del Lido y echó a andar por los Campos Elíseos hacia la Place de la Concorde, pasó las Tullerías, el museo del Louvre, cruzó Le Pont Neuf y se encontró con Notre-Dame. Subió las escaleras de caracol, recorrió el pasillete, se recostó contra el tejado de la catedral y sonrió. Sus ojos abarcaban mucho, lejos, hasta muy lejos. Su corazón comenzó a latir con fuerza sacando de su fondo, como de un pozo, su perdida rebeldía. Seguía estando en París. Solo. Todavía tenía algo de dinero, el Café de Flore seguía estando en el Boulevard Saint Germain. Lukas volvió a sentir el abrazo de la libertad. No fue al Café de Flore. Bajó las escaleras de caracol sin pedir perdón a los que subían, cruzó el Puente Nuevo, recorrió las Tullerías, cruzó la Plaza de la Concordia y recorrió los Campos Elíseos hasta El Arco del Triunfo. Llegó a Paul Valery, trepó las escaleras, entró en el retrete y antes de hacer lo que tenía que hacer, robó tres cuadrículas de página de periódico de cada uno de sus vecinos y las clavó en la letra E, que era la letra de su cubículo. Entró en su apartamento y se sentó frente a la tabla del tocador. Escribió:

“El vendedor de dientes postizos era polaco, hijo de un mecánico dentista y de una bailarina de ballet. De observar a su padre, aprendió algo de su oficio y de mirar a su madre aprendió a mover con delicadeza sus manos y a caminar batiendo con melindre sus caderas. Su madre y su padre le odiaban porque había nacido fuera del matrimonio y les forzó a casarse. Pero no le pegaban. Sin embargo, le odiaban tanto que una noche le cerraron la puerta de casa y ya no le dejaron entrar más.
“El vendedor de cartas de amor era francés. No tenía ni padre ni madre conocidos porque era de la inclusa. Una monja gorda  le enseñó a escribir con letra inglesa y otra monja pervertida a confeccionar cartas de amor. Cuando le llegó la edad de dejar el orfanato escribió la carta de amor más obscena de su vida y se la dio a la monja gorda como agradecimiento de sus excesos. Fue ella la que le enseñó las partes del cuerpo humano femenino singular y sus usos en clases particulares de no más de un cuarto de hora de duración en su catre de reverenda desde que cumplió doce años. A la monja flaca, la que le enseñó a despertar su imaginación, le regaló su libro de misa con dibujos escabrosos”.

Cogió el folio del día anterior y lo pegó en el cristal del tocador. Hizo lo mismo con éste y lo pegó a su lado. Lo leyó todo seguido. Recordó los cuentos ñoños que guardaba en su casa, los que escribía para su abuelo y se los leía mientras él pintaba en su estudio, casi siempre sentado de espaldas a un inmenso retrato, decían que de la primera baronesa de Escarpín, una mujer imponente con un vestido de niña con un vaso de oporto en su mano derecha. “La mano derecha sólo la usaba para beber, la izquierda era su verdadera herramienta”, le decía su abuelo. “Lo que estoy escribiendo es un cuento de adulto. ¡Esto es lo que quería hacer! ¡Dios!” Pegó un brinco y salió en busca de una baguette y jamón de Bayona. Se creyó un escritor con todas las de la ley. Revolvió su flequillo, echó de menos una bufanda negra y una chaqueta con coderas. Por la acera de enfrente pasaba Vargas Llosa.
-¡Maestro!-gritó-. El escritor levantó ambos brazos y le saludó riéndose.
Al día siguiente fue al Sena a ver qué tenían los libreros de viejo. Una mujer con dos o tres abrigos y con mitones en sus manos guardaba en su cajón gris una buena carga de libros de pintura. Lukas le enseñó un librito de antes de la 1ª Guerra Mundial que había cogido de la biblioteca de su abuelo. La mujer le miró y remiró. Al rato alzó la vista y dijo:
-Cuarenta francos.
-Cincuenta-dijo Lukas.
-Cuarenta y cinco. Es mi última palabra.
-Está bien.
Lukas se sintió libre, rico y feliz. Le gustaba tumbarse en su cama y saberse solo, con la certidumbre de que nadie iba a llamar a su puerta porque nadie necesitaba nada de él. Escuchaba la lluvia golpear en los cristales que daban al patio y cuando granizaba, el picoteo de los granos en el tejado. De vez en cuando se levantaba y miraba por la ventana a las otras ventanas.
Nunca se asomaba nadie al patio.
Oía pisadas en el pasillo. Unas veces se detenían antes de llegar a su puerta. Después escuchaba el ruido de la llave y al de unos segundos un portazo. Era todo lo contrario de lo que sucedía en su casa. Allí había demasiada gente para poder sentirse solo. Entre la familia y el servicio lograban asfixiarle y echarle de casa. En realidad, sólo el abuelo respetaba las idas y venidas de la familia con su habitual silencio. Aquel silencio se había acentuado desde la muerte de la abuela, doña Antonia San Román, una noche de frío y lluvia en la que no pudieron encontrar al abuelo en ninguna parte. La abuela se había puesto enferma a media noche de algo malo en el corazón. Guillermo, su hijo mayor, que llegó a tomarle el pulso cuando todavía respiraba dijo que tenía el corazón loco. Cuando llegó el médico, Enrique, su otro hijo, dijo que su madre se había muerto con el corazón loco. “Posiblemente ha sufrido un infarto”, dijo el médico. “Algunas veces el corazón se vuelve loco para morirse”, añadió el médico, no se sabe por qué. Por eso en casa de Lukas nadie pone en duda que la abuela se murió con el corazón loco. Don Jaime Iturrate había estado en un garito nuevo en el que le habían dicho que habían arribado cuatro morenas andaluzas con las pecheras gordas. Se había pasado la noche intentando pillar el mohín a una puta tapón que olía a colonia y fatiga y le trataba de marqués. Al amanecer recogió sus cachivaches como un pescador con mala suerte y llegó a casa cuando salía por la puerta principal el párroco de San Ignacio con la solapa del abrigo en las orejas y los óleos en el bolsillo.
-Mejor que entre y ponga orden -le dijo el párroco-. Ahí les he dejado discutiendo si es mejor dejarla en la cama de cuerpo presente o  en el ataúd.
-¿Es que se me ha muerto alguien? -preguntó don Jaime con el sueño en sus párpados.
-Doña Antonia. Se le ha muerto doña Antonia, mientras usted manchaba su pincel.
Don Jaime se deshizo de sus bártulos para ir a agarrarse en donde pudo. Lukas, que lo vio desde los cristales de la escalera salió a socorrerle.
-Corrieron a buscarte pero no te encontraron. Espera, vamos a recoger tu maleta. Se ha muerto de repente, abuelo. Sólo el tío Guillermo llegó a tomarle el pulso - Ambos se agacharon y comenzaron a meter pinceles, espátulas y tubos en la maleta de madera. Don Jaime amarró el maletín contra su pecho y entró en la casa seguido de su nieto. Don Jaime Iturrate subió las escaleras y enfiló sus pasos hacia su habitación. Cerró la puerta tras de sí y comenzó a hablar con la muerta. El servicio dijo que la riñó por haberse muerto sin esperarle. Pero el servicio de don Jaime siempre tuvo demasiada imaginación. Cuando salió de su habitación dijo a sus hijos:
-Siempre pensé que me iba a sobrevivir.
Desde entonces, don Jaime comenzó a distanciarse de su familia. Sólo sonreía cuando Lukas le leía sus disparatados cuentos. Al resto de la familia les trataba con el cariño de siempre y a sus dos hijos les preguntaba que qué tal iban las cosas en la fábrica. Ni a don Jaime le interesaba cómo iban las cosas en la fábrica ni sus dos hijos tenían idea de las cosas de una fábrica que ya no era del todo de la familia. Ellos tenían dos preciosos despachos de caoba por los que don Jaime luchó con el consejo de administración para que sus hijos no se quedaran sin tener a dónde ir. Ni Guillermo, el mayor, ni Enrique, el menor, acabaron el bachillerato. Además de los dos flamantes despachos, les dejó algunas representaciones de venta de hierro y un sueldo suficiente para poder vivir sin trabajar. Tampoco él entendía demasiado de transacciones mercantiles ni falta que le hacía. Sus dos hijos eran solteros y vivían en la casa que un día levantó el abuelo de don Jaime, el Primer Barón de Escarpín. La chica, como llamaba don Jaime a su hija Rebeca, estaba casada con un bailarín cubano, que se movía por los teatros de Europa como profesor de ballet clásico. Guillermo y Jacinto, sus hijos, apenas lo conocían de vista. Rebeca, la madre de Lucas, estaba locamente enamorado de él y casi siempre estaba de viaje. El bailarín se llamaba Emeraldo Renato Renato. Poco antes de casarse don Jaime le preguntó si sus papás eran primos y él le aclaró que era hijo de padre desconocido y que lo de repetir el apellido fue cosa de su mamá para no quedarse sólo con uno.

En las largas tumbadas del último piso de Paul Valery, bien envuelto en una manta, Lukas pensaba muy a menudo en su familia. “Mucha gente y poco amor”. La casa era lo suficientemente grande para tener cada uno su agujero “¡Menos mal!” Y hasta si estudiabas las costumbres de sus moradores no era difícil atravesar sus largos pasillos y extensos salones sin cruzarse con nadie. Hasta las criadas, casi todas viejas, realizaban su trabajo con independencia. Sólo el tío Enrique no guardaba las formas y recibía a sus muchachitos de trece y catorce años en el salón de las butacas y les repartía meybas de pata corta para que se probaran y poder ver a quién le quedaban mejor. Los chavales, casi todos de un colegio de frailes, dejaban guiñándose los ojos que su tío Enrique les pasara el brazo por sus hombros, aunque Encarnita, una chacha vieja como el trinchante del comedor, contó sujetándose los dientes postizos, “se me caen de la risa”, decía ella, cómo don Enrique le quiso tocar la aldaba a un chaval crecido y éste le meó en la mano sin ninguna consideración ni a la edad ni al recato. El tío Enrique era marica sin más. No era de los que dejaba caer las manos dibujando ángulos rectos, ni de los que arrastraba las sílabas cantando. Era un hombre bien hecho al que le gustaban los chicos no se sabía hasta donde. Alguna vez el abuelo le dijo que debiera de elegir amigos un poco mayores, más que nada por el qué dirán.
-La pureza tiene edad.
-Y la edad aleja a las leyes y a los jueces -le respondió el abuelo.
Lukas escuchó alguna vez al abuelo regañar al tío Enrique, sobre todo cuando el abuelo se encontraba con un tropel de críos corriendo por la terraza, pero no se quedaba a escuchar sus razonamientos porque sabía que el abuelo llevaba razón y que su tío se podía poner realmente cursi.

El vendedor de dientes postizos se puso enfermo de temblor. El vendedor de cartas de amor llamó a un médico negro que trabajaba en el dispensario del barrio, que cobraba una pastilla de mantequilla o lo que tuvieran en casa sin usar demasiado. Les dijo que nadie se moría de temblor pero que se temía que ya no podría ajustar dentaduras de muerto a ningún vivo. El vendedor de dientes postizos metió en una maleta todos los paladares antiguos, aquellos que tenían color a teja mojada y también dos docenas de cajas de dientes clasificados en molares, premolares, incisivos, caninos y dientes en general. Le vendió las dos maletas a un colega especialista en accidentes cinematográficos de rostros, sacó un billete para Marsella y se fue a vivir con una hermana que tenía una tiendecita de flores de papel para cementerios. El vendedor de cartas de amor sintió la soledad del catre vacío desde la primera noche que reparó en la huída del sacro del vendedor de dientes postizos. Y no pudo conciliar el sueño ni esa ni todas las noches venideras. El vendedor de cartas de amor probó en sustituir los duros huesos de su compañero de catre con piedras planas de la calle envueltas en paños, con el cazo de hervir la leche y con el pucherito de hacer café. Fracaso total. Tras un mes sin dormir acudió a la consulta del médico negro con un paquete con castañas calientes. El médico negro le dijo que sufría de una enfermedad de amor que le llamaban ausencia del hueso mullido y que no se curaba nada más que con la recuperación de sus costumbres difuntas. Entonces el vendedor de cartas de amor recogió todos sus bártulos y se los vendió a una mujer que escribía guiones de radionovelas para una emisora que sólo retransmitía novelas de amor para los obreros del relevo de las seis de la mañana. El vendedor de cartas de amor sacó un billete para Marsella y se fue a vivir con el ex vendedor de dientes postizos que, además de seguir enfermo de temblor también echaba de menos el espinazo del vendedor de cartas de amor. Desde entonces ambos viven en casa de la hermana del vendedor de dientes postizos, duermen en la misma cama y han experimentado bienestar en sus enfermedades.

Lukas leyó los tres folios seguidos, dio tres brincos y metió los tres folios que le habían ocupado el cuento en un sobre y se los envió a su abuelo. Había decidido ser escritor. Antes de embuzonar el sobre, lo besó. Sabía que cuando el abuelo los leyera se daría cuenta de que la decisión de Lukas era inmutable. Tan inmutable como la que sintió él por el amor a la pintura.
Su abuelo le había contado infinidad de veces que la vocación no llama. Llega.


FIN


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